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La isla embrujada

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

El encanto de Providencia, adonde se llega en 20 minutos desde San Andrés, co­mienza en el aeropuerto, bautizado El Embrujo. Yo nunca había visto un mar de tan bella policromía como el que se contempla desde la ventanilla de la avioneta cuando se aproxima el aterrizaje.

En esta mez­cla de colores entrelazados sobresa­le un azul profundo de tanta inten­sidad, que parece dibujada allí la bóveda celeste el día más luminoso de los cielos desconcer­tantes. Por algo se le conoce como el mar de los siete colores. Penetrar en Providencia bajo el augurio del número 7 (fórmula cabalística) es el mejor pasaporte para el placer.

Quien no haya conocido este paraíso supondrá que se trata de un territorio pequeño, pero la reali­dad es distinta: una carretera de 17 kilómetros, muy bien pavimentada, indica el tamaño de la isla. La fertilidad de las tierras y la abundancia de los arroyos de agua dulce representan un regalo de la naturaleza, que no es fácil encontrar en sitios similares. Y como si fuera poco, las elevaciones del terreno (algo inusitado en las islas) dieron lugar a la conformación de una represa que surte de agua potable a la población, lo que representa para el turista una bendición en medio de aquella vida primitiva.

El capitán de navío Julio César Reyes Canal, fundador de la Escue­la Naval de Cadetes, descubrió desde su retiro de la Armada el secreto de aquellos parajes. Visito al amigo en su propiedad King’s Camp, delicioso recinto turísti­co, y desde aquella meseta admiro el cuadro fascinante del mar que se repliega al borde del pueblo, formando una ensenada.

El capitán Reyes me muestra a distancia el Puente de los Enamo­rados, largo corredor de madera que avanza por el mar, con seduc­ción romántica, hasta la isla de Santa Catalina, y me recomienda que no deje de visitar la fortale­za, constituida por dos viejos caño­nes, que quedó como testimonio de los remotos conflictos bélicos por la posesión de la isla.

Cuando más tarde llego a Santa Catalina, me maravilla, como entu­siasta defensor de la ecología, encontrar en su entrada una valla que reza así: «Amigo, los manglares: 1º – Evitan la erosión de nuestras playas. 2° – Cuidan de pequeños peces, caracoles y langostas. 3º – Nos dan sombra. ¿No crees que es suficiente razón para cuidarlos y protegerlos?».

A poca distancia descubrimos un sencillo y acogedor restaurante en vía de inauguración, que su propietaria, Nona Escalona Martínez (de nacionalidad nicara­güense, pero residenciada en Co­lombia hace varios años), va a bautizar con el sugestivo nombre de Animea (palabra que traducida del hebreo, según comenta, significa Salud y Paz). Mientras saboreamos el apetitoso plato de rondón (comida típica de la isla) le decimos que este mensaje de Salud y Paz se lo enviamos a Nicaragua en momentos en que pretenden arreba­tarnos nuestro legítimo derecho sobre el archipiélago.

* * *

Todo en Providencia, incluyendo a Santa Catalina, es una fantasía. Allí se va a no hacer nada. Es el sitio ideal para el descanso y la contem­plación. La belleza de sus playas (Cayo Cangrejo, Manza­nillo, Suroeste, otras menores), cuyas aguas transparentes dejan ver los fondos del mar sembrados de corales y peces infinitos, certifi­can el embrujo que se leyó en el aeropuerto. A esto se suma la calidez de los nativos, seres senci­llos y amables que parecen conju­gar la simplicidad de la vida agres­te.

Entre los moradores, sea cualquiera su condición social, pre­valece el trato igualitario. Allí se vive la verdadera democracia, y esto se corrobora con la coexistencia de varias religiones por igual desarro­lladas: católica, bautista, adventis­ta. Nona, la nicaragüense, nos de­cía con excelente fundamento que Dios hay uno solo y cada cual lo encuentra a su gusto: lo importante es hacer el bien.

La temporada familiar se hizo más plácida –e inolvidable– en las confortables cabañas Agua Dulce, de los esposos quindianos Carlos Alberto Ángel y Consuelo. Verda­dero remanso de paz y hospitalidad.

El Espectador, Bogotá, 4-IX-1993.

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