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Laura Victoria, sensual y mística

viernes, 3 de diciembre de 2010

Por: Gustavo Páez Escobar

(Homenaje a Laura Victoria en la Academia Colombiana
de la Lengua, con motivo del centenario de su nacimiento)

Comenzando el siglo XX, en Soatá, pintoresco municipio boyacense con alma agreste y sabor de dátil, nace una poetisa, el 17 de noviembre de 1904. Caso insólito en un país destrozado por las guerras civiles que siguieron al grito de la Independencia, y herido por el morbo de la política sectaria, éste de brotar una flor delicada en medio de asperezas. Colombia era entonces territorio de rústicos caminos y limitados ensueños, con más espacio para el arado y la contienda bélica, que vocación para el cultivo del verso.

Laura Victoria llega al mundo en cuna de noble estirpe, envuelta en edredones y cortejada por voces de sirena. El prestigioso abogado Simón Peñuela, su padre, combatiente de escaramuzas en la hoya del Chicacamocha y al mismo tiempo lector apasionado de los libros de la Revolución Francesa, nunca llega a pensar que su hija será escritora. El canónigo Peñuela inculca en su sobrina el acatamiento rígido de las costumbres imperantes, que él acaudilla como pastor de la Iglesia Católica y vocero de su partido, ambigüedad propia de aquellos tiempos.

Ante los ojos de la niña se levanta un muro insuperable: de una parte está la autoridad eclesiástica de su tío, cuya voz y acción enérgica se hacen sentir en todo el departamento; y de la otra, la figura protectora de su padre, que comulga con las ideas liberales que le llegan de ultramar. Los libros que éste lee están prohibidos por la Iglesia, y su hermano, el canónigo, los censura con furiosos anatemas.

A los cinco años de edad inicia en el pueblo el estudio de las primeras letras. De diez años es matriculada en el Colegio de Hermanas Terciarias de Boavita. Dos años después es matriculada en el Colegio de la Presentación de El Cocuy. Las nieves eternas penetran en su alma con ráfagas de soledad. Apenas es una niña. Su madre, que se ha ido para Bogotá a hacerse practicar una operación quirúrgica, no ha regresado. El crecimiento de la niña, en este vagar de pueblo en pueblo y en este despertar traumático de las primeras emociones, pesará para siempre en el corazón adulto de la poetisa.

El ambiente del hogar y de la comarca trae confusión a la futura cantora del romanticismo. Cuando ella tiene capacidad de pensar, se rebela contra las convenciones y las falsedades sociales. Un día el canónigo pone el grito en el cielo cuando lee el primer verso erótico, y la llama la “loca de la familia”. Démosle la razón, ya que en aquella época la mujer era solo de la casa y le estaba prohibido expresar sus ideas.

En el pueblo se habla de la selecta biblioteca de Simón Peñuela, hombre de letras y de vasta cultura, que induce a su hija a leer los tesoros que guarda en sus archivos. Así despierta la mente de la joven hacia el hallazgo de los grandes maestros de la literatura francesa.

Por último, pasa a estudiar al Colegio de la Presentación de Tunja. Allí queda bajo la protección del canónigo, que goza de prestigio como historiador y polemista y que por sus dotes pedagógicas ha sido nombrado rector del Colegio de Boyacá. La familia Peñuela tiene señalada prestancia tanto en Boyacá como en el país. Otro hermano del religioso, el ingeniero Sotero Peñuela, ocupa el cargo de senador de la República y más tarde será ministro de Obras Públicas. Rómulo, graduado en la Sorbona de París, goza de prestigio como médico y está casado con la marquesa Sara del Castillo.

Por el lado materno, uno de los antecesores de su madre es Sebastián de Eslava, virrey de Nueva Granada, que se hizo famoso por haber causado la derrota de los ingleses en el ataque a Cartagena en 1741. A esta rama pertenece también la familia Villarreal, que contará con figuras notables, como la de Camilo Villarreal, jefe político de Soatá, y la de José María Villarreal, gobernador del departamento, ministro y diplomático.

Laura Victoria nace a la vida del verso cuando las mujeres en Colombia no hacían versos. A los 14 años escribe en Tunja su primer poema amoroso en el colegio de monjas, y esto escandaliza a sus compañeras. El siguiente poema, para sacarlas de la duda, es un acróstico dedicado a la más escéptica.

