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Vuelve y juega

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

I

Ya nadie puede quejarse de que el corazón lo traicione. Antes las personas se morían del corazón porque la me­dicina no había avanzado lo suficiente para conjurar los sobresaltos. Hoy, con el corazón bien cuidado, al que ya se le colocan hasta válvulas mecánicas, usted y yo podemos reírnos de la vida. Lo malo es que no siempre se siguen los consejos de la medicina y por eso, cuando menos se espera, llega el corrientazo que puede apagar el latido que suponíamos lleno de vitalidad. Pero atienda usted las precauciones del médico y verá que la vida se prolonga con aires de primavera.

Fíjese en la historia de Mariano Albor­noz, rubicundo empresario de pompas fúnebres que se ufana de contener los embates de su excedida ana­tomía, sólo por hacerle caso al doctor Salazar, su car­diólogo desde hace veinte años, que no cesa de recomen­darle el ejercicio permanente y la sana alimentación.

—Además debe vencer las preocupaciones —le anota el doctor—. No vale la pena vivir angustiados por asun­tos que son más imaginarios que ciertos. La vida, es­timado Mariano, se vive con demasiadas prisas y nos fatigamos por problemas que desgastan el organismo.

—Hay gente que no paga los gastos de funera­ria —comenta Mariano.

—Usted gana suficiente dinero.

—Podría ganar más. A la funeraria llegan las perso­nas con el muerto a cuestas y desorientadas ante ese momento dramático. Es entonces cuando les abro de par en par el negocio, les recomiendo el féretro apropiado y hasta les insinúo los rezos. En ese mo­mento todo lo aceptan. Firman sin discutir cuanto papel les presento, pero después…

—Después quiere usted hacerles pagar lo que no gas­taron. Hay gente como usted, querido amigo, que se aprovecha de los momentos de pena para cobrar hasta el abrazo de condolencia.

—A propósito, doctor, aún está pendiente un saldo de la cuenta por el entierro de su prima.

—Que en paz descanse —remata el médico.

—Mejor descansaría si usted me cancelara el saldo que me debe hace dos años…

—¿No se fija, hombre? Esas preocupaciones por cosas que no valen la pena son las que producen un infarto a cualquier momento. Tenga la mente libre de malos pen­samientos y verá que el corazón le marcha correctamen­te. Bastante gana con los ataúdes que vende en los apuros de la muerte.

—Usted también cobra duro, doctor.

—Pero les mantengo a los pacientes el corazón como si fuera el de un joven de veinte años.

—Y yo le pago consulta por consulta…

—Está bien, Mariano. Esta consulta queda por la deu­da, ¿de acuerdo?

—¿Acaso me está usted examinando? ¿Y desde cuándo una consulta vale lo que usted me adeuda? Vine sólo por conver­sar con usted. Es una entrevista de amigos, como quien dice, de cliente a cliente.

—Ahora desabróchese la camisa para examinarle ese lujo de corazón que tanto le cuido. ¡Respire fuerte! ¡Menos fuerte! Ahora vuelva a hacer el ejercicio que le enseñé. ¡Ya! Su salud es envidiable. Con sus 60 años es usted un roble.

A tres cuadras queda la funeraria de Mariano Al­bornoz, y hacia allá se dirige el comerciante con aire ri­sueño. Otra vez el doctor le ha infundido optimismo para gozar la vida. Saluda a cuanto transeúnte se le atraviesa, porque considera que el empresario de pompas fúnebres debe ser afable con todo el mundo. Marcha erguido y se ve saludable. Una sonrisilla le ha quedado bailando en los labios desde que el doctor le refrendó plena salud. Sin embargo, saltan a la vista unos kilos de más que no logra disminuir por más controladas que mantiene las grasas.

II

El miedo al infarto, que en otros tiempos era su obse­sión, ha desaparecido. Practica los ejercicios que le recomendó el médico desde que sintió las cajas destempladas en mitad del pecho y tiene fe ciega en que su organismo resistirá los asaltos de la vida. Por su funeraria pasan numerosos parroquianos vencidos por las flaquezas del corazón, mientras que él se siente un roble.

