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Archivo para martes, 29 de marzo de 2011

Bolívar en el Quindío

martes, 29 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El periodista y escritor quindiano Miguel Ángel Rojas Arias dice lo siguiente en La Crónica del Quindío, dentro de los actos conmemorativos del Bicentenario de la Independencia: “En verdad, el Quindío tiene poco para conmemorar, pues para la fecha del grito libertario el departamento no existía, ni tampoco habían fundado los pueblos que lo componen en la actualidad, cuya colonización se empezó un poco antes de la segunda mitad del siglo XIX”.

Recuerdo, a propósito, la comisión que en 1983 nos asignó el gobernador del Quindío, Rodrigo Gómez Jaramillo, a Josué López Jaramillo, gerente del Banco de la República en Armenia, y al autor de esta nota, gerente del Banco Popular, para que investigáramos el paso de Bolívar por el Quindío. Con dicho motivo, escribí un artículo en El Espectador, el 29 de agosto de 1983, donde doy cuenta del resultado de aquella misión:

“Nos desplazamos por los límites de Salento, el único municipio quindiano que cuenta con el privilegio de las huellas de Bolívar. Antes de Salento queda la zona de Boquía, lugar edénico por su majestuosa topografía y sus árboles centenarios, donde la historia sitúa la posada Barcinales, en la que pernoctó el héroe andariego. Esto sucedió a comienzo de enero de 1830, o sea, el mismo año de su muerte. Era ya un hombre cansado y abatido por la ingratitud de sus amigos. Para cumplir nuestro cometido, comenzamos a recorrer el llamado Camino del Quindío, que era el paso obligado de los Andes hacia Ibagué y Bogotá.

“Preguntando de casa en casa y de fonda en fonda, al fin alguien nos señaló la vivienda histórica. Pensamos, como es natural, hallar una joya arquitectónica preservada contra el comején del tiempo, rotulada con brillante placa de recordación y atiborrada con una serie de decretos de cuanta autoridad se hubiera disputado el turno para honrar el paso por nuestro territorio de un Bolívar derrotado, camino de su desintegración corporal. Al Quindío le correspondió el privilegio del revés de la gloria.

“Ya hoy no existe la posada Barcinales. La desintegró el olvido. Fue sustituida por una humilde vivienda de bahareque, vacía de placas y decretos. A nuestro encuentro salió una sencilla mujer y nos dijo que era su actual propietaria. En el monte –porque sigue siendo pleno monte– que rodea la casa, una gallina famélica picoteaba su insignificante grano de vida. Y un muchachito barrigón escarbaba la tierra en el platanal vecino. La naturaleza ubérrima y refrescante se mecía con holgura por los contornos, poniéndoles un toque poético.

“Cumplida nuestra misión, le sugerimos a la junta nombrada por el gobernador Gómez Jaramillo la construcción en aquel sitio de un monumento de piedra de la región, sin ostentación pero con firmeza, que recordara el paso por el Quindío del héroe decepcionado. Pero la investigadora de historia de la Gobernación nos dijo que no está probado que en aquel lugar exacto pernoctó Bolívar. Y nos consoló: la duda es de pocos metros. Comprendí una vez más que la historia también es aproximación e inventiva.

“Diríase que investigando el punto preciso, que nadie puede corroborar ni desmentir, donde el Libertador pasó mínimas horas de hondas cavilaciones, se ha gastado siglo y medio. Por eso en la Boquía no existe ningún mojón que rememore aquella noche de vigilia republicana. Si los historiadores, que a veces se complican y nos complican con minucias, van a emplear otros 150 años localizando la plantilla de Bolívar por los caminos del Quindío, ya borrada por el muchachito barrigón del platanal y la gallina rebuscadora, nos quedaremos sin el monumento de piedra, y mientras tanto el genio se nos evapora…”

* * *

Apostilla. Ignoro si en aquel sitio de Salento se fijó alguna señal física (una placa, una estatua, un obelisco) que evoque el paso de Bolívar por el Quindío hace 180 años. Lo cierto es que en el alma de los quindianos ha quedado grabada la imagen del Libertador durante su fugaz estancia en la posada Barcinales, ahora inexistente. Y esto se convirtió en historia.

El Espectador, Bogotá, 26 de agosto de 2010.
Eje 21, Manizales, 27 de agosto de 2010.
La Crónica del Quindío,
Armenia, 28 de agosto de 2010.

