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Resucita un poeta

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Alguien me habló por primera vez, hace más de diez años, del poeta tolimense Martín Pomala, nacido en Ata­co en 1884 y muerto en Ibagué en 1951. Vengo ahora a descubrir a Pomala, en toda su trascendencia, en el libro que le dedica José Antonio Vergel –graduado en Filosofía y Letras en la Universidad Javeriana y vin­culado en Rusia, donde reside hace varios años, a importantes medios de comunicación–, obra que se lanzó en Bogotá dentro de la Tercera Feria Internacional del Libro, publicada por Ecoe y Ediciones el Mohán.

Vergel, también tolimense, escribe esta obra después de veinte años de investigar al personaje. En ella re­sucita Martín Pomala (o Jesús Antonio Cruz, su nombre de pila), poeta hoy olvidado, y grande en su época, a quien Luis Eduardo Nieto Caballero mencionó como el «verdadero cantor del Tolima».

Pomala fue condenado a la indiferencia de los nue­vos tiempos. Ahora su biógrafo, que no quiere dejar mo­rir a este muerto grande del Tolima, lo rescata de las sombras  sepulcrales. Como adelantándose a la ingratitud humana, anotó Pomala: “Es que la vida pasa! ¡Y la vida nos hiere con sus perversidades de bestia y de mujer!”.

¿Quién fue Martín Pomala? Veámoslo en sus rasgos ge­nerales. Hijo natural de la lavandera analfabeta Mer­cedes Cruz. En la escuela pública de su pueblo adelanta los estudios primarios, y luego consigue una beca para el colegio San Simón, de Ibagué, donde cursa hasta el tercer año de los secundarios. Se incorpora co­mo combatiente en la Guerra de los Mil Días y allí cae prisionero.

Su madre fue la gran adoración de su vida. Muerta ella, recibe duro golpe del que nunca se curaría. En Ibagué trabaja como empleado público. Se dedica además a la escritura y la lectura. Sobresale como la sorpresa literaria del momento. Felisa Carvajal, el inmenso amor de su vida, lo desdeña. A ella le dedica el poema Sangre, uno de los mejores de su producción. Las penas las miti­ga con licor.

Le sobreviene en 1916 la grave crisis de su salud que se conoce como «obnubilación ascendente». Es recluido en Bogotá en un manicomio, por espacio de siete años. Entre lúcido y lunático fabrica en el asilo versos a montones, que se pierden en su mayoría. Le canta al Sol: «Pa­dre Sol, ilumínanos. Padre Sol, ten piedad de estos lo­cos hermanos que a fuerza de dolor se están volviendo cuerdos».

En 1924 sale del asilo. Casi nadie lo reconoce. Se de­dica a vagar. Sufre hambres y maltratos. Viaja a Calarcá, a Caicedonia, a Popayán. A Guillermo Valencia le hace un gran reportaje. Se dirige a él como «Su Alteza Serenísi­ma y Maestrísima». El bardo de Popayán lo interpela: «No soy Alteza Serenísima. Diga usted: Excitadísima». De pa­so por Armenia se enamora locamente de Lola Botero, bella dama que no le corresponde. ¡Amor de poeta!

Menesteroso, abandonado y enfermo, se mueve como una hoja seca por las calles de Ibagué. Los años 50 son de dictadura y violencia. Y Pomala, antigobiernista decla­rado, proclama su socialismo y su rebeldía. El 20 de ju­nio de 1951 encuentran su cadáver, en alto grado de des­composición, por los lados del acueducto. Nunca logra es­clarecerse el crimen. Todo esto parece una ráfaga de ad­versidades del destino. En medio de ellas el poeta plas­mó su obra sobresaliente.

Errabundo, nostálgico y enamorado, y poseedor además de discreto tono de humor, Pomala había colocado en el poema Sangre esta pincelada sobre su dura existencia: “Tiempo después la suerte me arrojó del bohío. / Dije adiós al rebaño, a las selvas al río… / Y puesta ya en mis labios la sombra del bigote / me di a la aventura y me sentí Quijote”.

El Espectador, Bogotá, 19-V-1990.

 

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