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Carbón

sábado, 11 de febrero de 2012

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Cuando Nepomuceno Izquierdo fue nombrado alcalde se sintió un respiro en las catorce cuadras que compo­nían el pueblo. El cura aprovechó que el vecindario lo escuchaba en apretada concurrencia aquel día, fiesta de San Isidro, patrono del pueblo, para ponderar las cualidades del joven mandatario municipal y arremeter contra los desafueros, la politiquería, la corrupción administrativa del destro­nado alcalde, Agapito Cifuentes, el gamonal de la región durante toda una vida de sobresaltos, que había sembrado el pánico, la tiranía, la muerte, según las palabras que desde el púlpito se hacían más so­noras y que los vecinos respaldaban en metálico silencio de camándulas y limosnas.

Cuando hablaba de pecaminoso, no tenía necesidad de recordar que se refería a la vida licenciosa que sus feligreses, compungidos en medio de la reprimenda dominical, pasaban entre los desenfre­nos del barrio de prostitución, invadido por una plaga de mujerzuelas que habían sido atraídas por la propaganda de los yacimientos de carbón descu­biertos por Agapito en mitad de su finca.

Todo lo malo que sucedía tenía relación inevitable con Agapito, en quien el diablo estaba encarnado, según la afirmación del presbítero, lanzada lo mismo desde el púlpito que en cualquier calle del pueblo. El poder eclesiástico y el poder civil se habían divorciado desde mucho tiempo atrás y cada cual marchaba al revés, pues el joven clérigo pensaba que su misión con­sistía en mantenerse alerta, y que no era posible adop­tar una actitud débil o contemplativa ante los proble­mas del mundo, sino que debía ejercer decidido influjo en la sociedad, haciéndose sentir; y el alcalde, por su parte, no permitía que el «curita», como lo lla­maba en forma despectiva, le quitara poder con sus pláticas y actos revolucionarios.

Por eso, en lugar de emprender obras de progreso para el villo­rrio, como terminar la carretera de penetración, o le­vantar los postes del alumbrado que se habían caído por inercia, o higienizar el matadero,  gozaba robándole adeptos a la parroquia, con persuasiones y amenazas.

A la cabeza de un pelotón de secuaces, él mismo había tumbado, en una madrugada bohemia, los flojos cimien­tos que sostenían la puerta trasera de la casa cural, la que tambaleó a la segunda arremetida y se desmoronó como castillo de naipes.

El goberna­dor se ablandó ante las súplicas del párroco, y a pesar de no ignorar que iba a perder simpatías y votos en el vecindario, y también los suculentos sancochos con que solía atiborrarse en sus visitas guber­namentales, terminó destituyendo al alcalde, después de asegurarle el párroco que él, como conductor de almas, ejercía mayor influencia que Agapito Cifuentes.

Cuando Nepomuceno Izquierdo, jovenzuelo simpático, buen mozo, refinado y manejable, fue elegido para regir los destinos del municipio, hubo jol­gorio parroquial. Se había derrumbado la dictadura de Agapito. Si no para siempre —ya que el presbítero sospechaba que cualquier día iba a restablecerse su poderío entre sancochos y francachelas—, se consideraba seguro por algún tiempo. No del todo, sin embargo, si Agapito, dueño de las minas de carbón, estaba asistido de temible astucia, como el zorro político que no podía dejar de serlo.

—¿Por qué no hacemos las paces, Agapito? —le pro­puso el cura.

—Porque no me da la gana.

Se le revolvía más la indisposición al clérigo con tales desaires. Sentía deseos de reconciliación, pero el propósito naufragaba ante el rechazo del contrincante, el invencible Agapito Cifuentes, quien, sin ser el alcalde, seguía ejercitando sus armas como el gamonal de siempre. En torno suyo giraba la vida municipal y no había medida que no se le consultara, o reunión a donde no fuera invitado.

Agapito no tenía la culpa de que bajo el influjo de sus minas el pueblo creciera, y estuviera tendida la red del alumbrado, y se hubiera establecido el mejor matadero de la región, y se abrieran carreteras por los cuatro puntos cardinales, y de catorce cuadras que existían a duras penas en su alcaldía, o en sus alcaldadas, se llegara ya a treinta y cuatro.

El progreso generaba corrupción, aunque no lo creyera el párroco, quien descargaba el peso de su autoridad eclesiástica en el gamonal y asociaba el carbón con la leña del infierno.

El carbón, según él, había inflamado las pasiones y desencadenado los odios; había hecho cre­cer el pueblo, pero creaba la extravagancia, la libertad de credos, el aislamiento de la iglesia; había estimulado la prostitución, circunscrita en otros tiempos a una sola manzana, camuflada más tarde entre los campamentos de trabajo y ahora regada por doquier. Hasta el refinado de Nepomuceno Izquierdo evadía la influencia eclesiástica y seguía con discreción los con­sejos de Agapito.

