Inicio > Biografía, Boyacá > Monseñor Roberto Márquez Rivadeneira, orador sagrado y literato

Monseñor Roberto Márquez Rivadeneira, orador sagrado y literato

viernes, 16 de diciembre de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

De la esclarecida pareja formada por el médico soatense Aníbal Márquez y la dama chiquinquereña Ana Mercedes Rivadeneria llega al mundo –el 7 mayo de 1922–  quien sería destacada figura del clero boyacense: Roberto Márquez Rivadeneira. Nace en la ciudad de Chiquinquirá, pero desde muy niño se traslada a Soatá, donde pasa su niñez y juventud y gran parte de su vida. Siempre se considera soatense, tanto por sus ancestros paternos como por su estrecha vinculación a la Ciudad del Dátil. «Llevo grabado en lo más profundo de mi alma este paisaje norteño», declara una vez.

Roberto Márquez fue el cuarto entre ocho hermanos. Olga, una de sus hermanas, contrajo matrimonio con Camilo Villarreal, prestante dirigente político de Soatá y el Norte de Boyacá. Ligia, su otra hermana, fue la fiel compañera y el brazo derecho en su ejercicio sacerdotal.

Soatá, ayer y hoy

Las tradicionales familias soatenses fueron desapareciendo de la población y fijaron su residencia en otras ciudades, sobre todo en Bogotá, debido a la educación de los hijos. José María Villarreal, exgobernador de Boyacá, exministro y exdiplomático, es uno de los grandes ausentes de la localidad.  La poetisa Laura Victoria, miembro ilustre de la familia Peñuela, viajó a Méjico hace cerca de 60 años y allí se quedó. Mi condiscípulo Pedro Alfonso Márquez Puentes, primo de Roberto, hoy eminente médico en Estados Unidos, salió del país y nunca regresó. Rafael Mojica García, fundador y rector de la Universidad del Meta, que nació en Soatá cuando su padre pasó por allí como juez, no echó raíces en el medio.

En Soatá fue caudaloso el éxodo de sus habitantes hacia los centro urbanos. A lo largo del tiempo, esto ocasionó lo que podría llamarse una mutilación del alma de la sociedad, hasta el punto de que uno mismo (hablo como soatense nostálgico del pasado) se siente en ocasiones extraño cuando vuelve a sus lares y encuentra tristezas. El paso del tiempo ha transformado, sobre todo a los ojos del afecto, el lugar amable y pintoresco de otros días.

No sólo se trata de la natural renovación de generaciones en el proceso de un pueblo, sino de otro fenómeno de los nuevos tiempos: Soatá, capital del Norte de Boyacá, que no ha sufrido mayores daños causados por la guerrilla que anda en los alrededores –sobre todo en los pueblo vecinos a la Sierra Nevada de El Cocuy–, recibe a los desplazados de esos municipios y les da albergue. Al éxodo de los nativos y al poblamiento con gente nueva, que no tiene, por lógica, el mismo sentido de identidad y de pertenencia al medio, se debe en gran parte la atrofia que hoy padece mi patria chica.

Roberto Márquez, tan vinculado al desarrollo de Soatá como sacerdote y fundador de un colegio, también se alejó de su tierra, llamado por otros compromisos, y sentía la misma nostalgia cuando retornaba al pueblo y no encontraba a su familia ni a sus viejos amigos. El terruño no era –no podía ser– el mismo de antes: las costumbres habían cambiado, en las calles se veían muchas caras nuevas y pocos conocidos, y otros afanes movían la vida municipal. Incluso los dátiles no sabían lo mismo.

Hoy me siento complacido cuando vuelvo a Soatá, esta vez con las dotes del escritor, y me detengo ante un egregio y auténtico soatense, que ya hace parte de la historia: Roberto Márquez Rivadeneira.

Vocación religiosa

De niño asiste con sus padres a la iglesia del pueblo y lo seducen las ceremonias, con sus cánticos y latines que le suenan sobrenaturales. Con asombro escucha los sermones vigorosos del párroco y le provoca imitarlo. En su casa se muestra aplomado y reflexivo. Su mente inquieta todo lo capta. Señales inequívocas de que posee una inteligencia abierta a las inquietudes del espíritu.

Y se va para el Seminario Mayor de Tunja, donde adelanta intensa preparación en las disciplinas eclesiásticas. Se apasiona por el latín, la lengua muerta –y ahora viva– que escuchaba como un murmullo misterioso en los oficios de su parroquia, y cada vez la reta y la interpreta con mayor propiedad.