* * *

Comentarios:

Según mis pesquisas, Bolívar llegó a Cartago, pernoctó allí y luego, muy de madrugada, se lanzó a traspasar la montaña porque tenía afán de evitar algunos debates en Santa Fe. Entonces se largó a cabalgar con la tropa que lo acompañaba y parece que no hizo sino una parada de refrescamiento en Barcinales, porque la jornada era muy dura desde Piedras de Moler, en el Río La Vieja, subiendo por Filandia, y el alto del Roble hasta Boquía. Por eso las huellas de su paso son casi inexistentes. Son testimoniales. Jaime Lopera Gutiérrez, presidente de la Academia de Historia del Quindío.

Estamos en mora de hacer un homenaje en el Quindío, no sólo porque Bolívar pasó por aquí sino porque, según mi criterio y una hipótesis que estoy conformando, podemos decir que el Libertador es el precursor de la Colonización del Quindío. Miguel Ángel Rojas Arias, Armenia.

La historia pinta la dejadez de nuestras gentes para con su propio patrimonio. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Igual como describes el lugar: el niño barrigón y la gallina que rebusca su alimento, la presencia de la humilde mujer propietaria de lo que fuera la posada, así mismo se quedó el país: sin monumentos, sin historia, porque no tiene o no quiere tener memoria. Colombia Páez, Miami.

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Tesoros legendarios

martes, 29 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de las pasiones del historiador, ensayista y académico Javier Ocampo López es la del folclor nacional, tema sobre el que ha escrito alrededor de diez obras. Su amplia cultura y sed de descubrimientos lo han llevado a investigar con reflexión, para luego decantar en textos eruditos, el inmenso patrimonio que en el campo de las tradiciones, la leyenda y el mito ofrece la historia colombiana. Muy pegado a esta materia, y ya en el ámbito universal, se ubica su libro Tesoros legendarios de Colombia y el mundo, que hoy, con el sello de Plaza & Janés, ve la luz en este escenario.

Antes de hacer un esbozo sobre esta obra extraordinaria, deseo destacar la personalidad de su autor como fabricante de ideas y trabajador incansable de la Historia, las letras y la cultura nacional. Nacido en el pintoresco municipio de Aguadas, al norte del departamento de Caldas, Ocampo López llega a Tunja hace cerca de medio siglo con el plan de cursar estudios en ciencias sociales en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, y en Boyacá echará hondas raíces.

Esta larga permanencia en la tierra boyacense solo se ha visto interrumpida con motivo de su doctorado en Historia y su especialización en Historia de las ideas en América Latina, títulos obtenidos en el Colegio de Méjico y en la Universidad Autónoma de Méjico. Allí tuvo el privilegio de ser alumno del filósofo José Gaos, discípulo de Ortega y Gasset. En Tunja, ciudad de sus querencias y sus realizaciones, ha cumplido tesonera labor en torno a la idiosincrasia del pueblo boyacense, sobre todo en lo que tiene que ver con sus valores humanos y culturales, sus costumbres y creencias, su proceso histórico y sus raíces terrígenas.

Su obra literaria es caudalosa, y no se sabe de dónde saca tiempo para ser a la vez profesor universitario, presidente de la Academia Boyacense de Historia, miembro asiduo de la Academia Colombiana de Historia, de la Academia de la Lengua y de otras instituciones, y como si fuera poco, fecundo y atildado escritor. Sus libros sobre Boyacá, de tan variados enfoques y ricos escrutinios, han penetrado en lo más hondo del alma boyacense, que él ha explorado con insomne devoción y ha magnificado con su noble estilo.

Ocampo López recibió el primer germen cultural en su Aguadas natal, población que sobresale en Caldas por la abundancia y eficiencia de sus planteles educativos, y lo explayó en Tunja, ciudad espiritual por excelencia, que lo acogió como hijo adoptivo por su identidad con las causas regionales y su desempeño ejemplar en la vida cívica y cultural.

Tesoros legendario de Colombia y el mundo ha de convertirse en una obra clásica por la pormenorizada indagación que presenta sobre los grandes tesoros –muchos de ellos convertidos en mitos y leyendas– de que es rico el planeta, y en forma particular, Colombia. Para elaborar este inventario histórico, el autor se ha basado en extensa bibliografía que entró a enriquecer su sabiduría sobre la materia. Con datos y análisis rigurosos, cada capítulo de este recorrido se convierte en una real incursión por los caminos de la fantasía, que en muchos trechos hacen surgir los misterios encantados de Las mil y una noches.