Mariano Albornoz recibe los residuos que no puede sal­var el médico. Ambos gozan a su manera. El cardió­logo, dando vida. El dueño de la funeraria, enterrando muertos. Son clientes mutuos. El doctor Salazar verifica en esta funeraria las exequias de la familia. Es buena fu­neraria y dispone, por supuesto, de confortables salas de velación. Bien se entenderá que es una manera de describir tales recintos, pues no es propiamente confortable lo que es mortuorio. Pero es un modo decente de tratar al muerto el de depositarlo en un salón alfombrado, con música de fondo, cande­labros relucientes y flores frescas.

Ambos se profesan cordial amistad. El uno paga los honorarios médicos, que vienen en ascenso año por año, y el otro devuelve el gesto llevando sus muertos a la fu­neraria.

—Son cuentas corrientes —se defiende Mariano—. La caja mortuoria sólo se lleva una vez y no está bien que se discuta su precio. En otro sentido, hay que  pagar altos honorarios porque el infarto se detenga.

—Los normales —refuta el médico—. El cardiólogo gasta la vida aprendiendo la ciencia que resucita muertos.

—Traficamos con la misma mercancía, mi querido doctor. Usted da vida y yo, muerte. Ambas son ocupaciones dignas. Al cementerio se debe ingresar con decoro y para eso están mis servi­cios, que tampoco los he aprendido en un día.

—Ahora quítese la camisa —dice el médico— y mués­treme el pecho. Trata usted de justificar su especulación con el pretexto de que las torpezas de los deudos se pagan con plata. Se equivoca, amigo. En tales apuros es cuando más sensibilidad se necesita.

—De sensibilidad no se vive, doctor. Yo también como, cancelo impuestos, mantengo mujer e hijos y atiendo altos honorarios por mis fallas  cardíacas…

III

Aquel día celebran un extraño negocio. En lugar de Mariano desembolsar el valor de las consultas, que tanto dice molestarlo, éstas serán abonadas al costo del ataúd que el médico encarga para los fu­nerales de su anciana madre, cuya muerte presiente cercana. La vena humorística del doctor Salazar es capaz de comprar a plazos anti­cipados el costo de la muerte.

Ambos ganan dinero abundante. Y en la misma forma se les va de las manos, aunque no en gastos normales, sino jugándolo. Son tahúres profesionales que dominan las artes de una sesión de dados o de una baraja de póquer. Se reúnen con frecuencia en largas jornadas nocturnas, domi­nados por ímpetus voraces que los deja con los bol­sillos limpios y la conciencia inquieta.

—Esto no le conviene, Mariano —le reprocha un día el mé­dico—. Su estado debe evitar estos momentos de tensión.

Mariano lanza una carcajada, y los dos jugadores concilian sus debilidades con  un abrazo. Ya habrá pacientes y muertos que les hagan recuperar la bolsa.

—Y no olvide que quiero la caja en legítimo cedro.

—Usted me lleva ventaja, porque las consultas van a ser muy seguidas…

—Tranquilo, hombre —le dice el médico—, y deje de pensar en el dinero.

—De esta forma va usted a termi­nar de comprarme muy rápido el ataúd.

—Considere más bien que está vendiendo su mercan­cía a buen precio.

Ellos son diestros tanto en tirar el dado como en alimentar su espíritu risueño.

IV

Una madrugada vuelve, de sopetón, el corazón de Mariano a jugarle una mala pasada. Lo despierta de nuevo el dolor que años atrás lo había dejado medio muerto. Comienza a faltarle la respiración y ape­nas acierta a exhalar un ronquido para hacerse notar. Su esposa practica con torpeza los movimientos que el médico ha tratado de inculcarle para estas emergencias. La casa se revoluciona en un minuto entre gritos y sollozos.

Pero al fin aparece el médico. Inyecta aire de boca a boca, con cierto reproche para los presentes, que olvida­ron medida tan elemental. El enfermo apenas si se mueve. Tiene la cara amoratada.

—¿Se morirá doctor? —tartamudea la esposa.

—¡Páseme la jeringa! —exclama el médico, ignorando la pregunta.

El médico mira con fijeza a los presentes, dándoles a entender que el caso es delicado.

—¿Vivirá, doctor?

Ya para entonces ha llegado la ambulancia, y en segundos sale disparada hacia la clínica, haciendo sonar la sirena desaforada que a las tres de la madrugada suena a tragedia. Algún borracho contempla el paso del vehículo y se recoge en su gabardina en busca del último trago.

Los recursos de la ciencia corren por la clínica en auxilio de otro corazón amenazado. Las enfermeras salen de su adormecimiento. En un rincón, el reloj de pared trabaja con desgano. Es la quinta emergencia coronaria de la noche.