Quien años atrás fuera ponderado desde el púlpito como el alcalde probo, el alcalde que significaba una garantía para el pueblo y un aliado de la iglesia, comen­zó a debilitarse ante su tutor. Advirtió que Nepo­muceno Izquierdo, el jovenzuelo culto, había dejado de ser tan jovenzuelo y tan refinado, para volverse elemento disociador, instrumento del mal y la mayor amenaza pública.

Agapito Cifuentes terminó aliado con el cura. Entre ambos analizaron el peligro que se cernía sobre la co­munidad, en presencia del comunismo que propulsaba el burgomaestre —como había pasado a de­nominarse—, y que ya no se conformaba con darle realce a la vida libertina, ni con debilitar el fuero eclesiástico, sino que incitaba al obrerismo hacia un peligroso mo­vimiento de reivindicación de sus derechos frente al capital —el yugo del capital, como lo denominaba—, re­presentado por el carbón.

El párroco aceptó en otra fiesta de San Isidro la contribución de Agapito para concluir el tem­plo y levantar la casa cural, que amenazaba caerse del todo. Ponderó la virtud cristiana de Agapito, a quien comparó con Pablo el pecador, e hizo alto elogio del espíritu cívico que estaba asociado al progreso de la región, cuidándose esta vez de mencionar el carbón como fuente del mal, para referirse en cambio al «combusti­ble de la civilización».

«Los tiempos cambian», comentaba el vecindario entre sorprendido e incrédulo. No se concebía que dos personas antagónicas, rivales furibundos, fraterni­zaran de buenas a primeras. Había cierto acto de con­trición en la conciencia de ambos. Era el espíritu cris­tiano. La enemistad se desdoblaba.

El sacerdote no veía mal que Agapito Cifuentes enmendara su conducta apoyando la terminación de la casa de Dios. Agapito se desprendía apenas de unos pesos para fomentar la obra y ganar, en compensación, la popularidad que Nepomuceno Izquierdo le quitaba con sus ademanes.

* * *

Un día fue destituido el alcalde co­munista y resultó designado otra vez Agapito Cifuentes, ciudadano ejemplar que sacrificaba su comodidad para servir a su tierra. Los ve­cinos aplaudieron la medida. La posesión del nuevo alcalde era motivo de alegría popular y las gentes rodeaban al «impulsor del progreso».

Nada tan apropiado como que el presbítero expresara con retoque de campanas e irrupción de pólvora el afortunado suceso. Hubo ca­balgatas, y profusión de licores, y algarabía, y músicos, y mujeres públicas… Todo cabía en el saludable esparcimiento del pueblo redimido.

Cuando Agapito Cifuentes subió a su trono, se sintió un respiro general, como había ocurrido años atrás al abandonar la alcaldía. Si en el pasado se había mostra­do veleidoso y tirano, ahora representaba al hom­bre del juicio sereno y la suficiente madurez para poner en marcha un nuevo estilo de gobierno.

A las tres de la madrugada aún reventaban los voladores lanzados por el acucioso sacristán, experto no sólo en quemarle pólvora a San Isidro, sino en rendirles pleitesía a los hombres. La pólvora significaba, como lo explicaba el cura, una manera de alegrarse con la caída del alcalde anticlerical. El párroco, asomado a esa hora en la ventana de su alcoba, contemplaba la majestad de la noche, perturbada de vez en cuando por el estallido de un nuevo volador.

La plaza albergaba aún a varios parroquianos, borrachos entre el frío de la madrugada. Tres mozas atendían el único cafetín de la plaza que permanecía abierto y no rehuían los manoseos de que eran objeto por parte de descarriados bohemios.

En una apartada cantina, los notables del pueblo, escondidos de la mirada eclesiástica, combinaban las maniobras de la administra­ción. Agapito Cifuentes era el centro del chispeante cabildo. Le hacían corrillo los miembros del concejo, el juez, el notario, el sargento y un séquito heterogéneo.

Y como personaje de primer orden estaba Nepomuceno Izquierdo, el recién depuesto alcalde, que anunciaba los planes que se proponía adelantar para contener a los obreros desde su cargo de administrador de las minas que acababa de confiarle su compadre Agapito.

—¡Viva el cacique! —gritó alguien, y todos se abalan­zaron sobre Agapito alrededor de una mesa retozona.

El curita cerró la ventana. Contempló el desfile de las mozas del cafetín, que desaparecían, acompañadas de sus hombres, por la cuadra que daba al frente de la iglesia. Por allá en una rendija de sus intimidades sin­tió deslizarse de pronto una raya de carbón. Eran pen­samientos incómodos que deterioraban el silencio del amanecer. Y prefirió descansar bajo los efectos del sueño.

A las tres de la mañana el sacristán hizo reventar el último volador.

1981.

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