Con un telón de fondo, cual es el de la riqueza mágica, cada tesoro escrutado adquiere cierto enigma de embrujo que gira entre la verdad oculta y la quimera fascinante. Los pueblos, desde sus más remotos orígenes, crearon sus propias versiones alrededor de las riquezas escondidas, y el habla popular se ha encargado de transmitir esas creencias de generación en generación, hasta crear verdaderos paraísos de ensueño. Todos, alguna vez en la vida, hemos soñado con un tesoro. De ahí a poseerlo hay mucha distancia, lo que no se opone a que en ocasiones nos sintamos ricos y poderosos con solo husmear las páginas de la Historia.

No es que Javier Ocampo nos pinte mundos irreales, ya que la mayoría de esas fortunas existieron y existen, sino que valiéndose de las artes del ensayista y del historiador toca en los baluartes de la antigüedad para buscar la realidad encerrada entre los murallones del tiempo. Por tesoro se entiende una colección de monedas, artículos de oro, piedras preciosas y otros objetos de gran valor guardados en cofres, arcas, baúles y recipientes diversos. Lo mismo pueden estar enterrados en las cimas de las montañas que en las llanuras o en las riberas de los ríos. Algunos yacen en la profundidad del mar, como sucede con los galeones hundidos, o reposan en una isla desierta o en alguna brecha incógnita.

En su búsqueda, el hombre ha gastado miles de años; ha librado cruentas batallas; ha destruido su sosiego y salud, y casi nunca los ha encontrado. El afán de oro corroe el alma humana desde los propios inicios del mundo y la vuelve víctima de la codicia. Grandes riquezas, gran esclavitud, dijo Séneca. Pero el hombre, ambicioso por naturaleza, no se detiene. El oro, que es el mayor elemento de poder, belleza, fulgor y fortuna, lo deslumbra y lo obnubila.

Ocampo López describe en su obra 53 tesoros legendarios: 41 de Colombia y 12 de otros lugares del mundo. Con estilo ameno, intenso y certero, conduce al lector por estos episodios fantásticos en los que el apetito de riqueza y poderío ha erigido monumentos al becerro de oro, representado en diferentes formas y siempre con el común denominador de la fortuna fabulosa.

Un pasaje de la Biblia narra la escena en que Moisés, al descender del monte Sinaí para hacer entrega del decálogo, encontró a los israelitas en acto de adoración del becerro de oro. Desde entonces, el hombre no ha hecho otra cosa que inclinarse ante la riqueza. Ambiciones, guerras entre familias y entre pueblos, tragedias, sangre, esplendor y ruina se deslizan por las páginas del libro que hoy entra en circulación, todo lo cual resulta un calco de la condición humana.

En el plano internacional, resaltan los tesoros de los reyes Salomón, Creso y Midas, y los de las culturas maya y azteca, entre otras riquezas asombrosas. Y en el ámbito nacional, el itinerario abarca todo el mapa de la patria. Aquí están representadas la Orinoquia y la Amazonia, con tesoros como lo del Metha, Manoa o Caribabare, con Furatena, el Venado de Oro, el Pozo de Donato, Suamox o la Cueva de Cachalú; el Occidente, con Pipintá, Nutibara, Ingrumá, la Cultura Quimbaya o la Montaña de Oro; la Costa Atlántica y el Caribe, con el pirata Morgan, el corsario Drake, Castilla de Oro o la Montaña de Murrucucú.

Salomón, rey de Israel, fue dueño de inmenso capital formado con piedras preciosas transportadas desde el Ganges y el Cáucaso. Estos depósitos eran monumentales, y cada vez crecían más con nuevos cargamentos traídos del Oriente. Cuentan las crónicas que los escudos de la corte estaban cubiertos de oro, y el vino lo bebía en copas del mismo material. Un día fue a visitarlo la reina de Saba, atraída por la sabiduría y la fama del monarca, y de regalo le llevó tres toneladas de oro y piedras preciosas. Salomón, durante sus cuarenta años de mandato, atesoró una de las riquezas más desmesuradas de todos los tiempos, y acaso su fortuna fue superior a su sabiduría.

