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El general en su retiro

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

De los recientes relevos en el equipo ministerial, la opinión pública no ha asimilado por completo el del general Manuel Jaime Guerrero Paz. Apenas ocho meses permaneció en el Ministerio de Defensa, tiempo demasia­do efímero para una posición que requiere mayor proyec­ción. Todo hacía presentir, sobre todo por el éxito de su desempeño, que llegaría hasta el final del período presidencial. Pero el señor Presidente resolvió sorpre­sivamente, dentro de su fuero constitucional –que desde luego hay que respetar aunque no siempre se entienda–, prescindir de los valiosos servicios del eficaz colaborador.

El general Guerrero Paz, a quien se le vino enci­ma la forzosa época del retiro de las filas militares, pasará a ocupar una embajada. La dorada diplomacia, que ni buscaba ni esperaba, parece que ahora lo atropella. Pero bien le servirá al país quien toda la vida ha te­nido como objetivo central la consagración a la patria. Se trata no sólo del militar pundonoroso en el más amplio sentido del término, sino del intelectual que ha sabido formar su inteligencia con el mismo celo con que enalteció su vida castrense.

Le correspondió, desde que fue comandante de la III Brigada en Cali, enfrentar delicados compromisos frente a la aguda violencia que hoy destroza al país. Fue víctima de la subversión, y jamás desfalleció en su misión ni en los mandatos de su hombría. «La patria está grave», fue frase angustiada que le escuchamos en momen­tos de perplejidad nacional. Más tarde, cuando apenas aca­baba de llegar al Ministerio de Defensa, se le hizo objeto de monstruoso atentado, del que por fortuna salió ile­so, aunque quedaron inmolados tres de sus es­coltas. Ese era el precio que pagaba por su servicio a la patria.

No ha resultado fácil contrarrestar la violencia co­lombiana. Se han intentado todas las estrategias posi­bles, desde la represión hasta el diálogo, y la guerri­lla continúa  sacrificando nuevas víctimas inocen­tes. Quienes han ocupado en estas duras jornadas puestos de mando –como el general Guerrero Paz– saben hasta qué punto hay que sacrificarse para salvar la democra­cia. El sacrificio llega a veces hasta extremos increíbles, sólo conocidos en toda su magnitud por quienes pagan con su tranquilidad las arremetidas del odio nacional.

Cuando vemos al general Guerrero, tras sus valientes y decididas campañas por la concordia nacional, entrar en el conquistado retiro de los héroes, sentimos cierto alivio. Duro paso éste, sin embargo. Es como desvestirse de todos los arreos del digno ejercicio de la milicia –que más se llevan en el alma que en el uniforme– para vestir, en el caso presente, los oropeles de la diploma­cia y la vanidad, tan divorciados con la manera de ser de este personaje descomplicado y cordial. Sus excelentes relaciones con los subalternos, con los periodistas, con la gente en general –matizadas de buen humor e inmejora­ble don de gentes– hacen lamentar, en el mo­mento más luminoso de su carrera, su llamada a la reser­va.

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La nación le debe mucho, para la conquista de la paz que algún día al fin nos alumbrará, al general Guerrero. Queda limpia su hoja de vida y enaltecido su nombre con sus múltiples demostraciones de patriotismo. Ha cumplido a cabalidad. Y puede, por consiguiente, disfrutar –con su esposa y los hijos– no ya el ocaso del general –que mucho demorará en llegarle–, sino la satisfacción del triunfo.

El Espectador, Bogotá, 7-VIII-1989.

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