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Réquiem por las máquinas viejas

martes, 29 de octubre de 2013

Gustavo Páez Escobar

Álvaro León Pérez Franco, que trabajó conmigo en el Banco Popular de Armenia, del que fui gerente durante 15 años, se me había perdido de vista, y ahora aparece en París. Y me sugiere un tema para mi columna: el de las máquinas viejas, descontinuadas en los tiempos modernos, y que fueron en el pasado un eje indispensable de la vida empresarial.

Pérez Franco tuvo que vencer múltiples obstáculos para establecerse en París, a donde llegó hace 22 años sin hablar el idioma francés ni contar con ocupación laboral. Comenzó a desempeñar oficios humildes, aprendió por su propia cuenta el lenguaje necesario para hacerse entender, luego lo superó con cursos dirigidos, y algún día pasó a ejercer sencillo puesto de oficina. Hoy, desde hace diez años, es agente administrativo en un hospital de la zona metropolitana de París. Ejemplo en verdad edificante cuando existe voluntad de superación.

Hablemos de las máquinas viejas. Y retrocedamos cuarenta años, a la época en que trabajábamos en Armenia en la actividad bancaria. Por aquellos días, al lado del escritorio de casi todo el personal estaba instalada la máquina de escribir, y sobre el escritorio, la máquina sumadora. Estos dos elementos eran indispensables para realizar la generalidad de los oficios. Eran los utensilios más comunes del empleado, y sin ellos hubiera sido inconcebible la ejecución laboral. Al ser tan elementales, nadie reparaba en ellos.

Pero 120 años atrás de la última fecha citada –es decir, hacia el año 1850–  el mundo no conocía la máquina de escribir. Todo se escribía a mano. Apenas existía un invento rudimentario. En 1868, Christopher Sholes diseñó la primera máquina de escribir comercial y el teclado que se volvería universal. En 1873 nacía la marca Remington, en la que Pérez Franco elaboraba las papeletas débito y crédito que movían su sección de cuentas corrientes.

O quizás fue la Olivetti, o la Underwood, o la Olympia… Lo cierto es que con el impulso de la máquina de escribir y de la máquina sumadora todo marchaba en el banco. Los cuentacorrentistas, que llamábamos, o sea, los encargados de llevar las cuentas individuales de la clientela, o los empleados de contabilidad, que consolidaban el resultado final de la operación bancaria, estaban provistos de otro tipo de máquinas adecuadas para dicha función. Todas tenían la misma finalidad técnica que le imprimieron sus inventores.

Hacia la década de 1980 comenzaron a sonar clarines de revolución en la vida bancaria que yo conocí: llegaba la época de la cibernética, de los “sistemas” que hoy gobiernan al mundo. Como parte de un conjuro mágico, desaparecieron las máquinas de escribir y las sumadoras. Estos aparatos portentosos que llamamos computadores –íconos de la vida moderna– eran capaces de hacer, solos, lo que hacían muchas máquinas reunidas.

Y comenzaron a suprimirse empleos, ya que los nuevos utensilios de trabajo, sofisticados, inteligentes y veloces, eran aptos para desplazar al hombre. Hasta las secretarias de las gerencias sobraban. Incluso, hasta los gerentes, ya que el computador suministra todas las fórmulas, desde aprobar créditos hasta dar la respuesta pregrabada a cuanto problema, fraude o inquietud se le presente al cliente en su relación con el banco.

No hablan el lenguaje cordial que en épocas remotas era signo distintivo de la banca, pero todo lo resuelven al instante, con solo oprimir un botón, y además en forma irrefutable. Eso sí, no permiten el diálogo. Son omnímodos, pero carecen de sentimientos y cortesía. Saben ciencias exactas, pero no tienen alma. El hombre moderno se ha venido acostumbrando a este despotismo implacable, demoledor, que trajo la era de los computadores.

El mundo se deshumanizó en manos de la tecnología. Como cada vez se inventan nuevos sistemas que es preciso dominar rápido, al vuelo, la carrera hacia la insensatez y la idiotez es imparable. Se acabó la reflexión por culpa del automatismo.