Creso, rey de Lidia, fue otro de los magnates más renombrados de su tiempo. Su reino estaba constituido por ricas minas de oro y por las rutas comerciales hacia los puertos egeos. A él se debe la primera acuñación de monedas en la economía mundial, las que hizo elaborar para la realización de los negocios. Su gobierno trajo el mayor esplendor a Lidia y su nombre pasó a la posteridad como sinónimo de potentado en el más alto sentido del término.

Es bien conocida la leyenda que se atribuye el rey Midas sobre la facultad que le otorgó Dionisio para convertir en oro  todo lo que tocara. Se dice que un día el rey desgajó la rama de un árbol, y otra vez tocó unas espigas, objetos que de inmediato se volvieron de oro. Cuando se llevó las manos a la cabeza, esta también se convirtió en oro. Como esto parecía más una maldición que un privilegio, rogó a su protector que lo librara de dicho poder, ante lo cual Dionisio le manifestó que debía sumergir la cabeza en las aguas del río Pactolo. Hecho lo cual, perdió el hechizo, pero desde entonces las arenas del río fueron de oro.

El tesoro de Tutankamón, encontrado en 1922, es, como los anteriores, otro de los más colosales de la historia mundial. A este tesoro podemos aplicarle el epíteto de faraónico, por asociación con el título de faraón que se daba a los antiguos reyes de Egipto, quienes fueron célebres por el derroche de lujos y riquezas, lo que dio lugar a que el término faraónico llegara a adquirir el significado de “grandioso, suntuoso”. Los sarcófagos que guardaban los restos descubiertos de Tutankamón y otros faraones estaban revestidos en oro con incrustaciones de piedras preciosas, y en piezas adyacentes aparecieron infinidad de objetos de valor incalculable, entre ellos un sarcófago antropomorfo de dos metros de longitud y cien kilos de oro macizo, al que se encadenaban otros sarcófagos con las mismas características.

En América, con la llegada de los conquistadores se cometieron los mayores despojos de las riquezas que poseían los indígenas a lo largo y ancho del continente. Ellos relacionaban el oro con los destellos del sol, y con ese espíritu religioso fabricaban sus figuras artísticas y elementos caseros personales de gran magnificencia. Luego, al comenzar el pillaje voraz, los escondieron en cuevas y otros lugares estratégicos, sobre todo en las guacas o sepulturas depositadas bajo tierra.

Verdaderos artesanos en el arte de la orfebrería, armaron una de las fortunas más valiosas del mundo. Eran amos y señores de sus minas de oro y otros minerales, hasta que llegó el invasor e implantó la época del saqueo y la muerte. Con el patrimonio indígena se llenaban en Europa las arcas reales y crecía la bolsa personal de conquistadores y piratas.

En suelo colombiano, los españoles arrebataron a los nativos sus objetos de oro y sus piedras preciosas, quemando sus templos y saqueando sus guacas. Terreno fértil para la riqueza aurífera, las minas se extienden por gran parte de nuestra geografía y han causado innumerables conflictos entre pobladores y mercenarios.

Lo mismo sucede con las esmeraldas, en el occidente de Boyacá (drama decantado por Fernando Soto Aparicio en su novela estelar (La rebelión de las ratas), o con las perlas, en el mar Caribe.

En Aguadas, pueblo montañoso situado a 126 kilómetros de Manizales, se levanta el monumento a Pipintá, cacique de los indios armas, que eran famosos por sus grandes posesiones de oro. Estaban considerados como los nativos más ricos del occidente colombiano. Al ser perseguidos por los españoles, ocultaron sus riquezas en las cuevas, los desfiladeros, los abismos de las montañas o las orillas de los ríos, y el enemigo no pudo localizarlas. Ante esa situación, los españoles utilizaron el recurso bárbaro de la mutilación, que no les dio ningún resultado y, por el contrario, enardeció más el ánimo guerrero de los indígenas.

Mientras más los destruían, más resistencia presentaban, hasta que a la postre la tribu quedó extinguida, y la inmensa fortuna –bautizada por los españoles como el Tesoro de Pipintá– nunca apareció. Se esfumó como por arte de magia. Dice la leyenda que el tesoro fue escondido en tierras del Quindío, donde, al iniciarse la colonización antioqueña en mitad del siglo XIX, los colonos comenzaron a encontrar grandes sepulturas de oro y piedras preciosas.

