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Dos libros, dos poemas

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Palabra de fuego. Es la novela número 18 de Fernando Soto Aparicio. Este escritor infatigable no se da tregua en el afán de explorar las reconditeces del hombre y ofrecer nuevos filones para la angustia humana. Ha tomado al hombre como prototipo y oráculo de toda su creación y no ha desfallecido en su propósito de denunciar las injusticias, los atropellos, el desnivel social en Colombia y en América.

En Palabra de fuego enfila sus baterías contra el poder de la opulencia y de los latifundistas, sin olvidar la omisión de la Iglesia cuando se vuelve indiferente ante la desventaja de los desvalidos. Toma como fondo el episodio del sacerdote Álvaro Ulcué Chocué, sacrificado en el Cauca por ser abanderado de las tribus indígenas que reclamaban su derecho a la tierra y a la vida.

En la visita del Papa a Popayán, ciudad cas­tigada por pavoroso terremoto, a otro indígena, Guillermo Tenorio, que iba a exhibir el dolor de las tribus marginadas, se le quiso silenciar, por un sacerdote de la diócesis, en el uso de la palabra. Pero el Papa lo invitó a que hablara, y su palabra se volvió de fuego. Esta palabra humilde se escuchó en todo el mundo y produjo llamaradas.

El libro es un canto a la figura de Cristo como apóstol de la redención. Y un enjuiciamiento a la Iglesia de Cristo cuando se desvía del camino que él mismo le señaló; cuando establece su función en el poder temporal. Soto Aparicio ha hecho, con esta novela polémica y real, un poema, un acto de fe, un clamor hacia el Redentor y su doctrina imperecedera.

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Últimas odas. Es la tercera parte, y además su último libro —según el anuncio de Germán Pardo García—, del editado en febrero de 1986 por la Editorial Libros de México, fiel aban­derada de todas sus publica­ciones, incluyendo la revista Nivel. En la solapa del libro se lee este mensaje: «Con estos poemas termina la obra del poeta colombiano Germán Pardo García, comenzada en el mes de junio de 1913, en Bogotá, Colombia, y concluida en la Ciudad de México, el 15 de fe­brero de 1988 a los 86 años de edad». La estremecida dedicatoria de la obra lleva implí­cita una fibra de dolor: «Al in­signe colombiano doctor Aristomeno Porras, por cuya suge­rencia publico estos últimos cantos de mi atormentado es­píritu».

Quiero negarme a escuchar el canto del cisne en este perturbador mensaje —de sólo diez poemas— que ha comenzado a circular por los aires América. El poeta del cosmos, que es patrimonio de la humanidad, sabe que su obra no concluye en un poema ni en un libro, en una nota de premonición ni de despedida, pues él escribió para todos los tiempos. El poeta es el que perdura, y nunca muere, en la evolución de los siglos.

A riesgo de pecar de inmodesto, pero para que se goce en su hondo contenido de belleza y sabiduría, reproduzco el soneto El ungido que ha tenido la bondad de dedicarme, inmerecida y honrosamente, el fraternal amigo:

Vedme con las sagradas ecuaciones

de Kepler y Laplace, y su grandeza.

 Descifrad en mis iris la tristeza

de Blaise Pascal y sus meditaciones.

Salté al espacio y le arranqué protones.

Bajé al infierno y le infundí belleza.

Frente a las causas soy el que tropieza

con el no ser y sus apariciones.

Einstein Divino me cedió sus sienes

 por un instante. Y vi lo que contienes,

¡oh Universo radial nunca medido!

 Yo presentí que el pensamiento humano

pesa lo mismo que la luz. ¡Y en vano

seré hasta el fin el Logos del Ungido!

El Espectador, Bogotá, 23-VI-1988.

 

 

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