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Raza de periodistas

jueves, 15 de diciembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

De los 109 años cumplidos por El Espectador, este columnista lleva 25 de venir vinculado a la ilustre casa de los Cano. Y muchos más, que ya se pierden en la fragilidad de la memo­ria, de ser lector asiduo de sus pági­nas. Si para el diario es un triunfo su itinerario de combates por la demo­cracia colombiana, ¿cómo no rememo­rar el escritor su cuarto de siglo en el sufrido y glorioso ejercicio del perio­dismo?

No se trata de vanagloria per­sonal, por más que ya se cuentan por centenares las cuartillas elaboradas en la lucha de las ideas, sino de seña­lar el hecho de que, como colaborador fiel y acucioso del diario, también al columnista le asisten razones para compartir, como si fueran suyos, los triunfos de su casa de letras.

Al tomar hoy las páginas de El Es­pectador y encontrar una edición remozada, donde la maestría de la diagramación juega con la calidad de los escritos, y la frescura de las tintas con el aire renovador que se respira en todos los espacios, es como sentir­se uno mismo joven y rebosante de vida.

Sin embargo, hasta hace poco no faltaban los profetas de desastres que predecían el derrumbe del periódico. Se hablaba de la inminente quiebra y las alianzas extrañas. No aconteció ni lo uno ni lo otro. Y El Espectador, otra vez, como ha sido su estilo a lo largo del tiempo, surgió airoso, no ya de las cenizas que le causaron las bombas incendiarias, que apagó al día siguiente, sino de su raza de titanes.

Hace 25 años veía la luz en el Magazín Dominical la primera colabo­ración con que el ignoto escritor de provincia, entonces gerente de banco en la ciudad de Armenia, iniciaba larga travesía. Tiempo después, tras seguros escarceos en el suplemento literario, uno de mis artículos pasaba a la página editorial.

No conocía a nadie del periódico. Había llegado solo, con la única carta de presentación de las cartillas tra­bajadas con empeño y convicción. Los eternos envidiosos de la literatura me atribuían padrinos y palancas que no poseía, y que yo, para guardar el enigma, nunca revelé. Quizá esta experiencia sirva de lección para los noveles periodistas que bus­can el acceso presuroso a los medios de comunicación.

Años más tarde, cuando ya el dia­rio le había dispensado mucha tinta al escritor en cierne, vine a conocer en persona a Guillermo Cano y José Salgar, maestros de periodistas, que­ con generosidad y reto me tenían abiertas las puertas de su casa.

Y aquí he permanecido hasta el día de hoy. Gracias a ellos, en primera instancia, he podido rea­lizar la clara vocación de perio­dista.

En 1986 asesinaron a Guiller­mo Cano por atacar la corrup­ción del narcotráfico que por aquellos días irrumpía en el país, y que tantos desastres causaría en los años sucesivos. Murió en defensa de sus principios como el periodista más valiente que haya tenido Colombia. No tuvo la satisfacción de celebrar en 1987 los 100 años del periódico, pero abonó con su sangre el terreno de la dignidad y de las causas que otros preten­den vulnerar. Esta es su gloria.

La nave no quedó a la deriva. Al mando saltaron dos jóvenes ti­moneles de la reserva, Juan Gui­llermo y Fernando, preparados por su maestro para desafiar las tempestades.

Hoy son los nuevos capitanes que dirigen este invicto barco de papel, retocado de tintas y vigoroso de entusiasmo, hacia las aguas procelosas del siglo XXI.

La Crónica del Quindío, Armenia, 19-V-1996

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