Toda una epopeya se oculta en esta página del ayer legendario de Colombia. Maravillosa historia sobre la fulguración y la defensa del oro en el territorio conformado por los departamentos de Caldas, Risaralda y Quindío, lo mismo que sobre la heroicidad de un pueblo que prefirió la muerte a la entrega de sus joyas sagradas.

Se me ocurre pensar que Javier Ocampo López recibió de su ilustre coterráneo el cacique Pipintá, corajudo combatiente contra la usurpación española, el primer soplo de inspiración para lanzarse a la búsqueda de los tesoros legendarios que hace resplandecer en esta fantástica antología del oro universal.

17ª Feria Internacional del Libro
Bogotá, 24 de abril de 2004.

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Lección sobre Méjico

martes, 29 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

¿Se escribe México o Méjico? Unos escritores utilizan la equis, otros la jota. Para mí la duda desaparece en adelante, después de la respuesta que he recibido de la Academia Colombiana en torno a este asunto. Aduce la entidad que “no hay en español palabras que se escriban de un modo y se pronuncien de otro”. Lo correcto, por consiguiente, es Méjico, con jota.

Esta es la consulta que formulé al doctor Horacio Bejarano Díaz, secretario de la Academia:

En la lengua azteca se escriben las palabras México, mexicano, con jota. En España estas palabras y sus derivados se escriben con jota, como suenan. En México utilizan la equis, pero la pronuncian con el sonido de jota. Me gustaría saber si la Academia tiene alguna norma al respecto. Veo que los escritores –y hablo de personas sobresalientes– utilizan en forma indistinta ambas grafías.

“Una vez el agregado cultural de la embajada de aquel país me anotó lo siguiente: ‘Le rogamos que en sus próximas comunicaciones escriba el nombre de México con x’. Esto, desde luego, hay que interpretarlo como una manifestación del sentido nacionalista del pueblo mejicano (y aquí se me ocurre que, por estar en Colombia, la jota es la auténtica).

“Ojalá la Academia me ilustre sobre la materia. Adelanto en el momento una biografía de Germán Pardo García, nuestro gran poeta que reside hace 59 años en el país azteca, y en ella, como es natural, abundan las dos palabras de la consulta”.

*

El doctor Horacio Bejarano Díaz me contesta lo siguiente:

“Me refiero a su consulta sobre la x que usan más que todo los mejicanos para escribir términos como México, mexicano y Texas. Primeramente es de anotar que ninguno de nuestros grandes escritores, como Miguel Antonio Caro, Rufino José Cuervo, Marco Fidel Suárez y el padre Félix Restrepo usaron la citada grafía sino que siempre escribieron Méjico, Tejas. En segundo término no hay en español palabras que se escriban de un modo y se pronuncien de otro; en realidad si se escribe México, hay que pronunciarlo Mégsico y esto sería ridículo.

“Don Alfonso Junco opina a este respecto: ‘No es devoción a lo indígena el escribir México con equis. Los indígenas no escribían México con equis de ninguna manera, porque carecían de alfabeto. Fueron los españoles quienes escribieron por primera vez la palabra, interpretando con letras el sonido que escuchaban. Los indios pronunciaban aproximadamente Méshico, y los españoles escribieron correctamente México, porque a principios del siglo XVI la x tenía valor fonético, la equis conservó el propio suyo que aún guarda (cs, gs)) y además el de jota. Con sonido de jota se pronunció Méjico desde tiempo inmemorial, a la vez que se escribía México –así invariablemente durante las tres centurias virreinales– puesto que la equis representaba entonces el papel fonético de jota. Convenía quitarle ese doble papel. En 1815, con muy juicioso acuerdo, la Academia Española determinó que se usara la letra jota para expresar el sonido cs y gs, que actualmente tiene…’

“Por la anterior disposición de la Real Academia, en las ediciones del Diccionario Mayor publicadas a partir de 1815, aparecen registradas con jota mejicanismo, mejicano y Méjico, Tejas y tejano”.

*

¿Quién va a utilizar –después de esta cátedra erudita que ojalá trascienda a los periódicos y a los medios cultos– la x de México? La lección es clara: Méjico.

El Espectador, 26 de diciembre de 1990.
Academia Colombiana de la Lengua, N°170, diciembre/1990.

