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La puerta grande de la impunidad

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Todo lo contrario de lo que comúnmente se afirma, que Co­lombia es un país de leyes, es lo que ocurre en la práctica: la ley no se aplica. Tenemos muchas normas, muchos códigos que se reforman y se vuelven a refor­mar, muchas sentencias de las Cortes, grandes estudios y de­bates jurídicos, demasiados doctores y, sin embargo, estamos desprotegidos de una legislación seria, clara, operante. El dicho popular de que la ley en Colombia es para los de ruana, o sea, una ley clasista, que por eso mismo deja de ser sabia y justa, no puede ser más evidente.

Los grandes delincuentes na­cionales, llámense Jaime Michelsen Uribe, Pablo Escobar, Jorge Luis Ochoa Vásquez o Abraham Gaitán Mahecha, todos pertenecientes a las altas esferas de las influencias y el dinero, quedan impunes. Para ellos no existe la ley. Su poder es superior a los códigos. La cárcel no se hizo para ellos. Si son detenidos, su ejército de abogados, siempre jurisconsultos de la mayor habi­lidad y expertos en transitar por este embrollo de normas jurídicas en que está convertido este país de leguleyos, los pondrán libres. La cárcel es para los de ruana, para el pueblo.

Y así, siempre con el socorro de los muy ilustres juristas que de­fienden a los criminales y la co­laboración necesaria de quienes en los juzgados o en las cárceles son los encargados de hacer cumplir la ley —figura difusa y de apariencia solemne—, la impunidad campea a ojos vistas por este territorio que permite los mayores delitos contra el bien ciudadano.

«Mientras Ochoa esté en Co­lombia, estará libre», fue la drástica censura, desde Miami, de Ana Barnett, asistente del fiscal federal, a propósito de la liberación de quien es conside­rado uno de los mayores delin­cuentes del mundo.

El embajador colombiano  ante  el gobierno norteamericano, Víctor Mosquera Chaux, califica de desobligantes los términos con que la Casa Blanca protestó por la liviandad de la justicia colom­biana. Esto es salirse por la tangente y tratar de contra­rrestar, con el desgastado sis­tema de encontrar malos tratos hacia nuestro país, el repudio mundial por esta derrota de nuestra ley.

Cuando al clérigo Gaitán Ma­hecha le fue dictado auto de de­tención, ya se sabía que no iría a la cárcel. Se suponía, como ocu­rrió, que se evaporaría como por arte de magia o que más tarde le sería cambiada la privación de la libertad por una fianza econó­mica. En Colombia casi todo se resuelve con dinero.

Y cuando un pez gordo, Jorge Luis Ochoa Vásquez, cayó en poder de las autoridades, todos juraban que se volaría de la cárcel o saldría, como salió, por la puerta grande de la impunidad. El poder del dinero corruptor es capaz, en este país de leyes, de comprar funcionarios, derrotar los códigos —esos que se reforman año por año y no sirven para nada— y abrir las cárceles más seguras.

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Ahora todos se lavan las ma­nos. En este juicio de inculpa­ciones  mutuas  se  gastará el tiempo necesario para que en poco tiempo el asunto haya sido olvidado. De las amenazas de severos juicios, las destituciones y las renuncias, no se pasará. Esta alharaca, tan tropical como inútil, terminará en lo de siempre: nada ha pasado.

Sigamos, por consiguiente, jugando al de­lito. Lancemos piedra contra los Estados Unidos —ese sí un país donde la ley es sagrada— para suavizar la ira nacional. Y seña­lemos al subalterno, y al subalterno de éste, como el infractor, como el único culpable, y de pronto mandémoslo a la cárcel, para reparar semejante afrenta contra nuestras pirámides jurídicas…  ¡Qué vergüenza, señor Presidente!

El Espectador, Bogotá, 6-I-1988.

 

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