Inicio > Boyacá, Evocaciones > El automóvil de don Miguelito

El automóvil de don Miguelito

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

En una de las páginas de Tipacoque, el libro de Eduardo Caballero Calderón que con tanta propiedad pin­ta los ambientes pueblerinos, el escritor se detiene en Soatá y comenta el siguiente encuentro político: «Des­pués, en el automóvil de don Miguelito, que es la única persona que en Soatá tiene un automóvil, vino el diputa­do Alvarado, médico también y con una pierna tiesa; y por último hizo su aparición en una mula barrigona el diputado Vera, que por una circunstancia maravillosa es médico también y también cojo. El tercer diputado era yo, aunque me faltaba ser médico».

Tal vez ser cojo en aquellos tiempos era en Boyacá un blasón de los ásperos caminos. Algo tiene que ver la co­jera con la política, y el cronista de Tipacoque, que se metió a político por equivocación, omite revelarnos lo que se tramó en aquella cita sigilosa de diputados. Nos lo hubiera podido contar don Miguelito, testigo de excep­ción, pero él acaba de marcharse para la otra vida. Al verlo ahora en su automóvil funerario, me acordé de la página de Caballero Calderón y se me ocurrió pensar que con él se iba también parte de la historia de Soatá.

Si aquel automóvil era el primero que había llegado al pueblo, puede deducirse cuánto tiempo ha transcurrido desde que el diputado Caballero puso su honorable pierna coja en aquellas laderas de dátiles, orquídeas, conserva­dores y canónigos, como él las llama en sus crónicas ma­gistrales. La vida de los pueblos cuenta también con protagonistas magistrales, que tipifican el alma universal de la provincia y que, al desaparecer, es como si se que­brara algo en la entraña de la tierra.

Don Miguelito es uno de esos personajes. La historia de Soatá no quedaría completa sin él. Atado sentimen­tal y materialmente a su comarca, solía desplazarse a ella con alborozo, desde la fría altiplanicie bogota­na, para buscar el afecto de su patria chica. Cuando ya presentía su muerte cercana, realizó el últi­mo viaje y gozó a plenitud, llevándole la contraria a la enfermedad que todos los días lo reducía, ante las de­licias del clima y el encanto de los paisajes.

Fue alcalde de Soatá. Todos lo recuerdan co­mo el hombre justo, ecuánime y ejemplar. Sabio varón, como uno de los patriarcas nacidos en las páginas del Evangelio, había aprendido las lecciones imperecederas de la virtud y el carácter. Siempre buscó la notorie­dad de su pueblo. A sus hijos les enseñó a querer pri­mero la patria chica. Después los hizo ciudadanos de bien.

Por eso, cuando se derrumba uno de estos robles gi­gantes, es preciso mirar a la provincia. Los pueblos son la esencia de la patria. En el trabajo discreto y laborioso que se ejecuta en los límites lejanos está la mejor fibra nacional. Don Miguelito, como siempre se le llamó con cariño, queda incrustado en la histo­ria de su pueblo.

Con su muerte he perdido un lector constante. Siem­pre que me veía con él me comentaba el último artículo y me sugería temas para otras columnas. Le gustaba debatir los temas nacionales y ponía su mayor énfasis en la corrupción pública y en las desviaciones ciudadanas. Se sentía orgulloso del sobrino escritor y hallaba en él un eco de sus propias ideas.

Hoy tiene El Espectador un lector menos. Pero era, sobre todo, un lector ponderado que sabía desentrañar el alma de las noticias y de los editoriales. Gran co­nocedor de la historia colombiana, a su lado se aprendían lecciones y se paladeaban episodios ignorados. El automó­vil de don Miguelito, en el que tanto viajó el diputado de Tipacoque, hoy es una leyenda, leyenda que se confundía con la idiosincrasia comarcana.

El Espectador, Bogotá, 13-II-1989.

 

Categories: Boyacá, Evocaciones Tags: ,
Comentarios cerrados.