Es aquí, amigo Pérez Franco, donde cabe hacer un réquiem por las máquinas viejas, esas que en forma elemental manejaban la banca antigua. La nuestra, la que no volverá. Las máquinas humanas (la Remington, la Olivetti, la Underwood…) pertenecen ya a un pasado brumoso que es mejor no remover, pues nadie lo entenderá hoy. Sin embargo, nadie nos impide acariciar la nostalgia.

El Espectador, Bogotá, 3-V-2012.
Eje 21, Manizales, 4-V-2012.
La Crónica del Quindío, Armenia, 5-V-2012.

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Comentarios:

No, la tecnología no deshumanizó el mundo, ni hay carrera imparable hacia la insensatez y la idiotez, ni se acabó la reflexión por culpa del automatismo. La tecnología nos ha permitido conocer y abarcar campos que antes eran ilusiones, y nos catapultará a un futuro superior que nos hará ver con asombro y pavor, sin nostalgia, el pasado. Distinto es que los valores e instituciones públicos, sociales, familiares, individuales… per se y frente al entorno, no vayan a la par, por nuestra culpa. Sebastián Felipe (correo a El Espectador).

Es una desgracia que cuando uno va a una empresa a formular un reclamo la respuesta que le dan es: «Lo sentimos, no se puede porque la computadora no lo permite», con lo cual resulta que ya no es el pensamiento el que impera sino la programación de un aparato de estos que decididamente son los que gobiernan a las empresas. Ahí entonces nace lo malo de la sistematización. Jopease (correo a El Espectador).

Me gusta mucho la parte amable que el artículo les pone a las máquinas de escribir. Sonaban muchísimo y hasta ese sonido era agradable a los oídos de las personas, lo recuerdo. Se sabía por eso quién estaba escribiendo. Ahora todo el mundo escribe, pero muy en silencio, pues cada uno está en su mundo, con su computador y sin comunicarse con el resto de la gente. El mejor amigo de cada persona cuando está trabajando es internet y él ni saluda, ni se despide, ni da afecto, ni dice toda la verdad. Fabiola Páez Silva, ingeniera de sistemas, Bogotá.

Excelente la remembranza de las máquinas de oficina antiguas. Mi inicio laboral fue en la Caja Agraria, agencia de Roncesvalles (Tolima), y, claro, las máquinas que usted tan bien describe eran las reinas de la oficina. Su columna tocó las fibras más sensibles de mi nostalgia. Gustavo Valencia García, Armenia.

Estoy de paso por San Petersburgo. ¿Te puedes imaginar cuánto demoraría el envío de estas letras hace unos cuarenta años, cuando tú y yo escribíamos en La Patria en sendas máquinas de escribir? Esta reflexión me la provocaste con tu amena columna sobre las máquinas viejas. Y otras más, que tengo que dejarlas en el tintero porque salgo apurado para una cita con  Catalina la Grande. Fray Rodin.

Hace tiempos me pregunto cómo no va a existir desempleo, con índices tan elevados, si el hombre cada vez está siendo reemplazado por la tecnología. Y seguirá peor. Recuerdo ahora la maquinita de manivela con la que en el Banco Popular de Tunja calculábamos los intereses en cartera, y las madrugadas en balances buscando el  “descuadre»… Pero éramos como veinte empleados, y ahora hay sucursales de ese tipo que funcionan con unos seis. Elvira Lozano Torres, Tunja.

Qué bonito artículo sobre la máquina de escribir. Ella daba la posibilidad de ser nosotras importantes en el trabajo, de tener muchas condiciones de precisión al escribir y presentar trabajos excelentes, siempre con ese característico tecleo en las oficinas. Este recuerdo me causa ahora mucha nostalgia. Ligia González, Bogotá.

En la década del 60 yo estaba vinculado al Bank of America y se usaba, además de la máquina de escribir y la calculadora manual, el télex para giros internacionales cifrados, correspondencia urgente, etc. Su artículo me hace recordar una anécdota: por esa época fui a Quito a cobrar un cheque. El cajero tenía un libraco como de 100 hojas. Cada hoja dividida en 4 partes, cada parte correspondía a un cliente. Le entregué el cheque, se quitó de la oreja un lápiz. A mano, obviamente, fue buscando la hoja del girador, hasta que la encontró. El saldo lo tenía escrito en lápiz, y en agudo acento ecuatoriano me espetó: «no ha de tener fondos, lo tumbaron… siguiente». Jorge Arenas Calderón.

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