Su vida se volverá una novela. Novela apasionante, manejada por el triunfo y el fracaso, el aplauso y el olvido, la disipación y el recogimiento. Su figuración en la poesía y en la sociedad es sorprendente. Investigando estos entresijos, aparecieron para el biógrafo episodios ocultos de una fantástica leyenda de amor -que es la vida toda de la poetisa-, hitos que hay que saber buscar en su obra literaria.

Esta biografía es, además, un libro de reconocimientos. Un libro-testimonio. Escritores y personalidades que rozaron la vida de la poetisa contribuyen a marcar el perfil de los tiempos idos. Esas personas resurgen hoy para darle vivacidad a la historia. El personaje más importante para ella es su hija Beatriz -la célebre Alicia Caro del cine mejicano, protagonista estelar de La vorágine-, su compañera y confidente de todas las horas.

Luego de varios romances, aparece en su vida el ingeniero Eduardo Segura Archila, integrante de una comisión que va a trazar la carretera entre Soatá y Boavita. Tras un año de idilio, se casan. Y comienzan a llegar los hijos. Su amor por ellos se vuelve la luz cenital de su existencia, y a través de tiernos poemas maternales expresa los más puros afectos de su corazón.

Establecida la familia en Bogotá, se inicia para la soatense una larga cadena de sucesos. Su vocación literaria, hasta entonces desconocida y titubeante, encuentra en la capital del país el escenario preciso para levantar vuelo por los cielos de la poesía. En la casa silenciosa que ocupa en la carrera 13 con calle 62 comienza a relacionarse con destacadas figuras de las letras. Sus primeros versos despiertan interés en los círculos literarios, donde se habla de una revelación. Se trata de una fina entonación lírica con acento sensual, que ennoblece el sentimiento humano como nunca antes lo había hecho otra mujer, y de paso provoca una revolución en la literatura colombiana.

Ella ha descubierto el territorio libre de las emociones. Sabe que por encima de su ilustre apellido y de la censura social o eclesiástica está su derecho a ser escritora. Ese es su destino. Vino al mundo para pulsar en su lira la pasión amorosa, connatural al hombre como lo es el agua a la sed. Su corazón de fuego es receptivo a lo más sagrado que tiene el ser humano: el amor.

Despega en un escenario grande, pero debe luchar contra las críticas de la gente retrógrada, si bien son muchas las personas que aplauden su osadía y su fibra romántica. Esta mujer inesperada escandaliza con sus poemas a la pacata sociedad, por expresar el lenguaje ardiente del amor. Colombia no estaba preparada para este acontecimiento. A Laura Victoria hay que considerarla, sin duda alguna, como la abanderada de la emancipación femenina en Colombia.

La salida de su primer libro, Llamas azules, constituye en 1933 todo un suceso editorial. Libro que se agota en ocho días. Se reedita y vuelve a agotarse. El éxito es arrollador. El país se pone de pie para escuchar la palabra iluminada. Las correrías líricas se suceden unas tras otras en ciudades diversas, tanto de Colombia como del exterior. Juan Lozano y Lozano escribe en la revista Política: A la poesía femenina de la América Latina ha aportado Laura Victoria muchas notas originales: un hondo acento de pasión, una versificación fluyente y cristalina, extraordinarios acentos de expresión y una delicadeza magistral de gran dama.

La pasión que corre por sus venas viene de ella misma. Emana de la mujer, porque Dios creó el género humano con alma y sentimientos. Algunos censores despistados confunden el “divino soplo de la sangre”, de que habla Rafael Ortiz González, con la acción pecaminosa. Vuelven obsceno lo que es diáfano. En la serena capital de trescientas mil almas que es Bogotá por los días en que Laura Victoria inicia su carrera literaria, el poema En secreto repercute como una explosión en el ambiente recoleto de la urbe.

A partir de 1933 su fama vuela como un meteoro. Y recibe los aplausos más calurosos de su carrera. Es la mujer fulgurante que vive en los jardines del elogio y en los cielos de la fascinación. Eduardo Segura Archila, introvertido y suspicaz, termina hastiado de la vida huidiza de su consorte. Un día le dice que debe alejarse de los poetas y abandonar las tertulias y los recitales. Pero ella no puede renunciar a la poesía. Es su razón de ser. Las grietas del desamor comienzan a horadar la relación conyugal.

Numerosos amigos y simpatizantes surgen en sus días gloriosos. Todos quieren conocerla, tenerla cerca, obtener algún miramiento suyo. Grandes personajes de las letras, la sociedad y la política integran la nómina egregia. Se le denomina la “amada ideal” de la poesía colombiana. Guillermo Valencia declara: “En su manera de escribir no hay artificio, ni rebuscamiento, ni alarde ni falsía, ni engañosos brillo, ni tortura de formas: es el libre fluir de la vena poética”.

