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Se va la luz

viernes, 11 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Un espacio de este diario –Se va la luz– anuncia los cortes del fluido por reparaciones programadas, pa­ra que los vecinos de los barrios se preparen con anticipación. Sucede, sin embargo, que estas emer­gencias se han tornado rutinarias y además sin previo aviso. Esto no se justifica en una ciudad de la importancia de Bogotá, que debiera tener capacidad, como los grandes centros del mundo, para mantener estabilidad eléctrica.

Este columnista vive en un sector donde la luz se va cuando quiere y no cuando le ordenan que se vaya. Es un sector sui géneris, que no constituye un barrio entero, ni medio barrio, ni un cuarto de barrio: apenas unas pocas casas. Sin embargo, ha sido gravado con el 100% en el alza de tarifas. Ahora pagamos el doble y recibimos la mitad.

En esta franja marginada –avenida 19 con calle 136–, la luz nos tiene viendo un chispero desde mucho tiempo atrás. En los alrededores están establecidos varios negocios importantes, corno Burger Station, Centro Co­mercial Sorpresas, papelerías, droguerías, restauran­tes, que con estos apagones frecuentes reciben tremen­dos perjuicios. En las residencias particulares, los electrodomésticos viven dañados y no tenemos a quién pasarle la cuenta. La Empresa de Energía cobra duro pero no paga

Nadie responde por los perjuicios. Nadie contesta los reclamos. El barrio está dividido en dos clases: unos tienen luz permanente y otros la recibimos por parpadeos. Parece que se tratara de las dos Alemanias. Una raya invisible divide nuestro territorio. Cuando en la casa del escritor se va la luz –o sea, a cada rato en los días de lluvia–, con sólo avanzar una cuadra aparecerá una zona iluminada. Lo peor de todo es que con tantas interrupciones también termina yéndose la luz del cerebro.

Ahora mismo no sé si le escribo al ministro de Minas y Energía, al gerente de la Empresa de Energía o al Alcalde de Bogotá. Parece, sin embargo, que todos están metidos en el mismo compromiso de hacer un país claro. Las fugas de la luz, en nuestra fracción de barrio, no respetan  horas de comidas ni de unión familiar. Los hogares se están desintegrando a merced de la irrespon­sabilidad eléctrica.

Cuando se produce el primer parpa­deo, la primera que grita es la empleada del servicio: ¡Se va la luz! Y en un instante todo queda en tinieblas, como en el Juicio Final, que así me lo imagino (y ojalá a él no asistan los citados funcionarios). De ahí en adelante vuelve por dos minutos y se ausenta por media hora. Luego dos minutos más de esperanza y otra hora de tinieblas…

En este juego, al que todavía no nos hemos acostumbrado –y parece que en Bogotá tiene que resignarse uno a todo– pasamos dos y tres horas elevando globos y profiriendo imprecaciones, que las autoridades no alcanzan a escuchar. Hace poco comenzó a titilar la luz, como las casadas adúlteras, y a los pocos instantes quedamos en la oscuridad absoluta. Supusimos que se había marchado al parque vecino, también sumido en le penum­bra, y alcanzamos a presentir uno de esos revolcones que tienen en vilo al país. La luz fugitiva también es sinónimo de inestabi­lidad administrativa.

Y como la empleada no se resignó a los apagones, es­ta mañana nos dijo: «Si la luz se va, yo también me voy». Aquí termina el cuento. Quedamos sin luz, sin ne­vera, sin televisor, sin agua caliente… y para comple­tar, sin empleada. En Bogotá, en sectores marginados como el que comento, falta una orden ejecutiva como la bíbli­ca: «Hágase  la luz y la luz fue hecha». Los vecinos ya resolvimos una cosa: si el señor gerente viene por aquí, le prendemos una vela.

El Espectador, Bogotá, 16-XI-1990.

 

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