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Corazón renovado

martes, 29 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Vamos a suponer, amable lector, que el día menos pensado, cuando usted camina tranquilamente por la calle o reposa en la paz de su hogar, siente un dolor agudo en el pecho que lo obliga a acudir de urgencia a una clínica. Como no tiene antecedentes cardíacos y no existen en sus sistemas de vida circunstancias propicias para el infarto, piensa en una fugaz indisposición que pronto desaparecerá.

Cuando más tarde el médico le informa que su corazón está enfermo, la  noticia lo deja mudo. Mejor dicho: descorazonado. ¿Enfermo del corazón, cuando lleva una vida sana y reposada –sin ser sedentaria– e incluso placentera, entre gratas lecturas y los propios escritos vivificantes? ¿Enfermo del corazón en un ambiente sin hipertensiones ni agobios asesinos? ¿Y con un alma alegre y una saludable paz otoñal?

Por otra parte, si usted no fuma, bebe con moderación y no es millonario ni ejecutivo desaforado, y tampoco gobernante deshonesto, y se mantiene en la línea –de peso físico y de pesos normales–, y controla el colesterol y los triglicéridos, la conciencia y tantas cosas más… tiene derecho a quejarse a la ciencia. Se lo dice al médico, y este le contesta que su caso es atípico. El profesional le menciona la carga genética y le pide resignación. ¡Vaya consuelo!

Sea como fuere, usted tiene una arteria obstruida que ya casi no deja pasar la gasolina –en este caso, la sangre– al motor.

Allí se acumularon residuos de grasa, quién sabe a través de cuánto tiempo, y esto no lo vio el laboratorio en los controles periódicos. Ahora, ya un poco tarde, el electrocardiograma señala serias anormalidades en el ritmo cardíaco. Y usted escucha por primera vez palabras extrañas, como cateterismo –método por medio del cual se llega a las cavidades cardíacas y se visualizan las arterias del corazón– y angioplastia –procedimiento no quirúrgico para destapar, dicho en términos profanos, la tubería averiada.

Los científicos de la Clínica Shaio determinaron que es más aconsejable la cirugía. Una eminencia en estas lides, el doctor Víctor Caicedo Ayerbe, habla de la revascularización miocárdica, y usted queda en Babia. Luego le explica que se trata de construir unos puentes, o bypases, para salvar los tramos tapados en las arterias a fin de que el corazón reciba con generosidad –ojalá por el resto de la vida– todo el torrente sanguíneo.

Si usted no se encuentra preparado para esta contingencia, es posible que reciba la noticia como una condena de muerte. Su vida se alterará en un instante. No es lo mismo operarlo de una hernia umbilical o de un quiste en el testículo, que del corazón. Este órgano noble y sensible –me refiero al corazón– todo lo regula y todo lo engrandece.

Por eso, cuando a uno le hablan de la operación coronaria siente angustia. ¿Qué tal con un corazón disminuido? ¿Acaso se puede vivir sin un corazón joven y romántico? Pero si ha sido operado por mano experta y en excelente clínica, canta victoria.

Es como si le quitaran un peso de encima, es decir, del corazón. Con un corazón lozano y optimista surge la esperanza. Y crece la capacidad de amar.

Ha asistido usted a una delicada cirugía que mañana puede ser la suya y, que siendo riesgosa, ya no produce el pánico de otras épocas y permite, con los recursos de la ciencia moderna, reírnos de los asaltos coronarios. Esto de tener el corazón renovado es un lujo que no todo el mundo puede darse.

El Espectador, Bogotá, 3 de junio de 1997.

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Oración por un asesino

martes, 29 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Extraño ser éste, Campo Elías Delgado Morales, ex combatiente de la guerra de Vietnam, quien en la Navidad de 1986, cuando apenas comenzaban a titilar las luces decembrinas y a prenderse las esperanzas de paz hogareña –que para muchos son mustias–, disparó 200 proyectiles sobre el corazón de Colombia y dejó fulminados, en silenciosos apartamentos y en la animación del suntuoso restaurante Pozzetto, a 30 compatriotas suyos.

Comenzó por su propia madre, con quien convivía y a quien odiaba con furor, y no contento con asesinarla a sangre fría, le prendió fuego. Así, pensaría la fiera, rasgaba las ligaduras de la sangre y removía los últimos rescoldos que aún pudieran quedarle de sensibilidad humana. Era como un estrujón que se daba en la conciencia del hombre bueno –y recuérdese que nadie es malo por completo, como tampoco es bueno en absoluto–, y ya con ese impulso quedaba fácil cometer las mayores atrocidades.

