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Tesoros legendarios

martes, 29 de marzo de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de las pasiones del historiador, ensayista y académico Javier Ocampo López es la del folclor nacional, tema sobre el que ha escrito alrededor de diez obras. Su amplia cultura y sed de descubrimientos lo han llevado a investigar con reflexión, para luego decantar en textos eruditos, el inmenso patrimonio que en el campo de las tradiciones, la leyenda y el mito ofrece la historia colombiana. Muy pegado a esta materia, y ya en el ámbito universal, se ubica su libro Tesoros legendarios de Colombia y el mundo, que hoy, con el sello de Plaza & Janés, ve la luz en este escenario.

Antes de hacer un esbozo sobre esta obra extraordinaria, deseo destacar la personalidad de su autor como fabricante de ideas y trabajador incansable de la Historia, las letras y la cultura nacional. Nacido en el pintoresco municipio de Aguadas, al norte del departamento de Caldas, Ocampo López llega a Tunja hace cerca de medio siglo con el plan de cursar estudios en ciencias sociales en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, y en Boyacá echará hondas raíces.

Esta larga permanencia en la tierra boyacense solo se ha visto interrumpida con motivo de su doctorado en Historia y su especialización en Historia de las ideas en América Latina, títulos obtenidos en el Colegio de Méjico y en la Universidad Autónoma de Méjico. Allí tuvo el privilegio de ser alumno del filósofo José Gaos, discípulo de Ortega y Gasset. En Tunja, ciudad de sus querencias y sus realizaciones, ha cumplido tesonera labor en torno a la idiosincrasia del pueblo boyacense, sobre todo en lo que tiene que ver con sus valores humanos y culturales, sus costumbres y creencias, su proceso histórico y sus raíces terrígenas.

Su obra literaria es caudalosa, y no se sabe de dónde saca tiempo para ser a la vez profesor universitario, presidente de la Academia Boyacense de Historia, miembro asiduo de la Academia Colombiana de Historia, de la Academia de la Lengua y de otras instituciones, y como si fuera poco, fecundo y atildado escritor. Sus libros sobre Boyacá, de tan variados enfoques y ricos escrutinios, han penetrado en lo más hondo del alma boyacense, que él ha explorado con insomne devoción y ha magnificado con su noble estilo.

Ocampo López recibió el primer germen cultural en su Aguadas natal, población que sobresale en Caldas por la abundancia y eficiencia de sus planteles educativos, y lo explayó en Tunja, ciudad espiritual por excelencia, que lo acogió como hijo adoptivo por su identidad con las causas regionales y su desempeño ejemplar en la vida cívica y cultural.

Tesoros legendario de Colombia y el mundo ha de convertirse en una obra clásica por la pormenorizada indagación que presenta sobre los grandes tesoros –muchos de ellos convertidos en mitos y leyendas– de que es rico el planeta, y en forma particular, Colombia. Para elaborar este inventario histórico, el autor se ha basado en extensa bibliografía que entró a enriquecer su sabiduría sobre la materia. Con datos y análisis rigurosos, cada capítulo de este recorrido se convierte en una real incursión por los caminos de la fantasía, que en muchos trechos hacen surgir los misterios encantados de Las mil y una noches.

Con un telón de fondo, cual es el de la riqueza mágica, cada tesoro escrutado adquiere cierto enigma de embrujo que gira entre la verdad oculta y la quimera fascinante. Los pueblos, desde sus más remotos orígenes, crearon sus propias versiones alrededor de las riquezas escondidas, y el habla popular se ha encargado de transmitir esas creencias de generación en generación, hasta crear verdaderos paraísos de ensueño. Todos, alguna vez en la vida, hemos soñado con un tesoro. De ahí a poseerlo hay mucha distancia, lo que no se opone a que en ocasiones nos sintamos ricos y poderosos con solo husmear las páginas de la Historia.