Mariano Albornoz duerme un sueño intranquilo. Es posible que el infarto le haya permitido un segundo de lucidez para pensar que el doctor le prestará todo el cuidado de la ciencia. En los planes de Mariano no cabe la muerte por infarto desde que el doctor viene pregonándole un corazón de roble.

Desde luego, para los casos angustiosos está el doctor Salazar. El cardiólogo se seca el sudor de la frente. Y el enfer­mo comienza a dar los primeros signos de mejoría, que a los pocos minutos se hace evidente. Mariano al fin se mueve, y sonríe cuando abre los ojos.

—La vida es buena con los jugadores —le susurra el médico al oído.

El enfermo muestra agrado por vivir. Puede ser también, en lo más íntimo del subconsciente, gusto por el póquer y los dados. Los gustos, diría Mariano si en ese momento pudiera hablar, no lo abandonan ni en los últimos extremos de la agonía. A médico y paciente se les ocurre pensar que la vida es como el juego de dados: se pierde o se recupera en un instante.

De nuevo Mariano resulta vencedor. La cuenta del ataúd ha ganado puntos, pero él no está para reparar en negocios cuando su salud se halla en peligro. Nunca como ahora se siente tan protegido por la ciencia. El médico, que no ignora el nuevo triunfo, se desliza por el corredor y no espera a que nadie le exprese cumplidos que no necesita.

—El ataúd es suyo y puede llevárselo —le dice Mariano días más tarde, cuando formalizan las cuentas.

—No me haga chistes, Mariano. ¿Dónde guardaría el ataúd? Sólo queda bien en su negocio. En mi casa sería como una muerte en acecho.

—Usted y yo, querido doctor, somos bromistas. Recuerde que en las venas llevamos sangre de jugadores.

—En fin… —concluye el médico.

V

Meses más tarde se escucha un grito muy definido:

—¡Vuelve y juega!

El dado, que ha hecho estragos, ­tiene en desventaja al médico. Su capacidad económica ha venido en descenso, y él se empeña en recuperaciones difíciles.  La bolsa se encuentra liquidada.

—¡Vuelve y juega!

Esta vez el médico firma una letra de cambio. Suda copiosa­mente, más que cuando estaba atendiendo el corazón de Mariano. Ahora hace malabarismos con la copa de dados que pone a rodar por la mesa. Hay temblor en las manos del médico, pero juega con placer, con la fiebre del jugador.

—¡Vuelve y juega!

El dueño de la funeraria se niega a recibir más cheques. Duda que la capacidad económica del médico resista más. Bien sabe que esta viene en decadencia en los últimos meses. El cardiólogo calienta los dados en el cubilete, como si con ese soplo buscara fórmulas salvadoras. Mira a su contendor con ojos de reto. Y se apoya en la mesa para sacar energías ocultas.

—¡Vuelve y juega!

Los jugadores poseen un lenguaje misterioso que se expresa en mímicas y extraños movimientos, que sólo ellos saben traducir. Todos se miran cuando el doctor, acorralado, deposita en la mesa la argolla matrimonial y el reloj con que tantas veces han sido contadas las pulsaciones de sus clientes.

El médico no sabe cómo poner allí mismo su alma para jugarla en dos cambios de dado. Pero deposita su corazón. Piensa que el corazón es valioso, si siempre lo ha mantenido lubricado. Sabedor de tantas fórmulas, nota, de pronto, que no ha aprendido a detener el infarto que camina por la sangre del juga­dor arrebatado, que ahora es él mismo. Ya ha llegado a la ruina total. Y piensa que su ciencia es hábil para conjurar los infartos ajenos, no el suyo.

—Todo está perdido —se duele.

—¡El ataúd! ¡Juguemos el  ataúd! —grita Mariano.

El médico sonríe y se entusiasma ante el reto. El ataúd, su última esperanza… La mirada comienza a nublársele. La figura obesa de Mariano le da vueltas en la retina. Pero se sobrepone para jugar su carta final. El ataúd…. Los dados se deslizan con una carrera seca y luego se detienen con precisión fatal. Ha perdido el ataúd… Algo cruje en lo más hondo del su ser, y nadie, que no sea el cardiólogo, puede advertirlo. El jugador afortunado saborea el triunfo sin notar que su rival se entierra las uñas en la carne cuando los dados lo traicionan por última vez.