La cadena de triunfos termina en 1938. Este año le propina serios reveses. Representa el final de sus giras y le da fuerte viraje a su existencia. Varios golpes la derrumban: la separación conyugal, la lucha por sus hijos, la muerte de su madre, la huida a Méjico. El destino ha destrozado su gloria. El recuerdo de su marido se vuelve glacial, estremecedor. Desde el barco contempla el mar rugiente, y a lo lejos una gaviota se pierde en la inmensidad. El mar y la gaviota: dos símbolos para el poema que no ha escrito. Más tarde ese poema dibujará el estado de su alma herida por la soledad y la ventisca.

El mes de febrero de 1939, cuando desembarca en Acapulco, significa el comienzo de una nueva vida. Huyendo de su marido, llega a Méjico con un objetivo claro: proteger y educar a sus hijos. Ha logrado un puesto diplomático gracias al cual podrá subsistir. Luego se vincula al periodismo, labor a la que se dedica por más de veinte años. Cuando desea regresar a Colombia, ya no es posible. Ha echado tan hondas raíces en el suelo azteca, que no le resulta fácil alzar el vuelo. Su arraigo allí es poderoso, pero su alma gira alrededor de su tierra colombiana.

La dama refulgente, que tanto había amado con sus versos de fuego, un día se detiene cual otro Alberto Ángel Montoya y se encuentra con Cristo. Cual otra Teresa de Jesús, o Juana de la Cruz, o Francisca Josefa del Castillo, se va detrás de la vida contemplativa y se sumerge en los temas bíblicos. ¿Desde cuándo siente la vocación mística? Desde el momento en que se desencanta del mundo y sus vanidades. La “cortesana”, como ella misma se nombra en sus versos, se detiene y se va detrás del Salvador de almas. La pecadora queda embelesada cuando oye el toque de la oración, y se dice que sus caminos están desviados.

En 1963, el doctor Guillermo León Valencia, presidente de Colombia, la nombra agregada cultural en Italia, misión que se prolonga por tres años, hasta febrero de 1966, cuando regresa a Méjico. Valencia, captando la fibra mística de su amiga, sabe que llevarla a Roma es el galardón preciso que la hará sentir en el corazón de la cristiandad.

Su palabra febril recorre todos los senderos de la poesía, desde el soneto hasta el verso libre. Su obra está manejada por la armonía de la expresión y la fulguración de las metáforas, y sus cantos son aromas que excitan el deseo y fortalecen el alma. Su biografía, que hoy tengo el honor de presentar en la Academia Colombia de la Lengua, es un tratado de los sentimientos. Cuando me propuse escribirla, la primera idea que me brotó, aparte de rescatar del olvido a esta mujer admirable, fue la de incursionar en las experiencias que ofrece su vida en el plano sentimental, para extraer temas de reflexión sobre el amor.

Es una vida tan rica en sucesos, que se vuelve inabarcable. Vida que posee ingredientes de aventura y suspenso, pasión y entrega, dolor y desengaño. El amor enriquece la existencia del personaje y vuelve fascinante su obra. El amor es inevitable, porque el hombre nació para amar. Perder el amor, o degradarlo, o ajarlo, es lo mismo que envilecer la dignidad humana. “Ama y haz lo que quieras”, dijo San Agustín. Es decir, ama y engrandécete, ama y conquista el mundo, ama y encuéntrate con Dios. El amor une, el desamor destruye.

En España, Montaner y Simón le edita en 1960 el libro Cuando florece el llanto. Hermosa edición, tanto por la maestría editorial como por el contenido poético. Han pasado 22 años desde el último poemario. Ahora sus cantos son melancólicos y expresan acentos de soledad y olvido. Con Crepúsculo (1989) finaliza su obra poética. El título lo dice todo: crepúsculo es el tiempo en que el sol se oculta y comienzan a entrar las sombras de la noche.

Y es, en la vida de Laura Victoria, el período donde aumenta la tristeza con ráfagas de frío. Ya su nombre no se menciona en Colombia, y a los pontífices de las letras no se les ocurre difundirlo. Admitamos esta cruel realidad: los 65 años de ausencia de la patria han borrado sus rastros.

La Academia Colombiana de la Lengua la eligió académica correspondiente en la sesión del primero de junio de 1998, atendiendo la solicitud presentada por Dora Castellanos. Y aprovechando un viaje de Maruja Vieira a Méjico, la entidad la comisionó para hacerle entrega del respectivo título, acto que se realizó en el apartamento de la poetisa, donde su familia le celebraba los 95 años de vida.