No es que Javier Ocampo nos pinte mundos irreales, ya que la mayoría de esas fortunas existieron y existen, sino que valiéndose de las artes del ensayista y del historiador toca en los baluartes de la antigüedad para buscar la realidad encerrada entre los murallones del tiempo. Por tesoro se entiende una colección de monedas, artículos de oro, piedras preciosas y otros objetos de gran valor guardados en cofres, arcas, baúles y recipientes diversos. Lo mismo pueden estar enterrados en las cimas de las montañas que en las llanuras o en las riberas de los ríos. Algunos yacen en la profundidad del mar, como sucede con los galeones hundidos, o reposan en una isla desierta o en alguna brecha incógnita.

En su búsqueda, el hombre ha gastado miles de años; ha librado cruentas batallas; ha destruido su sosiego y salud, y casi nunca los ha encontrado. El afán de oro corroe el alma humana desde los propios inicios del mundo y la vuelve víctima de la codicia. Grandes riquezas, gran esclavitud, dijo Séneca. Pero el hombre, ambicioso por naturaleza, no se detiene. El oro, que es el mayor elemento de poder, belleza, fulgor y fortuna, lo deslumbra y lo obnubila.

Ocampo López describe en su obra 53 tesoros legendarios: 41 de Colombia y 12 de otros lugares del mundo. Con estilo ameno, intenso y certero, conduce al lector por estos episodios fantásticos en los que el apetito de riqueza y poderío ha erigido monumentos al becerro de oro, representado en diferentes formas y siempre con el común denominador de la fortuna fabulosa.

Un pasaje de la Biblia narra la escena en que Moisés, al descender del monte Sinaí para hacer entrega del decálogo, encontró a los israelitas en acto de adoración del becerro de oro. Desde entonces, el hombre no ha hecho otra cosa que inclinarse ante la riqueza. Ambiciones, guerras entre familias y entre pueblos, tragedias, sangre, esplendor y ruina se deslizan por las páginas del libro que hoy entra en circulación, todo lo cual resulta un calco de la condición humana.

En el plano internacional, resaltan los tesoros de los reyes Salomón, Creso y Midas, y los de las culturas maya y azteca, entre otras riquezas asombrosas. Y en el ámbito nacional, el itinerario abarca todo el mapa de la patria. Aquí están representadas la Orinoquia y la Amazonia, con tesoros como lo del Metha, Manoa o Caribabare, con Furatena, el Venado de Oro, el Pozo de Donato, Suamox o la Cueva de Cachalú; el Occidente, con Pipintá, Nutibara, Ingrumá, la Cultura Quimbaya o la Montaña de Oro; la Costa Atlántica y el Caribe, con el pirata Morgan, el corsario Drake, Castilla de Oro o la Montaña de Murrucucú.

Salomón, rey de Israel, fue dueño de inmenso capital formado con piedras preciosas transportadas desde el Ganges y el Cáucaso. Estos depósitos eran monumentales, y cada vez crecían más con nuevos cargamentos traídos del Oriente. Cuentan las crónicas que los escudos de la corte estaban cubiertos de oro, y el vino lo bebía en copas del mismo material. Un día fue a visitarlo la reina de Saba, atraída por la sabiduría y la fama del monarca, y de regalo le llevó tres toneladas de oro y piedras preciosas. Salomón, durante sus cuarenta años de mandato, atesoró una de las riquezas más desmesuradas de todos los tiempos, y acaso su fortuna fue superior a su sabiduría.

Creso, rey de Lidia, fue otro de los magnates más renombrados de su tiempo. Su reino estaba constituido por ricas minas de oro y por las rutas comerciales hacia los puertos egeos. A él se debe la primera acuñación de monedas en la economía mundial, las que hizo elaborar para la realización de los negocios. Su gobierno trajo el mayor esplendor a Lidia y su nombre pasó a la posteridad como sinónimo de potentado en el más alto sentido del término.

Es bien conocida la leyenda que se atribuye el rey Midas sobre la facultad que le otorgó Dionisio para convertir en oro  todo lo que tocara. Se dice que un día el rey desgajó la rama de un árbol, y otra vez tocó unas espigas, objetos que de inmediato se volvieron de oro. Cuando se llevó las manos a la cabeza, esta también se convirtió en oro. Como esto parecía más una maldición que un privilegio, rogó a su protector que lo librara de dicho poder, ante lo cual Dionisio le manifestó que debía sumergir la cabeza en las aguas del río Pactolo. Hecho lo cual, perdió el hechizo, pero desde entonces las arenas del río fueron de oro.

