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Matrimonio consumado

sábado, 11 de febrero de 2012

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Quiero contarle a usted mi secreto matrimonial, pero no me atrevo. Como es algo tan íntimo y rodeado de circunstancias inverosímiles, me siento temeroso. Usted, sin embargo, querido señor, me inspira confianza y por eso voy a participarle mis temores. Me tomaré primero este aguardiente para que se me aclare la imaginación. El aguardiente ayuda a pensar. En las soledades de mi matrimonio acostumbro apurarme mis copas abundantes para regocijar el espíritu. Entonces veo distintos los pro­blemas.

Ahora sí me estoy entonando para hablar. Y ya que comencé a remover mis confidencias, lo escuchará todo. No soy un amargado, como de pronto usted me interpreta. He aprendido la sabiduría de manejar las derrotas con rostro risueño.

Será por eso que me llaman Rosendito, no sé si por ca­riño o por lástima. Es algo que me incomoda, porque me vuelve pequeño. Parece que fui «Rosendito» toda la vida, o sea, niño candido y fácil de engañar. A usted, mi amigo, no se le vaya a ocurrir nunca tratarme con disminuciones. Pronuncie duro mi nombre, así: ¡Rosen­do!, con voz en pecho, porque soy todo un hombre, un hombre fuerte que no retrocede ante nada.

No tengo amarguras. Únicamente malos recuerdos. Hay cosas que fastidian sin que produzcan resentimiento. Mi mujer es hacendosa y a veces la encuentro queren­dona. En los oficios caseros es toda una artista. Si viera usted cómo pone a bailar la escoba y cómo juega con las ollas en el fogón. Camina por la casa con aire desenvuelto y con cierta coquetería.

Cuando me siente lejano le da por musitar la canción de Los Panchos, la misma de nues­tro noviazgo. Era nuestro himno pegajoso del amor. Ya de casados suena diferente. Los tiempos cambian, señor. A usted le ocurrirá lo mismo. Ella sabe manejar sus ar­mas. A veces sucumbo ante sus artimañas: para qué voy a negarlo.

Con su marcha de basuras la veo pasar alegre y salu­dable. La miro entonces al descuido, situándola en todos los perfiles posibles en busca de la reina que pretendía encontrar y no tuve. Quizás, me digo, si a la cara se le cortara algo en este ángulo y se le agregara al otro; si pudiera reducírsele el mentón tan pronunciado; si se le diera otra dirección a los pómulos; si la comisura de los labios se viera más armoniosa; si lograra suprimirse el extravío del ojo derecho; si los senos fueran más reco­gidos; si las caderas tuvieran alguna ondulación; si las piernas fueran menos macizas y más briosas… tal vez el matrimonio me sabría mejor.

Dirá usted que con estas exigencias estoy buscando una obra de arte. No, señor. Simplemente desearía una mujer menos cilíndrica y más espigada, menos coqueta y más insinuante, menos ruidosa y más rítmica, menos carne y más mujer… Y no es que sea muy pretencioso. Me con­formaría con el término medio. Como la esposa de mi ve­cino, que sin ser una belleza es atractiva y apetecible. No será una beldad, pero posee discreto encanto, de­liciosa seducción. En su cara se dibuja la secreta sugerencia que electriza a los hombres. Camina con gar­bo y en sus carnes se mueve la misma tentación.

Mi mu­jer, en cambio… En fin, esto ya no tiene remedio. Y no penetro en detalles ocultos, porque usted puede juzgarme mal. Bien comprenderá que no se trata de codiciar una diosa, pero sí de fabricar otra mujer.

Adivino que usted desea saber por qué, con tantos de­fectos, me casé con ella. ¿Conoce uno acaso su destino? ¿Alguien le garantiza que esta o aquella mujer será la ideal? Otro aguardiente me calentará más el caletre. No me interprete mal, por favor. No soy ningún bebedor con­suetudinario. Es que las tristezas bajan mejor con licor. Apenas me siento chispón, entre lúcido y espontáneo. Es el punto exacto, el del hombre sentimental y sincero. No hay mejor momento del alma, y de ahí no debiera salirse nunca.

Las copas me hacen divagar. Ahora sí voy a contarle las intimidades de mi casorio. Una boda y un casorio son cosas diferentes. Lo mío está situado en el acto deslucido, burdo y hasta risible. ¿Por qué me casé?, preguntará usted. ¡Por interés! ¡Por físico interés! Pero no quiero dañar la historia. Vamos a seguirle el hilo. Escuche con atención.

En la capital tenía yo un puesto im­portante. Pero me mantenía sin un peso en el bolsi­llo. Todo cargo oficial es más de apariencia que de ren­dimiento económico. Esto no me impedía poseer buen carro y expedir cierto aroma aburguesado. Había quienes envidiaban mi suerte. Y en el sexo opuesto, mujeres que me apetecían. Por simpático, bien planta­do y funcionario encopetado, no me era difícil la conquis­ta femenina. Entre diversiones y galanteos, se me iba el sueldo. A duras penas lograba recoger las letras del automóvil.

