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La pasión del café

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

José Chalarca es experto en literatura sobre el café. Se trata de uno de los colombianos que más co­nocen la historia del grano y que más la han difundido en artículos y en libros. Desde su despacho de publicacio­nes de la Federación de Cafeteros, absorbido por las le­yendas que giran alrededor del «néctar negro de los dioses blancos», vive pendiente del acontecer del producto agrícola que mayores sorpresas produce a la economía del país. Se regocija cuando la aguja señala precios ha­lagüeños en las bolsas internacionales, y sufre cuando el producto se precipita, como ahora, por los abismos de los mercados traicioneros.

He leído varios libros de Chalarca sobre la materia. Me deleité con la Fabulosa historia de una taza de café, y le seguí los pasos a la pepa mila­grosa en Historia del café. El escritor manizaleño, que es también cuentista, nos debe un libro de ficción –y el personaje se presta para la fantasía– sobre este dios de los colombianos que es al mismo tiempo mito y realidad. Unas veces es generoso y otras opresor. Creo que Chalarca, de tanto vivir compenetrado con su hado tutelar, va a quedar convertido en una pepa de café.

Ha caído en mis manos un nuevo libro de José Chalar­ca, realzado con la maestría fotográfica de Félix Tisnés, con este título poético: El café, relato ilustrado de una pasión. Obra literaria y artística donde la gracia del texto compite con la policromía del paisa­je campesino. La Compañía Litográfica Nacional y la Edi­torial Colina, de Medellín, impresoras de la obra, ganan honores con esta realización. El texto tiene traducción simultánea al inglés de Consuelo S. Santamaría y Cathy de Quáqueta.

Chalarca hace de su obra un canto al café. Con su poema en prosa, matizado de datos y sugerencias, lleva al lector a un mundo encantado. Con habilidad de crea­dor, como buen cuentista, toma la semilla en sus manos, la siembra, la bendice, la riega y la abona. Y la deja en gestación hasta que se origina la vida. El grano, con­vertido en plántula en forma de chapola o fosforito, emer­ge al conjuro del sol y  la brisa; y más tarde, «vesti­dos los cafetos de blanco como novias dispuestas para una boda multitudinaria», el espectáculo es sobrecogedor.

Quienes conocemos la campiña cafetera sabemos que Jo­sé Chalarca sabe interpretar la sinfonía de la tierra. Somos testigos del amor con que las manos del caficultor, encallecidas y esperanzadas, acarician sus ilusio­nes. Cada cosecha en perspectiva se vuelve para él una plegaria. Nos hemos recreado, además, con el paisaje de los cafetales tremolantes en tiempos de cosecha, que simulan mantos de terciopelo sobre las la­deras y las planicies, y sentimos apesadumbrado el ánimo cuando, tras la cogienda, se van las chapoleras.

El escritor, que hace de este texto un permanente vuelo poético, se transporta por la Colombia de los paisa­jes embrujados y las tierras feraces, para sembrar su matica de café. El café, que es el mayor generador de di­visas, produce sensaciones sensua­les como rey de las florescencias.

El caficultor no cambia por nada su suerte. Lleva su actividad en la sangre, como un líquido vital. Entre el hombre y el árbol se produce la comunión perfecta, que los hace inseparables hasta en las circunstancias más aciagas. La esclavitud del café es una victoria sobre la tierra. Y la pasión del café, como toda pasión, conmueve y estremece.

El Espectador, Bogotá, 9-I-1990.

 

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