Descubre, junto con el griego, las raíces de las culturas milenarias que no podía captar en su remoto poblado, donde no había colegios para tanta erudición. (Digo remoto poblado, ya que en ese tiempo se gastaban largas y penosas horas para llegar a Soatá desde Bogotá o Tunja, por una carretera polvorienta y azarosa. Pero la dureza del viaje se veía recompensada con la emoción del retorno).

Años después se revela como profundo latinista. Incursiona, como lector voraz y estudioso obsesivo, por los textos sagrados y por los caminos de los clásicos. De esta manera, su mente se estructura para sólidas jornadas. En el futuro sacerdote se agita el escritor y el humanista, condición que no es frecuente en todos los miembros del clero, por más entendidos que sean en las lenguas románicas.

Recibe la ordenación sacerdotal el 15 de junio de 1946, a los 24 años de edad. En 1965, la Universidad Javeriana le otorga el título de doctor en Derecho Canónico. El día de su ordenación pronuncia, con convicción y sinceridad, una emotiva oración de la cual tomo estas palabras:

Dios ha depositado sobre la miseria humana abrumadoras dignidades. Pero ninguna tan soberanamente augusta como ésta. Porque no es el sacerdote, bien lo sabéis, ni príncipe ni rey de este mundo, a quien se le atribuyen los honores y la gloria de los hombres. No. Todos los triunfos de acá abajo son veleidades que se esfuman al soplo alado de la muerte. La dignidad sacerdotal es inmensa y eterna como Dios.

Por aquellos días la Iglesia Católica vive en el mundo una incierta época de quietud y búsqueda y comienza a prepararse para los grandes retos que le traerá el futuro y que darán lugar a los concilios vaticanos de los tiempos contemporáneos. Luego de su ordenación, el joven sacerdote es nombrado vicario cooperador de El Cocuy, bella población boyacense situada en estribaciones del nevado que lleva su nombre (nevado que al mismo tiempo se llama de Güicán por estar situado entre los dos municipios, con lo cual han quedado zanjados los celos mutuos).

Allí inicia, con el vigor de la juventud, la certeza de su vocación religiosa y la poesía del paisaje, un apostolado que se prolongará por 41 años.

Carrera eclesiástica

Boyacá ha sido cuna de escritores, poetas, sacerdotes y militares. A Roberto Márquez le faltó esta última condición (toda vez que fue sacerdote, poeta y escritor), y en otro sentido fue gran militante de la Iglesia Católica, cuya causa asumió con decisión, firmeza y entusiasmo, predicando la luz de la verdad y promoviendo los valores espirituales, sociales y religiosos que le inculcaron en el hogar y en el seminario.

Tras su permanencia en El Cocuy deja huellas como párroco de Tibasosa, Nobsa y Sogamoso. En Soatá actúa como coadjutor de la parroquia y en esa ocasión funda uno de los mejores colegios de la región, el Instituto Norte Próspero Pinzón –hoy Colegio Regional Juan José Rondón–, cuya rectoría ocupa durante varios años. Desempeña el cargo de canciller de la Diócesis de Duitama y Sogamoso.

También funda el seminario de Duitama y es su primer rector. Allí cumple  ponderada labor. Su vocación por la docencia es indudable. En todas partes se le aprecia por su celo sacerdotal, espíritu pedagógico y don de gentes, y se le admira como brillante orador sagrado. El título de monseñor le llega como justo reconocimiento a su carrera pastoral. En el prelado existe otra virtud que enaltece su personalidad: la de intelectual.

De la parroquia de Sogamoso es ascendido en marzo de 1986 a vicario general de la diócesis, su última misión. Un año después, el 7 de noviembre de 1987, le sobreviene la muerte cuando se encontraba en pleno vigor físico e intelectual, y esto frustra para el clero de Boyacá la oportunidad de tener, como se esperaba con sobradas razones, un obispo excelente.

El canónigo Peñuela: su guía y maestro

La figura del canónigo Cayo Leonidas Peñuela, renombrado historiador y polemista, oriundo de Soatá, le despierta honda admiración. Recibe de él lecciones que influirán en el cumplimiento de su misión eclesiástica. Cayo Leonidas Peñuela desarrolla papel preponderante en el campo educativo, como impulsor en Soatá del Colegio de la Presentación y de la Normal Superior, y en Tunja, como rector del Colegio de Boyacá.