Un fin de semana, deseoso de novedades, me escapé al pueblo vecino. Iba sin rumbo cierto, pero con presenti­miento de encontrar alguna aventura pueblerina. Mi auto rodaba reluciente por la carretera, con visos de opulencia. Yo lucía fina chaqueta de gamuza, vistosa ca­misa tropical, zapatos lustrosos y, para completar la figura del dandy, no había olvidado las gafas deportivas.

Cuando me detuve en mitad de la plaza, algunos chi­quillos se vinieron en tropel, deslumbrados por el carro suntuoso que brillaba más en un pueblo insignificante. En la esquina se reunió, con increíble rapidez, el grupo de las casaderas, las eternas novias de todas partes en busca de marido. Muy pronto estuve entre ellas, cortejándolas. Me sentía bien en medio de aquellas sencillas muchachas de provincia. A la vuelta del tiempo, más ambientado y convertido en personaje de la localidad, había hallado el sitio perfecto para los fines de semana.

Como aparte de rico, según se pensaba, era delicado con las damas, adquirí prestancia. La sobrina del párroco, la más despierta y risueña, fue la elegida. Me ro­deaba de atenciones y halagos, de finezas y estrategias, hasta que terminamos de novios. Era mi no­via del week end, y esto no estaba mal. Sin ser la mu­jer ideal, significaba buen motivo para pasar momen­tos agradables en sus fincas y respirando aires puros. La vida es más grata, señor, entre árboles, caballerías y jolgorios, que entre deudas y estrecheces.

Podía disculparle la ausencia de mejores contornos femeninos ante la certeza de una buena dote. No la subestimaba como mujer, si era atenta y gracio­sa, cordial y hospitalaria. Mal podía reparar en la falta de armonía de sus pómulos y sus labios, ni en su mirada bizca, que disimulaba con lentes deportivos, ni en la dis­persión de sus senos, ni en el poco atractivo de piernas y caderas.

El noviazgo interesado me hacía gozar la vida. Ella estaba ilusionada con el señorito de la capital a quien veía acomodado e influyente, y yo, con la cándida niña de provincia a quien encontraba provocadora y… hacenda­da. Era una mutua atracción, henchida con las mentiras que se dicen los novios en todos los confines del planeta.

El juego era peligroso, claro está. Así fue como resbalé y caí. El pueblo me casó, señor. Le aseguro que yo no lo hice por mi propia voluntad. Otro trago más y le contaré el resto… Es una confesión sincera, que a nadie he confiado. Créame que le digo la verdad. Le repito que el pueblo entero, con el tío de la novia a la cabeza (o sea, el cura) y el séquito de damas astutas, me puso el yugo al cuello. Las libaciones aquella tarde habían sido más abundantes que de costumbre y en medio de ellas propuse, según di­cen, este matrimonio del que ya no puedo librarme.

Sólo recuerdo vagamente cuando volaban con la novia a cambiarle de traje. El bebedizo que alguien había depo­sitado en mi copa sellaba un matrimonio insólito. Cuan­do pronuncié aquel sí categórico, sentí algo parecido a que me hubieran sacado en hombros por todo el pueblo.

Después desperté en medio de la sed devoradora. Me asusté, y casi grito de horror, cuando una mujer metida en mi propia cama y en ropas ligeras me reía con ojos maliciosos. «Soy tu esposa», me dijo, y me rodeó de mimos. Yo brinqué como un resorte y, prote­giéndome de sus caricias, por primera vez desprecié una mujer. Ella me seguía por el cuarto como gata en celo, y yo, todavía confuso  y ausente de todo deseo, huí como un desesperado. No comprendía lo que había ocurrido. Y juré no volver más al pueblo. Creí haber visto un fantasma, en lugar de la novia recién desposada.

Pero no duró mucho mi evasión, ya que a los pocos días me llegó a la capital, provista de maletas y de la partida matrimonial. La rechacé con decisión. Al fin y al cabo el matrimonio no se había consumado y podía obtener su anulación. Pero el matrimonio, así sea a la fuerza, es algo que lo persigue a uno para siem­pre. Fue más tarde el párroco el que me llegó en busca de diálogo. Tocó mis sentimientos religiosos e in­vocó mi condición de caballero. Imagínese mi desgracia, señor.

—No te conviene exponerte a las murmuraciones –me dijo en tono paternal–. Tu santa mujer ha quedado encinta y así no podrás obtener la anulación.

—¿Encinta… encinta, sin haber hecho yo nada?

—Tenías algunas copas de más y no te acuerdas de lo que hiciste.

