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Gabriela Mistral

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nace el 7 de abril de 1889, en Vicuña, importante centro frutícola de Chile. El ambiente de las frutas perece que hubiera impregnado su alma del aroma campe­sino que se respira en su poesía. Su obra, que en 1945 conquista el Premio Nóbel de Literatura, es un canto perenne al amor. Es el suyo un amor universal que se manifiesta en su reverencia a Dios y en su inclinación por los humildes, los niños, los animales, la naturaleza.

Su inspiración lírica, movida por poderosa fuerza emo­cional, es tersa como la propia atmósfera de sus campi­ñas chilenas. Su poesía brota espontánea y se desliza co­mo agua tranquila y refrescante. En ella han bebido los enamorados de todo el mundo, porque sus versos se vol­vieron patrimonio de la humanidad.

De su padre heredó la vena poética. Era éste hom­bre instruido y buen conversador, que divertía a sus ami­gos cantándoles coplas improvisadas con ayuda de la guita­rra. Era el auténtico gaucho argentino. Gabriela siente desde su más tierna edad la vocación de la maestra y de ahí nace su predilección por los niños y las cosas simples. Más tarde, cuando llega a ocupar posiciones destacadas en la diplomacia y en el gobierno de su país, e incluso alcanza el mayor galardón literario del mundo, proclama que no es más que una maestra de escuela.

El símbolo de la escuela le ha quedado impreso en el corazón como un estigma al mismo tiempo amable y doloro­so. Nunca podrá olvidar que otra maestra de escuela la había acusado en su niñez del robo de unas hojas de papel que ella nunca había tomado, al tiempo que movía a los alumnos a tirarle piedra y a considerarla como enferma mental.

De ese dramático episodio cosecha la noción de la crueldad humana y su espíritu se vuelve sensible –como con tanta densidad lo traduce en sus versos– al dolor, a la desprotección, a la injusticia. Más tarde recibe duro golpe con la muerte de Romelio Urueta, el joven con quien mantiene relaciones amorosas y que se suicida por caprichos con otra mujer, según parece. Esa experien­cia le hace crear el libro Desolación (1922), su obra cumbre. En esa época recibe influencias, para su estado de soledad y desesperación, de las lecturas de D’Annunzio y Vargas Vila, el uno cantor de la muerte y el otro, del erotismo.

En 1924 publica Ternura, donde le da un vuelco a su alma. En este libro sublima la maternidad, el hijo, la gracia de los animales, la tierra amorosa. Su tono se vuelve vital. Aflora la ternura de la voluptuosidad. En Tala y Lagar, sus otras producciones memorables, se nota el influjo de la Biblia, de la cual, y desde mucho tiempo atrás, es lectora constante.

Viaja de seguido por los países de América. Desprecia posiciones oficiales en su propia nación para alimentar su ansia de explorar mundos. Todo esto le da mayor bagaje a su universo poético, ya que se trata de la aguda ob­servadora y la fina receptora de emociones. A Méji­co la convierte en su segunda patria americana.

Sus biógrafos describen su temperamento como franco, cordial, resuelto; su risa, deslumbrante y armoniosa; su alma, bondadosa y sutil. Conserva siempre el aspecto de maestra rural, y con ese emblema llega a los tiem­pos actuales, en el primer aniversario de su nacimiento.

El 10 de enero de 1957 muere en los Estados Unidos y sus restos son trasladados a Chile, donde reposan en Monte Grande, donde pasó su infancia feliz. Sus poemas, llenos de pasión amorosa y hondo contenido espiritual, siguen y seguirán resonando con la magia de la ternura y el encanto de lo sobrenatural.

El Espectador, Bogotá, 13-IV-1989.

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Comentario:

Como admirador de la gran poetisa Gabriela Mistral celebro la noble y hermosa evocación de su vida y de su obra. Jorge Marel, Sincelejo.

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