Márquez Rivadeneira tiene siempre en mira –y esto se vuelve un acicate para su propia superación– las grandes realizaciones ejecutadas por su paisano en las lides del espíritu. El canónigo Peñuela fue uno de los motores de la Academia Boyacense de Historia y autor del Álbum de Boyacá y otros textos valiosos de historia patria. Fundó Repertorio Boyacense, órgano de la Academia Boyacense de Historia, publicación que con su último número, el 333 de octubre de 1997 –que por casualidad tiene también 333 páginas–, acaba de cumplir 85 años de vida. Como polemista vigoroso, el canónigo  intervino en muchos foros académicos y publicó numerosos artículos en revistas y periódicos.

La férrea voluntad de Cayo Leonidas Peñuela, su carácter combativo, su oratoria sagrada, su formación intelectual, su apostolado vehemente y su espíritu creativo motivan al alumno para seguir tras sus huellas. No se trata de superarlo ni de imitar todos sus pasos, sino de realizar, como él, positivas obras para el bien común. Líderes religiosos con diferentes matices, ambos religiosos protagonizan hechos importantes para el progreso de la comarca y el desarrollo de la sociedad.

Nótese esta significativa circunstancia: el canónigo Peñuela muere en mayo de 1946 como párroco de Soatá, y Roberto Márquez se ordena de sacerdote al mes siguiente. Muerto el maestro, la bandera pasa a manos del discípulo.

El 10 de diciembre de 1968, en recuerdo del mismo día de la fundación de Soatá en 1545, se trasladan los restos del canónigo Peñuela del cementerio a la iglesia parroquial. Se escoge al seguidor de su obra para que pronuncie la oración fúnebre ante un pueblo fervoroso que rinde tributo a su personaje epónimo. Esta bella pieza lírica es ahora rescatada, tres décadas después, en un libro que recoge selectas páginas de monseñor Márquez como orador sagrado y escritor insigne. Así traza, en breves palabras, la personalidad de su maestro:

Así fue él, el que fue siempre: franco, magnánimo, celoso de sus fueros, rudo en el resistir, obstinado en sus luchas, intransigente con el error, con  el vicio, destemplado aun en la corrección de los irreverentes, pero caldeado en el amor a su pueblo y ajustado en todo al Evangelio. Su vida, lo he dicho en otra ocasión, antójaseme simbolizada en los recios cujíes que enmarcan nuestra plaza principal, cuyos gajos punzantes y destartalados soportan en mayo, con estática impaciencia, el prodigio deslumbrante de las orquídeas en flor. ¿Qué hay en Soatá que no haya sentido el inicial impulso o no haya sido planeado de antemano por el doctor Peñuela?

Brillante orador sagrado

Don portentoso el de Roberto Márquez que bajo el poder de la palabra le abre campo a la verdad y hace resaltar los errores humanos y las injusticias sociales. En la antigüedad, los tribunos del pueblo se preparaban durante años en el arte de la oratoria, antes de lanzarse a los foros a convencer a la gente. Si se cogía destreza para esa disciplina, las causas estaban ganadas.

Igual cosa puede decirse de este militante de la Iglesia Católica. Practica él durante largos años el ejercicio de la palabra y no se contenta con expresar las ideas, sino que lo hace con claridad y donosura, sencillez y efectividad. Le imprime al pensamiento los atributos de la elocuencia y la fuerza de la convicción. Rechaza las frases misteriosas y los latinajos incomprensibles que, lejos de ilustrar, confunden la mente.

Necesita, por el contrario, para dominar los estrados de la verdadera oratoria –que él aprende a recorrer paso a paso y cada vez con mayor propiedad–, saber llegar a las masas para conquistarlas. No ignora que para penetrar en los espíritus deben poseerse hondos conocimientos de sicología y escrutar muy bien la naturaleza humana.

Llega a ser uno de los exponentes más notables de la cátedra sagrada en Boyacá. Su palabra vibrante enardece multitudes. Los oyentes sienten –siempre lo han sentido en cualquier escenario y en cualquier circunstancia– emoción ante la elocuencia. Entienden mejor los mensajes cuando contienen belleza y fascinación, fluidez y energía, resplandor y sabiduría. Estos son los ingredientes que monseñor Márquez imprime a sus intervenciones públicas.

En las Semanas Santas se vuelven famosos sus sermones de las Siete Palabras. Su fuerza oratoria crece con su figura apuesta, su mirada aguda e inteligente, la modulación de su voz, el equilibrio de la razón y la prudencia y el manejo elegante del idioma. Con estos recursos logra ganarse la atención del auditorio y transmitir con eficacia la palabra que crea inquietudes.

