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Gangsterismo criollo

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Vemos crecer en las principales ciudades colombianas, en forma aterradora, las más avanzadas téc­nicas del crimen organizado. En Bogotá, sobre todo, a donde con­vergen todos los caminos del país, la vida se ha vuelto angustiosa no sólo por ser la gran urbe de los sofocos y las desmesuras, consecuencia lógica  del gigantismo alocado, sino por tratarse del centro por excelencia del peor gangsterismo de la historia co­lombiana.

Conforme aumenta la población a pasos gigantes, se desbordan los problemas. Las autoridades capita­linas, impotentes para darle solución a este complejo de dificultades que nacen al influjo del progreso de­sacompasado —que por eso mismo deja de ser progreso—, miran des­concertadas cómo se multiplica la delincuencia y se reducen las posi­bilidades de la vida pacífica.

Aquí, más que en el resto de las otras ca­pitales, se ve más evidente la pobreza absoluta, esa que deambula por las calles entre harapos y hambres atrasadas, entre intemperies y fríos insoportables; esa que amanece todos los días entre cartones y con ojos dilatados de angustia y estupor; esa misma con la que nos tropezamos, aquí y allá, lista para el asalto y hasta para el homicidio, y que sin embargo es merecedora de un digno trata­miento social.

Es en estos bajos mundos donde se genera la peor hampa. El hambre produce delincuentes. Las desproporciones sociales son el mayor incentivo para las revoluciones. La falta de empleo y de oportunidades de progreso vuel­ven al hombre resentido y a veces sanguinario. Por eso el grado de ci­vilización de un país irá siempre en proporción al menor índice de mi­seria humana que tenga. Y Colombia, triste es admitirlo, dista mucho de ser una nación civilizada.

Hoy las calles de Bogotá, plagadas de vagos, de atracadores, de me­nesterosos y pistoleros, son la ra­diografía de un estado social vergonzoso. La subsistencia en la capital no sólo es azarosa sino tam­bién milagrosa. Se ha llegado a la realidad de que la vida no vale nada en nuestra me­trópoli voraz, la más insegura y la más violenta del país.

En cada calle, en cada esquina, en cada semáforo, tanto a pleno sol como en las sombras nocturnas, aguardará un peligro y acechará un malhechor. Hoy se mata por cualquier cosa: lo mismo por llevar dinero que por no llevarlo, y lo mismo por el simple roce callejero que por la palabra mal interpre­tada.

El robo del carro se comete en plena vía pública, metralleta en mano, y también en el garaje de la propia residencia. Se rompen los vidrios del automóvil para robar el equipo de música o el paquete que se ha dejado vistoso en el interior. Una vivienda se desvalija en minutos, incluso con muertos si no se controlan los nervios. Y todo queda impune. Nadie recupera nada.

En los barrios se conoce la presencia de bandas organizadas que merodean todos los días de todos los años, y sin embargo siguen campantes en su carrera de éxitos. A veces caen acribillados unos cabecillas y los periódicos sensacionalistas salpican sus páginas de sangre y exaltaciones morbosas. Mientras esto sucede y algunos ve­cinos alcanzan a sentir alivio, en otro sitio de la ciudad irrumpirá la banda que asaltará el banco, matará a los celadores y se llevará unos cuantos millones, para sus propios bolsillos o para la revolución en marcha.

*

Las mentes criminales mantienen erizada la vida en nuestras ciudades. Están especializadas en toda clase de adelantos delincuentes. Bogotá es hoy la Chicago colom­biana que progresa a ritmo asombroso con soberbios edificios, avenidas frenéticas y deslumbrantes complejos habitacionales. Y es al mismo tiempo antro de criminales. Le sigue Medellín y otras van en turno. La violencia, violencia atroz y vestida de múltiples maneras, se apoderó de Colombia. El  ciudadano, un ser desprotegido que perdió la fe en la justicia y las autoridades, vaga amilanado por entre este vértigo de la falsa civili­zación que relegó al hombre al último lugar de la degradación humana.

El Espectador, Bogotá, 6-VIII-1987.

 

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