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Detrás del suicidio

jueves, 19 de diciembre de 2013

Por: Gustavo Páez Escobar

El mayor detonante del suicidio es la depresión. Hay familias que se acostumbran a convivir con sus enfermos mentales bajo el entendido de que se trata de males llevaderos que se curan solos y no implican ninguna gravedad como para acudir al especialista, y por lo mismo no vigilan el desarrollo del trastorno, el que puede llegar a límites fatales.

Solo cuando sucede una tragedia los parientes se acuerdan de ciertos síntomas que indicaban la progresión del sufrimiento. Y vienen los golpes de pecho, cuando ya no hay nada que hacer. El suicidio afecta a todas las capas sociales y a todas las edades, pero ocurre con mayor frecuencia entre personas que no sobrepasan los 40 años. También involucra a menores de edad, con un registro pavoroso: cada 48 horas se suicida un menor en Colombia.

Nos hemos acostumbrado a leer en los periódicos, casi en forma rutinaria, los casos de personas que se quitan la vida y suponemos que eso les sucede a los demás y no a nosotros mismos. Sin embargo, es difícil hallar una familia donde alguno de sus miembros no haya perpetrado este desenlace macabro. El suicidio será siempre un hecho estremecedor, por el impacto que produce el saber que una persona ha sido capaz de eliminar su propia existencia, el mayor don de la vida.

Se presentan diversas causas que desencadenan el desequilibrio mental y se tornan explosivas, como las crisis económicas, el desempleo, los conflictos de pareja, las enfermedades graves, el desacomodo en la sociedad o en la familia, el desamor, la drogadicción, el licor, el hastío de vivir… Estas alteraciones carcomen el alma, disminuyen el entusiasmo y deterioran la salud física. A la postre, desembocan en la depresión.

La ola de suicidios es creciente y debe alarmarnos. Es un problema social que está incrustado en el ambiente, en la vida cotidiana, en la intimidad del hogar, en la reconditez del alma. La sociedad se estremece cada vez que una persona se lanza al vacío desde un edificio, o se dispara el arma de fuego, o ingiere el veneno, o se ahorca en el interior de su vivienda. Estos cuadros petrifican el espíritu y acongojan el sentimiento.

Leo al vuelo esta noticia que pinta el drama lacerante que se repite aquí y allá, cada vez con mayor asiduidad: “La semana pasada un estadounidense pensionado decidió lanzarse del séptimo piso de la Clínica Farallones, otro hombre se lanzó de un quinto piso de un centro médico en el norte de la ciudad y una mujer se tiró del séptimo piso de una de las torres del Hospital Universitario del Valle”.

Como dice Piedad Bonnet en su conmovedor libro Lo que no tiene nombre, que escribió con dolor y duro realismo a propósito del suicidio de su hijo Daniel –que se lanzó desde un edificio de Nueva York–, la persona que escoge este tipo de muerte lo hace con sentido de liberación. Se tira al vacío (suicidio por impulso) con la creencia de que de esa manera alza el vuelo y redime el espíritu y el cuerpo de la angustia insufrible que lo agobia.

Una sola vez he visto a un suicida, y en la funeraria me impresionó, me desconcertó y al propio tiempo me maravilló el ver dibujado en su rostro un gesto de serenidad. Hoy puedo pensar con Piedad Bonnet que para el enfermo crónico que no encuentra salida para su mal, el suicidio significa un deseo irreprimible de romper las cadenas de su esclavitud.

Este discurrir truculento de la vida suele dejarse avanzar durante años, unas veces por incuria personal o de la familia y otras por falta de atención médica. Muchos pacientes no tienen recursos para el tratamiento siquiátrico. En cualquier forma, se trata de un problema grave de salud pública que desestabiliza la paz de los hogares y perturba la vida nacional.

El Espectador, Bogotá, 25-V-2013.
La Crónica del Quindío, Armenia, 25-V-2013.
Eje 21, Manizales, 25-V-2013.
Red y Acción, Cali, 25-V-2013.

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Comentarios:

Murakami dice que la muerte no es lo contrario de la vida sino que hace parte de ella. El suicidio siempre va a estar ahí en nuestra sociedad, pero lo que me alarma es el de los menores. De esos suicidios somos más responsables. Una manera de evitar que los niños piensen en quitarse la vida es dejar el morbo y el amarillismo de andar publicando esas noticias de suicidio. Debería guardarse más discreción. Aparte, discrepo de que todo deba resolverse con medicamentos siquiátricos. Gaturria (correo a El Espectador).

El suicidio sigue siendo un misterio de la vida. ¿Qué tiene en la mente una persona que da el paso final? Debe haber pasado la línea del desespero. El hijo de una de mis amigas colombianas se tiró de un séptimo piso aquí en Nueva York. Era un gran chico y había terminado una carrera, pero acabó en depresión. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

¿Para qué intentar prolongar la vida de quien sufre? Esa pregunta me la he hecho toda la vida, y ahora en la vejez sí que más. El suicidio es el arma que la naturaleza nos dio para cortar de un tajo el sufrimiento. Gardeazábal, Tuluá.

El suicida deja un reclamo y un problema de conciencia para quienes lo rodean y para la sociedad en general. En el caso de la señora Bonnet, aprovechando su nivel cultural y para bien de las nuevas generaciones, lo menos que debe hacer es un debate sobre qué fue lo que falló. ¡Nadie es inocente! Marmota Perezosa (correo a El Espectador).

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