En sus homilías de las Semanas Santas formula duras críticas sociales. Dice en una de ellas:

También están los verdugos: no podían faltar, son los mismos de siempre: las pobres bestias con puñal, con fusil, con la bomba molotov, con las armas ultramodernas; son explotados con inyecciones, con drogas alucinantes; son también los funcionarios sin alma, con sus reglamentos drásticos que, quieran o no, tienen que cumplirse; son los mirones con su curiosidad insensible (…) En estos dos ladrones, estamos nosotros muy bien representados. Quizá no asaltamos en los caminos ni amenazamos de muerte para que nos entreguen la bolsa. Pero todos robamos y robamos de todo: dinero, bienestar, fama, cargos sociales, puestos de trabajo, salud física y mental. Robamos más frecuentemente alegría, paz y aun vida».

El mundo de las letras

Pocos conocen en vida del prelado que él esgran escritor. Escritor exigente, castizo, obstinado, que emplea sus horas silenciosas en la factura de páginas selectas. Sus discursos religiosos –hoy de antología–, que vibran en los aires de Boyacá como prodigios de inspiración, le demandan largo tiempo de meditación. Siempre supo que no podía improvisarlos, porque las letras no son asunto de poca monta. Riguroso con las normas gramaticales y la depuración del estilo, es perfeccionista y diletante de la escritura.

Lector infatigable, divaga con pasión alrededor de los grandes maestros de la literatura universal, mientras al mismo tiempo se deleita con la música clásica. En su estudio privado, que Ligia cuidaba y consentía con tanto celo, y que después de su muerte ha dejado intacto con la ilusión de que él vive todavía, los libros que tanto amó duermen hoy bajo sus alas de eternidad.

En el seminario de Duitama monta obras de teatro. Es al mismo tiempo el creador y el director de comedias y sainetes elaborados con ingenio sobre temas religiosos o mundanos, y él mismo forma a los actores, salidos de sus  propias aulas. Me cuenta un alumno suyo que una de esas piezas obtuvo tanto éxito, que de los pueblos vecinos acudían a él en solicitud de nuevas representaciones en sus localidades.

Esa aptitud la hereda de su tío Alejandro Rivadeneira, que organizaba en Soatá alegres temporadas de teatro. (Recuérdese, a propósito, que los cuentos que escribió Juan Rulfo se los había escuchado a un tío suyo que con mucha gracia se los narraba). Como en Soatá el pueblo aplaudía el humor y la sátira llevados escena por el tío Alejandro, al sobrino le provocó hacer lo mismo que él.

Pasados los años, no solo se vuelve creador y director de teatro sino que incursiona en otros terrenos de las letras. En secreto escribe poesía en sus comienzos como literato. Esta afición la seguirá cultivando por el resto de su vida. La vena poética se siente también en su prosa: es difícil encontrar un sermón, un ensayo, un discurso o una página cualquiera que no tengan aliento poético.

Consiente los vocablos, los moldea, les da brillo y sonoridad. Y los engarza a la frase como ajustes perfectos de la oración. En sus escritos hay fluidez,  pureza, densidad y música. Maneja un estilo clásico, pulido y expresivo, en el que se advierte su búsqueda de la belleza a través de las palabras.

Legado cultural

Once años han transcurrido desde su muerte. En esa ocasión recibió los honores que le tributaron las autoridades civiles y eclesiásticas y el pueblo boyacense. Quizá no se le reconocieron en vida sus grandes virtudes como militante de las letras. Se sabía sí que era un destacado miembro del clero y gran orador sagrado. Pero su obra literaria pasó inadvertida para la mayoría de la gente.

Importantes papeles se esconden hoy en la intimidad de su biblioteca y Ligia  ha comenzado a sacarlos a la luz. Varios de ellos los ha recogido el padre Humberto A. Agudelo C. en el libro titulado Monseñor Roberto Márquez Rivadeneira, un alto en su oratoria sagrada (octubre de 1997), que rescata algunos de sus escritos religiosos. La tarea editora debe extenderse a su obra de teatro, poesía y ensayo, para que tales trabajos no sean borrados por la pátina del tiempo.

Que la semblanza que aquí hago de mi ilustre amigo y paisano sea un tributo de admiración y aprecio hacia esta figura grande del sacerdocio y la literatura. Su recuerdo debe quedar vivo en la memoria de Soatá, a cuyas autoridades corresponde obtener el traslado de sus restos a la catedral, al lado de su maestro, el canónigo Peñuela.

Repertorio Boyacense, Academia Boyacense de Historia, N° 337, Tunja, septiembre de 2001.

 

 

 

Categories: Biografía, Boyacá Tags: ,
Comentarios cerrados.