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Los destrozos de la selva

lunes, 28 de octubre de 2013

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando en julio de 2008 fue rescatada Íngrid Betancourt de su prisión en la selva después de permanecer seis años en poder de las Farc, dijo que lo que allí hubiera podido ocurrir en el terreno sentimental, allí se quedaba. A partir de ese momento iniciaba una nueva vida. Esto equivale al borrón y cuenta nueva que en determinadas ocasiones es preciso ejecutar para olvidar los actos, disgustos o errores del pasado, y seguir camino adelante como si nunca hubieran existido.

No sé hasta dónde sea posible lavar la mente y la psique para prescindir de los recuerdos incómodos que en el presente caso giran alrededor de las experiencias selváticas que vivió la protagonista. Lo que sí sé es que la selva no es un mundo común, sino un mundo lejano y misterioso, a veces fantástico y otras tétrico, que solo pueden definirlo las personas que allí han morado. Cuando esas personas han estado sometidas a los vejámenes y las torturas de que fueron víctimas Íngrid y sus compañeros de cautiverio, la situación toma contornos mucho más dramáticos.

Antes de caer en poder de las Farc, Íngrid llevaba un matrimonio feliz con su esposo Juan Carlos Lecompte. Así lo sostiene ella en la declaración que dio a la revista Bocas, en la edición de febrero. Pero el amor se acabó en la selva. Diversos factores se interpusieron para que la armonía conyugal se hubiera deshecho en corto tiempo. “Yo lo quería mucho. Él era mi llave”, exclama Íngrid, y revela que un día su ídolo se vino al suelo cuando supo que andaba de novio. Mientras tanto, ella padecía los suplicios de la selva.

Por su parte, Juan Carlos le atribuye una posible infidelidad conyugal durante el cautiverio. La misma Íngrid narra –en su libro testimonial No hay silencio que no termine– algunos vínculos suyos, que podrían considerarse sentimentales, con amigos en desgracia surgidos bajo la tremenda soledad y el implacable desamparo de la manigua. El país recuerda el momento en que los esposos se encontraron después de los seis años de la separación, donde se les vio fríos y distantes.

El amor intenso de sus días felices se lo llevó el viento de la selva. Ante eso, no quedó otra fórmula que el divorcio, que se formalizó en noviembre pasado. Hoy están enfrentados por asuntos económicos, y no de poca monta, ya que Juan Carlos no solo busca el 50 por ciento de los bienes adquiridos durante el matrimonio, sino la misma proporción por las regalías que han reportado los dos libros famosos de su exesposa. Regalías que representan una cifra considerable, ya que por el último de los libros la autora ha recibido más de seis millones de dólares.

Ella, por su parte, rechaza semejante pretensión con el argumento de las capitulaciones que firmaron antes de casarse. “Lo de él es lo de él y lo mío es lo mío”, le dice Íngrid a la revista Bocas. Sea como fuere, lo cierto y deplorable es que el epílogo del romance haya llegado al vulgar terreno de la plata. Como el pleito lo mueven expertos abogados, la reyerta es seria. Y amarga, claro está.

Extinguida la unión conyugal, los destrozos de la selva son evidentes. Esa selva cantada por José Eustasio Rivera –“esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina”– produce en este caso y en otros conocidos, o que se mantienen en silencio, graves desgarros en el alma de las parejas. Cada secuestrado arrastra un drama a veces catastrófico. Las secuelas del secuestro, que suelen quedar en el secreto de los hogares, no respetan siquiera los dominios del amor. Aquí se prueba que el amor no es eterno, por lo mismo que el corazón es incierto e impredecible.

El Espectador, Bogotá, 1-III-2012.
Eje 21, Manizales, 2-III-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 3-III-2012.

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Comentarios:

Su columna me pareció muy bien escrita, como corresponde a un escritor y periodista de su trayectoria. El tema no fue de mi agrado. Ya leímos el libro de doña Íngrid y ya conocimos detalles suficientes del término de su relación con don Juan Carlos. La parte mezquina, y un poco miserable, de las ambiciones de ambos, para mí, carecen de importancia y considero que no son ni noticia ni tema de interés. Gustavo Valencia Garcóa, Armenia.

Eso pasa cuando estas relaciones están pegadas con babas: con la primera dificultad, se rompen, y cada quien le tira la culpa al otro, siendo todos, los culpables de este rompimiento; y si hay dinero o protagonismo de por medio, los dos, o cualquiera de ellos, se sienten con más derecho a opinar o a reclamar, y en ese orden de ideas, le echamos la culpa a la selva, mas no a nuestra relación salvaje. Pachopacho (correo a El Espectador).

Habrá que estar en la ropa de un secuestrado para saber lo que se siente. Por eso yo le perdonaría a Íngrid, pero no esa imagen de subestimación de su pareja. Aunque él reciba mucho dinero, creo que le falta carácter. Tenemos que respetar a las mujeres, pero también a los hombres. Marmota Perezosa (correo a El Espectador).

Creo que las condiciones que se viven como secuestrado en la selva son excepcionales y se debe relativizar cualquier acto o palabra dicha durante este lapso. Dalilo (correo a El Espectador).

Solo agregar la enseñanza bíblica: «El que esté libre de culpa que tire la primera piedra” Rodrigo Otálora Bueno (correo a El Espectador).

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