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Una gran esperanza

viernes, 11 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Nadie duda de las calidades del doctor Jaime García Pa­rra como persona empren­dedora que ha dejado huella de progreso en cuanta posición ha desempeñado. Su vocación de servicio al país lo ha llevado a puestos claves de la economía, las finanzas y la diplomacia, donde ha sobresalido por su criterio gerencial. Se ha mantenido alejado de las vanidades publicitarias y los apetitos burocráticos, sin dejar de poseer una imagen sólida como hombre de Estado, que lo es por excelencia, y una clara identidad como miembro de partido.

Su figura, que se pone de actuali­dad con la exaltación que hizo de sus méritos el doctor López Michelsen, sale prístina a la opinión nacional. Es de esos colombianos recatados y al mismo tiempo brillantes que inspi­ran, por sus actos y su credibilidad, espontáneas simpatías. Como desco­noce la demagogia y no se ha dejado desviar por la pasión sectaria, y además ha dado muestras de inde­pendencia y de firmes principios éti­cos, su nombre penetra sin dificultad en grandes sectores ciudadanos que reclaman, en la campaña presiden­cial que se inicia, una tabla de salvación.

García Parra, como lo define al­guien, es un técnico con amplia trayectoria política. Por política se entiende todo lo concerniente al hom­bre como ser social, cuya vida está regida por derechos y deberes y orientada por normas morales. Bien distinta es la politiquería (cáncer que corroe al país), que es la degeneración de la política mediante el empleo de sistemas viles y corruptores. Oportuna esta diferencia a propósito de García Parra, cuyo nombre, que se halla por encima de afanes mezquinos, despierta interés para la búsqueda de soluciones na­cionales.

El ciudadano mira con angustia el porvenir. Le duele la suerte de la patria y su propio males­tar. Vive frustrado de los partidos y de los políticos –en su mayoría politique­ros irredimibles– y trata de encontrar, entre tanta tiniebla, una luz de espe­ranza. Elección tras elección escucha las mismas palabras y las mismas promesas falaces, y más tarde descu­bre el eterno engaño con que lo explota la clase dirigente. Conforme pasa el tiempo, es más evidente la distancia entre quienes todo lo po­seen y los que sufren desamparo social. Por eso, la mayoría de los colombianos no tienen (no tenemos) candidato presidencial.

Cuando aflora en el juego de las posibilidades una opción seria como la de Jaime García Parra, hay lugar al entusiasmo. Es una carta con futuro político, y en ella habrá que meditar. Como impulsor de la legislación petrolera en el gobierno de López Michelsen afianzó la riqueza nacio­nal. A Acerías Paz de Río, empre­sa quebrada durante años, la colocó entre las más rentables del país. Como ministro de Hacienda en el gobierno de Turbay Ayala cumplió excelente manejo de la política cafete­ra, lo que le hizo ganar la Cruz de Boyacá. Con estas realizaciones se sitúa en el más alto nivel como líder indiscutible de la economía colombia­na.

En el campo diplomático e inter­nacional, donde se ha desempeñado como ministro plenipotenciario ante la Organización Mundial del Café, director ejecutivo del Banco Mundial, embajador ante la Gran Bretaña y embajador actual en Washington, le ha dado prestigio a Colombia. Existe en él esta característica poco común: sobresale en cualquier puesto.

Si se lanza al ruedo político, como es lo deseable, romperá el hielo que invade a los colombianos. La gente, cada vez más apática, no vislumbra un horizonte promisorio. No tiene ganas de votar. Hay demasiada con­taminación de vicios políticos, mu­chas ambiciones, muchas pugnas entre personas y entre partidos, y poco talante (palabra tan del gusto del doctor Gómez Hurtado). Se echa de menos un verdadero candi­dato nacional que aglutine la opinión pública y canalice los votos inconformes. Ojalá ese candidato fuera García Parra. Hay que oírlo.

El Espectador, Bogotá, 28-I-1993.

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