El cuerpo del médico se dobla sobre la mesa.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

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Mujeriego irrevocable

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Nazario Umaña y Saldarriaga es un codiciado solterón. Considera que si por tanto tiempo se ha mantenido in­vulnerable, su celibato es impenitente. Hombre del alto mundo, como habrá podido deducirse por sus apellidos que huelen a aristocracia, es cliente asiduo de clubes y casinos y personaje sobresaliente en cualquier aconteci­miento social.

Maneja con igual desenvoltura el frac, el esmoquin o el vestido de corte inglés, que el palo de golf o el coche de actualidad. Es el primero que llega a las cabalgatas que organizan sus amigos y el último en aban­donar los encuentros etílicos con que los matrimonios de su círculo estrechan los lazos de la camaradería.

Con­versador ameno, anima cualquier reunión. Hombre culto y enterado de los aconteceres económicos, políticos o mundanos, no puede prescindirse de él como consejero o simple informador. Galante con el bello sexo, es personaje apetecido por la finura de sus gestos, por el garbo de sus ademanes, por su chispa siempre florida, por sus dos apellidos muy bien enlazados, por la prospe­ridad de su bolsillo.

Y tiene igual suerte entre las adoles­centes en persecución de marido o entre las doncellas que apenas comienzan a despegar las alas, que entre cua­rentonas, viudas y separadas. No faltan, como es natural, las aventuras clandestinas con señoronas y damiselas, terreno que trajina con pericia y refinamiento.

Su tenacidad por mantenerse célibe entre tantas ten­taciones hace pensar en romances afortunados, pero también en ocultas frustraciones. Y lo que es peor, en impedimentos de orden superior. Porque no está bien que con todas esas gabelas, Nazario Umaña y Saldarriaga ha­ya rechazado el matrimonio, y aun la unión libre, que en su caso no desentonaría. Ya comienza a hablarse de homosexualismo y aberraciones, pero él resiste, sin inmutarse, las alusiones que escucha o se imagina. No sólo las ignora, sino que se siente más defendido entre la duda y el enigma.

Ha logrado resguardar su reputación y bien sabe que el honor es la mejor respuesta a la maledicencia. Los ojos de solteras y solteronas, de viudas y señoronas, escudri­ñan sus andanzas en busca de la prueba o el simple indicio para lanzar el bombazo que todos esperan. Y no faltan las que por despecho serían capaces de armar un escándalo, de llegar a descubrirle enredos o deslices que ellas mismas no han podido protagonizar a su lado.

Pero Nazario, que conoce las luces nocturnas de París con la misma facilidad con que frecuenta los salones de la aris­tocracia, también sabe recorrer en su ciudad caminos y vericuetos hasta donde no alcanzan a llegar las miradas escrutadoras.

Resbala a veces, pero es hábil para no caer. Sus pasos son firmes, y tan cautelosos, que a su alrededor se ha levantado un muro de misterio, y tam­bién de dignidad, contra el que nadie ha podido atentar. Tendrá sus lances amorosos en la penumbra, pero se le ignoran líos de faldas como piedra de escándalo.

Que se siga insistiendo sobre su homosexualismo poco le preocupa. Se siente así más a sus anchas, pues ha de­jado de ser el peligro público al que todos temían. Alguien ha puesto a rodar la especie sobre sus encuentros con ciertos cachifos de dudosa identidad y no han faltado las lenguas traviesas que se entretienen enredando fanta­sías.

«Las mentirillas en la sociedad son inevitables», re­flexiona Nazario, y se ríe de sus calumniadores, con justificada dosis de humor, pues uno de ellos es el catedrático Valenzuela, quien mientras goza fabricando chismes, descuida a su mujer, cuarentona algo pasada de carnes y que por eso la tiene subestimada para la in­fidelidad, olvidándose que para muchos paladares es más apetitoso el menú balanceado a base de grasas. Ella, que disfruta las finezas de Nazario del mismo modo que su marido se divierte con la fama ajena, podría desmentir las consejas, pero prefiere callar.

Nazario Umaña y Saldarriaga, delicado en sus maneras, agradable y galante, es solterón empedernido, y no por falta de aptitudes para cambiar de estado, pues co­mo se ve es mujeriego irrevocable. Explota su despresti­gio y nada le importan los cuentos que le inventan. Como usted no es amigo ni vecino suyo, puede vivir tranquilo. Yo, que he descubierto sus artimañas, vivo aleccionado con la candidez del catedrático Valen­zuela.