Quedé perplejo. Esto era ilógico, pero podía haber sucedido. Días después me trajo una eviden­cia: el médico certificaba el embarazo. Me concentré en mi drama, pretendí fugarme de la realidad, pedí consejos… ¡y siempre tropezaba con una mancha en la conciencia! A la postre triunfó la razón. Le pro­puse que conciliáramos las dudas y los resquemores. Ya no me quedaba otro camino sino el de ser realista.

Pro­curé olvidar mis sorpresas para gozar del amor y de las fincas, como me lo merecía por sacrificado. Cuando nos fusionamos, esta vez para toda la vida, me pareció escuchar un grito jubiloso salido del estómago de la madre, y prometí ante la descendencia que se iniciaba que sería un padre protector y valiente.

La última copa será para que usted me compadezca. Cuando pregunté por sus propiedades, ella calló. Luego se echó a llorar como una magdalena y me dijo que todo había sido men­tira. Una sutil e inocente maniobra femenina para con­quistarme en un pueblo con pocas esperanzas. Me quedé confundido, con deseos de que me tragara la tierra.

Re­accioné cuando ella, a su turno, se interesó por conocer mis bienes, ese ancho capital que yo exponía en nuestros encuentros. Terminamos viéndonos limpios, como Dios nos había enviado al mundo. Esto fue mucho más evi­dente cuando al poco tiempo tuve que salir del carro por no resistir el pago de las cuotas. Reímos entonces con absoluta franqueza y así celebramos nuestra complicidad. Si nos habíamos casado por interés, no podíamos reprocharnos por el mutuo engaño.

La historia no ha concluido. Todo estaría bien encajado, como para una novela feliz, menos la tre­menda duda que desde entonces me persigue. ¿No hubie­ra sido más sensato cerciorarme, por medios distin­tos a los del médico del pueblo, del embarazo? Aquel bebedizo no podía producir total estado de amnesia, ¿no cree usted? Además, hay incertidumbres que cues­ta trabajo revelar. Lo haré con usted. El dilema es serio.

Mi mujer es fea y no despierta grandes arrebatos. Sin embargo, vivo celoso. Escúcheme bien: ¡celoso! ¿De quién? ¡De todos! ¿Quién me garantiza que el embarazo no venía de atrás? Lo cierto es que el muchacho nació a los siete meses de habernos casado. ¡Un lindo sietemesi­no!, murmuraban en el pueblo. ¿Su padre no sería aca­so…? Me refiero al farmaceuta, su pretendiente.

¿Y us­ted está pensando en el otro, verdad? ¡Claro que no hay que descartar al tío, el cura, y que Dios me perdone! To­do es posible. El matrimonio oportuno salva la  deshonra. Desde entonces, y a pesar de los siete hijos que más tarde renegarán de su padre pobretón, las dudas me atormentan. ¿Serán todos hijos míos? Dentro del ma­trimonio consumado cabe también lo ajeno, ¿verdad, señor?

* * *

—¡Rosendito, mi amor! —lo recibió su mujer en la puerta de la casa—. Llegas copetón. Así eres más tierno y cariñoso…

El hombre la miró con expresión estúpida, que en el fondo era también amorosa, y ciñéndola por la cintura la llevó a la alcoba conyugal, donde minutos más tarde roncaba él como alma bienaventu­rada.

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(Del libro El sapo burlón, 1981).
Revista Aristos Internacional, n.° 29, Torrevieja (Alicante, España), marzo de 2020.

Comentarios
(marzo de 2020)

Un relato estupendo. Del humor, a serias reflexiones, pasa por una gama variada de situaciones que además de la picaresca llevan a análisis más serios sobre las vidas humanas. Elvira Lozano Torres, Tunja.

La historia de Rosendito  me ha hecho recordar a don Rosendo Zapata, personaje de mis Cóndores, pequeñito y rechonchito, vendedor de zapatos, que tenía una hija alcohólica y en una borrachera le confundió a don Rosendo las gotas de los ojos con un callicida y lo dejó viendo solo sombras y coreado por los crueles muchachos del parque:  «Rosendito, ¿qué trago le va a dar a Fabiolita para que vuelva a ver?». Gustavo Álvarez Gardeazábal, Tuluá.

Qué gran cuento y qué imaginación. Por supuesto que me distrajo, y fue una distracción con la lectura de un escrito impecable. Mauricio Borja Ávila, Bogotá.

Qué delicioso fue sentarme a leer, cómodamente, en este día de encierro forzoso pero placentero, y haberme encontrado  con Matrimonio consumado, tan agradablemente escrito, que el mismo Rosendito habría sido feliz leyendo sus desventuras. Dije «agradablemente», pero el cuento es mucho más que eso. Tanto, que al leerlo  recordé la fácil expresión de Horacio Quiroga y el salero de nuestro Tomás Carrasquilla. Eso de «no tengo amarguras, únicamente malos recuerdos», o «simplemente desearía una mujer menos cilíndrica», o la niña «provocadora y… hacendada», son frases ingeniosas. Jaime Hoyos Forero, Bogotá.

 

 

 

 

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