Quien tiene valor para matar a su progenitora, que destruya también el mundo, porque la madre es el supremo universo que cada cual tiene. Es un templo sagrado y de imposible profanación para la persona normal, pero hay que admitir la teoría de que Campo Elías tenía el cerebro demente. Y el corazón yerto. Un loco desenfrenado. Un monstruo de la naturaleza, que hubiera sido el verdugo ideal para las sicopatías de Hitler, de Herodes, de Atila, de Nerón, de Duvalier, de Idi Amin, de Gadaffi…

El asesino se hubiera crecido si una bala certera no acaba con su existencia en mitad del campo de batalla –otro Vietnam fantasmal–, en que había convertido el pacífico restaurante desde donde pretendía, sin contendores, exterminar a la humanidad entera. Tal el odio con que apuntaba a sus semejantes y tal la ferocidad con que jugaba a la guerra.

Hoy todos lo condenan, lo maldicen y lo aborrecen, pero pocos se detienen a estudiar las causas de su mente desviada. Como tamaño acontecimiento sirve de pábulo para el periodismo sensacionalista, no faltan, y nunca faltarán, los enfoques enfermizos que se complacen en saborear las vísceras del monstruo. Para algunos paladares el muerto es jugoso y extraen de él, como si fuera un manjar, toda la podredumbre que destila la condición humana. Y hay quienes lo idealizan como héroe y hasta desean superar, en inconfesables y fantasiosos desvaríos, la marca criminal.

Campo Elías es un producto de la sociedad. De esta sociedad que lleva en la sangre gérmenes fratricidas. De esta sociedad que incentiva sus pasiones y sus morbosidades frente a la pantalla del cine o del televisor. Consecuencia es él del hogar mal ajustado que en lugar de sembrar principios y afectos deforma la personalidad. Es, además, víctima de la guerra. Y no sólo de la de Vietnam, o la de Irán, o la de Nicaragua, o la de Colombia, sino sobre todo de la guerra alojada en la conciencia y transmitida por el odio universal.

Este sicópata de moda encarna la semblanza de una época bárbara. Campo Elías es la sociedad. Es un loco del montón que no resistió sus tensiones, estimuladas por los despotismos, los rencores, las crueldades del medio ambiente, y con cerebro enceguecido sacrificó a quienes se atravesaron en su mira tenebrosa. Se vengaba así, torpemente, de la humanidad que le había enseñado a ser perverso.

El asesino ha muerto. Un neurótico menos, pero el mundo está poblado de ellos. Colombia está grave de demencia. Por la calle, en el hogar, en el trabajo pululan infinidad de Campo Elías furiosos, listos para volarles los sesos a quienes se expongan a sus arrebatos. ¿Acaso los amos supremos del mundo no mantienen a la mano la palanca, en Estados Unidos y en Rusia, para hacer explotar este planeta desequilibrado si el hombre insiste en sus necedades?

Nadie quería hacerse cargo del cadáver hasta que un sacerdote valiente, que también fue calificado de loco e irrespetuoso con la sociedad, recordó la lección cristiana de enterrar a los muertos. Se enfrentó al dolor nacional y pronunció una plegaria silenciosa por el hombre a quien todos repudian.

La ocasión da pie para escrutar en las cavernas de la propia conciencia, en las profundidades del hombre lobo, para ver si no brotan sustancias malignas. Y recemos una oración por nosotros mismos.

Carta Conservadora, Tunja, 28 de febrero de 1987.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, 30 de junio de 1987.

* * *

Comentarios:

Yo no había tenido oportunidad de leer este articulo y permítame manifestar mi admiración por la forma como plasmó un hecho que conmocionó a toda la sociedad de su época, especialmente la bogotana. La forma sencilla, dúctil y hasta poética como describe el hecho y el análisis certero que hace de la persona que lo cometió, dan cuenta de su habilidad como escritor. Al  leer el artículo me trasladé en el tiempo hasta la fecha en que ocurrieron los hechos y pude apreciar con claridad, sólo hasta ahora y por su escrito, que este señor tenía profundamente trastornada su mente y que sólo así uno se puede explicar cómo un ser humano llega a cometer un acto tan abominable. Pedro Galvis Castillo, Bogotá, 13-VIII-2010.