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El laberinto de Nixon

domingo, 15 de mayo de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Hay seres extraños, o mejor, privi­legiados, como el Presidente norteamericano, que nacen predes­tinados para la lucha y di­fícilmente sucumben ante los embates del adversario, no importa que para mantenerse a flote sea preciso compro­meter el prestigio personal y sacrificar su comodi­dad. La mayor característica de la vi­da pública del señor Nixon es su temple para superar los escollos que ha tenido que vencer a lo largo de la inconclusa batalla que arranca de los albores de su carrera contra escabrosas acechanzas, en conquista de competi­dos escaños parlamentarios, hasta su tenaz propósito por alcanzar el primer puesto de la nación, derrotado varias veces en su empeño, pero no exte­nuado en la contienda.

Cuando parecía seguro el triunfo tras denodadas jornadas, el magnetismo de Kennedy, personaje que como contraposición esgrimía sus primeras armas, truncó las aspiraciones de Nixon por el más precario margen que registra la historia. Nixon, apabullado y maltrecho, no abandonó el escenario y más tarde le mostró al mundo lo que vale una persona convencida de sus ideales. No hay duda de que él nació para ser fuerte en la adversidad. Su estoicismo es el arma que no han descubierto sus enemigos.

Si en el caso de Kennedy su buena estrella le hizo conquistar los más ambiciosos triunfos y lo colmó de gloria, tal parece que el sino de Nixon se ha empeñado en voltearle la espalda. Nunca, quizá, un presidente norteamericano se había visto tan aco­sado por sucesos menores del aconte­cer doméstico.

El caso de Watergate pesa en tal forma contra el prestigio de la más poderosa nación del mundo, que tiene tambaleando la estabilidad del Gobier­no. Con más suerte de la que acompa­ña a Nixon, es posible que Kenne­dy habría desbaratado sin mucho esfuerzo esa maquinación. La historia demuestra que el espionaje es tan antiguo como el mundo, y que se trata de un recurso, de una herramienta de los Estados para detectar la presencia de fuerzas o de elementos ex­traños que deben vigilarse para poder gobernar.

Pero en la situación de Nixon, para quien las cosas no nacieron fáciles, este acto se tornó explosivo y ha tomado tal magnitud, que está a prueba la pro­pia seguridad gubernamental. Se con­centra el problema en unas cintas mal resguardadas. Los Esta­dos están expues­tos a pequeñeces que se agrandan en ocasiones y atentan contra su equili­brio. Cuando no son unas cintas, pue­de ser un enredo de faldas o la infiltración de un espía en las altas fi­las de mando.

Nixon, como veterano luchador, de­fiende su decoro, que es al mismo tiempo el decoro del Gobierno, y se niega a entregar las grabaciones por considerarlas documentos privados del Estado, actitud que para sus opositores resulta fácil combustible para propagar suspicacias y atentar contra el prestigio oficial. Nixon demuestra que es hombre de pelea. Pero decaen las accio­nes de su administración. Proliferan las en­cuestas y las cábalas. Él trata de salir del laberinto. Como hom­bre de lucha sabe que su arma oculta es la tenacidad, que ha esgrimido en otras ocasiones y con la que espera triunfar de nuevo.

Parece un contrasentido que mien­tras el veloz Kissinger soluciona con­flictos en sitios neurálgicos para los Es­tados Unidos, su Presidente siga atra­pado en la encrucijada de su propio país. Aunque no es improbable que la destreza política de Nixon, y sobre to­do su resistencia, terminen enseñando que los laberintos son confusos pero tienen salida.

La Patria, Manizales, 18-VI-1974.

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