El tesoro de Tutankamón, encontrado en 1922, es, como los anteriores, otro de los más colosales de la historia mundial. A este tesoro podemos aplicarle el epíteto de faraónico, por asociación con el título de faraón que se daba a los antiguos reyes de Egipto, quienes fueron célebres por el derroche de lujos y riquezas, lo que dio lugar a que el término faraónico llegara a adquirir el significado de “grandioso, suntuoso”. Los sarcófagos que guardaban los restos descubiertos de Tutankamón y otros faraones estaban revestidos en oro con incrustaciones de piedras preciosas, y en piezas adyacentes aparecieron infinidad de objetos de valor incalculable, entre ellos un sarcófago antropomorfo de dos metros de longitud y cien kilos de oro macizo, al que se encadenaban otros sarcófagos con las mismas características.

En América, con la llegada de los conquistadores se cometieron los mayores despojos de las riquezas que poseían los indígenas a lo largo y ancho del continente. Ellos relacionaban el oro con los destellos del sol, y con ese espíritu religioso fabricaban sus figuras artísticas y elementos caseros personales de gran magnificencia. Luego, al comenzar el pillaje voraz, los escondieron en cuevas y otros lugares estratégicos, sobre todo en las guacas o sepulturas depositadas bajo tierra.

Verdaderos artesanos en el arte de la orfebrería, armaron una de las fortunas más valiosas del mundo. Eran amos y señores de sus minas de oro y otros minerales, hasta que llegó el invasor e implantó la época del saqueo y la muerte. Con el patrimonio indígena se llenaban en Europa las arcas reales y crecía la bolsa personal de conquistadores y piratas.

En suelo colombiano, los españoles arrebataron a los nativos sus objetos de oro y sus piedras preciosas, quemando sus templos y saqueando sus guacas. Terreno fértil para la riqueza aurífera, las minas se extienden por gran parte de nuestra geografía y han causado innumerables conflictos entre pobladores y mercenarios.

Lo mismo sucede con las esmeraldas, en el occidente de Boyacá (drama decantado por Fernando Soto Aparicio en su novela estelar (La rebelión de las ratas), o con las perlas, en el mar Caribe.

En Aguadas, pueblo montañoso situado a 126 kilómetros de Manizales, se levanta el monumento a Pipintá, cacique de los indios armas, que eran famosos por sus grandes posesiones de oro. Estaban considerados como los nativos más ricos del occidente colombiano. Al ser perseguidos por los españoles, ocultaron sus riquezas en las cuevas, los desfiladeros, los abismos de las montañas o las orillas de los ríos, y el enemigo no pudo localizarlas. Ante esa situación, los españoles utilizaron el recurso bárbaro de la mutilación, que no les dio ningún resultado y, por el contrario, enardeció más el ánimo guerrero de los indígenas.

Mientras más los destruían, más resistencia presentaban, hasta que a la postre la tribu quedó extinguida, y la inmensa fortuna –bautizada por los españoles como el Tesoro de Pipintá– nunca apareció. Se esfumó como por arte de magia. Dice la leyenda que el tesoro fue escondido en tierras del Quindío, donde, al iniciarse la colonización antioqueña en mitad del siglo XIX, los colonos comenzaron a encontrar grandes sepulturas de oro y piedras preciosas.

Toda una epopeya se oculta en esta página del ayer legendario de Colombia. Maravillosa historia sobre la fulguración y la defensa del oro en el territorio conformado por los departamentos de Caldas, Risaralda y Quindío, lo mismo que sobre la heroicidad de un pueblo que prefirió la muerte a la entrega de sus joyas sagradas.

Se me ocurre pensar que Javier Ocampo López recibió de su ilustre coterráneo el cacique Pipintá, corajudo combatiente contra la usurpación española, el primer soplo de inspiración para lanzarse a la búsqueda de los tesoros legendarios que hace resplandecer en esta fantástica antología del oro universal.

17ª Feria Internacional del Libro
Bogotá, 24 de abril de 2004.

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