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Reflexiones laborales

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Mucho es lo que ha avanzado el país en seguridad laboral. Cincuenta años atrás, en el primer gobierno del doctor Al­fonso López Pumarejo, apenas se daba el primer impulso serio a las prestaciones sociales. El traba­jador colombiano era, a comien­zos del siglo, un gran desprote­gido. No se conocían entonces los institutos de medicina laboral, ni el auxilio de cesantía, ni el régimen de jubilación, ni la diver­sidad de amparos que hoy hacen más amable la permanencia en las empresas.

Con el paso del tiempo se fue­ron incrementando, sobre todo por la presión de los sindicatos, las ventajas en el trabajo. El capital, que no siempre cumple su función social y que suele ser indolente y explotador, aprendió a humanizarse. La época de la esclavitud se distanciaba cada vez más conforme los patronos en­tendían que, para progresar, necesitaban de la fuerza del hombre. Pero de una fuerza consciente y digna, que es la que permite la prosperidad industrial. Las entidades, sin la colaboración del hombre, serán apenas moles de cemento vacías de trascen­dencia humana, por más gua­rismos que produzcan.

Con todo y la proyección labo­ral que el presidente López Pumarejo concibió en sus dos gobiernos, varias de sus estra­tegias se debilitaron con el tiempo. Las pensiones de jubi­lación, por ejemplo, al quedar congeladas perdían poder económico a medida que se deterio­raba la moneda, hasta el extremo de convertirse, por el inevitable desgaste de los años, en sumas insignificantes. Fue preciso que corriera mucho tiempo para que el sistema fuera modificado, esta vez en el mandato del doctor Al­fonso López Michelsen, quien promulgó el actual Estatuto del Pensionado, herramienta de verdadero avance que estableció el mecanismo automático de reajustar, año por año, dicha renta.

No obstante, los aumentos a las pensiones se sitúan muy por de­bajo de los índices de inflación y en tales circunstancias la pres­tación sufre en pocos años no­table desmejora.

Para lograr la debida equidad y buscar mayor justicia para la tercera edad (programa que en naciones avanzadas como Suecia ocupa lugar prioritario dentro del régimen social), lo indicado sería que el factor de incremento de las pensiones fuera similar al de­cretado para reajustar los sala­rios.

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Otro punto débil en la legisla­ción actual, que representa evidente injusticia para los em­pleados que se retiran con el tiempo de servicio cumplido pero sin la edad legal, es el que tiene que ver con la forma como se li­quida para ellos la pensión. En estos casos se toma como base el salario que se dejó atrás, como si la moneda no hubiera tenido ninguna desvalorización durante el tiempo transcurrido. Si el receso ha sido considerable, mayor será el impacto.

Esta falla debe corregirse. Lo lógico y lo justo es que aquella base salarial sea actualizada progresivamente con los índices de inflación, de tal manera que la persona se pen­sione con la realidad económica que tenga el último cargo que había desempeñado.

Diferentes medios de comuni­cación han denunciado las injusticias que se cometen con los jubilados del país. Las cámaras de televisión mostraron la dureza a que son sometidos quienes se acercan, casi mendicantes, a re­cibir su mesada en el Seguro Social y deben formar en la noche una cola infamante que a nadie parece conmover.

El país se ha olvidado de los ancianos, y las empresas de quienes les sirvieron con lealtad en otras épocas. La sensibilidad social ha desapare­cido. Es preciso reflexionar sobre la importancia del hombre como creador del trabajo, y sobre la obligación de la empresa de protegerlo en el ocaso de su existencia.

El Espectador, Bogotá, 1-X-1987.

 

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