Deseo contar cómo se llevó a cabo la escritura y edición de la biografía que sobre ella escribí, que lleva por título Laura Victoria, sensual y mística. El primer contacto que tuve con la poetisa ocurrió en 1985, por medio de una carta donde le expresaba mi admiración por su obra y la extrañeza porque su nombre se hubiera silenciado en el país.

Ella me contestó con una sentida manifestación de pesar por su lejanía de la patria y por la dificultad, casi insalvable, de su regreso, dadas las hondas raíces que ya había echado en Méjico. Añoraba su propia tierra, sus paisajes, su gente. Recordaba su época de gloria en los años 30, cuando revolucionó la literatura colombiana con su poesía erótica. Y evocaba a Soatá, nuestro pueblo.

De pronto aparecía yo como un eco lejano de Soatá y de Colombia, y esta circunstancia le produjo al mismo tiempo sorpresa y regocijo. Le entusiasmaba, por supuesto, que en mi carácter de escritor, y no obstante la diferencia de años que nos separaba, me ocupara de su nombre y de su poesía, cuando sus propios coterráneos la habían relegado al olvido y apenas quedaba un pequeño círculo de amigos que hablaban de ella de tarde en tarde.

Nada fácil resultaba escribir su biografía, tanto por la distancia con los sucesos que la llevaron a la celebridad, como por la falta de documentos o referencias que facilitaran dicho propósito. Después de leer todos sus libros y obtener datos dispersos sobre su itinerario humano, me impuse la tarea de escudriñar mayores testimonios que ampliaran mi visión sobre esta vida extraordinaria.

Como parte de la investigación, le hice un reportaje extenso, que fue publicado en un periódico bogotano. En 1988 viajé a Méjico en compañía de Astrid, mi esposa, y durante 15 días tuve con la escritora amplias tertulias sobre el objetivo que perseguía. Cuando años después le manifesté, de manera formal, que quería escribir su biografía y le pedí que me facilitara el mayor acopio posible de documentos, cartas, fotografías y recortes de prensa, accedió gustosa a mi deseo.

Terminada la obra, resaltó ante mis propios ojos el perfil cabal de la gran dama que deseaba rescatar del olvido. En este trabajo ha quedado retratada en cuerpo y alma, así lo espero, la mujer valerosa y la brillante poetisa que se fue contra las hipocresías sociales y la esclavitud femenina de su época, y que con sus poemas ardorosos estremeció el sentimiento de los colombianos y llevó en alto el nombre de Colombia por toda América.

El libro fue puesto en manos de la Academia Boyacense de Historia. Su edición quedaba sujeta a la provisión de recursos por parte del gobierno departamental. Meses después, Javier Ocampo López, presidente de la Academia, me llamó con urgencia para contarme que la noche anterior se había soñado con Laura Victoria, y que ése era un signo para apresurar la publicación de la obra.

Desde entonces la idea del libro se convirtió en una obsesión para el patrocinador y, desde luego, en dulce esperanza para el escritor resignado al calvario de las ediciones. Días después, ¡oh milagro!, el acariciado proyecto veía la luz en la editorial ABC de esta ciudad.

Y cinco meses después, Laura Victoria fallecía en Méjico, faltándole medio año para cumplir el centenario de vida. Murió con la dicha de haber saboreado, en amorosas y detenidas lecturas que le hacía su hija Beatriz, las páginas de su propia vida, forjadas con empeño y afecto por su paisano y amigo, como tributo a su mérito.  Puede decirse que Laura Victoria murió leyendo el libro que hoy se presenta en este homenaje. Homenaje entrañable a la gran poetisa de antaño, donde de paso se evocan nuestras propias raíces vernáculas y se exaltan los valores de la cultura nacional.

En el justo reconocimiento que le tributan a Laura Victoria la Academia Colombiana de la Lengua y la Academia Boyacense de Historia, nos hemos reunido este grupo de amigos de la cultura; de escritores, académicos, poetas y periodistas; de representantes de Soatá y Boyacá, para conmemorar el centenario de su nacimiento, ocurrido el día de ayer, y refrendar nuestra admiración hacia la poetisa más famosa que tuvo Colombia en los años treinta del siglo pasado. Figura ilustre de las letras nacionales, de las letras boyacenses y soatenses, cuyo nombre merece los honores de la patria.

Bogotá, 18 de noviembre de 2004.

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