Hoy he ido en busca de Nazario y lo he encontrado electrizado ante la bocina del teléfono. Es una voz fe­menina que, entre enigmática e insinuante, lo invita a una entrevista. Su acento es melodioso. Nazario se exalta al instante, pues bien claro está que se trata de una cita de amor, y da rienda suelta a pensamientos insanos que se alborotan con sólo escuchar el nombre de La Rubiela como sitio para el encuentro.

La Rubiela es el marco ideal para refugiarse a su acomodo. Es el lugar pecaminoso donde puede solazar sus entusiasmos. Él se mantiene disponible, como buen solterón. La interlocutora se niega a revelarle el nombre y sólo le dice que puede conocerla en diez minutos, en el reservado del fondo.

Vuela hacia La Rubiela forjándose escenas anticipadas. Perito en cuestiones del amor, no ignora su lenguaje. «El sitio preciso para el romance», se paladea. Allí se com­binan encierros estratégicos y se protegen reputaciones como la suya, y como la de la dama incógnita, que deben defender­se. Piensa en ella, sin conocerla. La idealiza al momento: rubia, o morena, o alta, o bajita, o bella,  o fea, o jo­ven, o jamona… Es lo mismo. Lo que importa es la mujer.

Se burla de su amigo Valenzuela que vive en función de chismes. Con todo y ser tan charlatán y tan buen conversador, lo compadece por los cuernos que Nazario le ha puesto. Su mujer es graciosa. Quizá el catedrático no lo ha descubierto, pues esos kilos de más no le permiten saborear el tajo bueno del matrimonio. La complace a medias, y una mujer complacida a medias es una mujer peligrosa. Aunque catedrático de humanidades, que pre­sume de ser muy leído, está lejos de interpretar a André Maurois cuando dice que «la golondrina y la mujer, desde el momento en que eligen un macho, piensan en el nido».

Desde que a Nazario le pusieron el mote de homo­sexual, que no ha podido quitarse de encima, se ha ideado un caminadito y unos ademanes que afirman  la sospecha. Se reúne con muchachos, para que no lo duden. Con ese contorneo avanza hacia La Rubiela. «Allá el profesor con su ingenuidad, y yo aquí con mis aventuras.» Penetra a la casa. Ha llegado el mo­mento de la emoción, del encierro garantizado. Ensaya, ante la puerta del reservado, la sonrisa, el galanteo se­ductor.

No lo piensa más y descorre el velo. Allí estará la hem­bra ansiosa. Pero al avanzar siente que se le congela la sangre y se le detiene la respiración. Porque la hembra resulta con cara de hombre y él no es especialista en es­tas lides, por más que así se le considere. El catedrático Valenzuela se queda mirándolo fijamente, con sonrisa incierta, que no se sabe si es irónica o desafiante. Con los dedos tamborilea despacio, en aparente calma, el mueble atravesado a la entrada. Y sigue mirándolo sin pestañear. Nazario siente que bajo sus pies el mundo se consume.

Yo, que no resisto los momentos de tensión, prefiero no esperar el desenlace y me escabullo. Como soy poco curioso, me despreocupo después de averiguar pormeno­res. Deduzco que algo serio debió ocurrir, pues el cate­drático Valenzuela dejó el chismorreo, su mujer hace gimnasia diaria y está en dieta rigurosa. Nazario Umaña y Saldarriaga reconquistó su posición de tenorio, abandonando para siempre su caminadito afeminado. Y hasta se rumora que le ha empalagado la soltería.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

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Tinieblas

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Fernando meditaba en lo inconsútil del hombre, mien­tras por la ventanilla del tren rielaba un atardecer huidizo entre las sombras del crepúsculo. Algunas lu­ces, tan fugaces como sus imprecisos pensamientos, le arrancaban nostalgia. Los rebaños corrían asustados como si desconocieran la rutina de la locomotora que bramaba en las vueltas del camino. El día anterior, en otro atardecer semejante, viajaba eufórico al pueblito montañero que ahora dejaba para siem­pre. Entonces las luces de las casas sembradas a la vera del monte le habían producido regocijo. Otro estado de ánimo había abierto el espíritu al soplo, a la caricia de la montaña.

Pero al regreso el mismo espectáculo lo afligía. Un viaje puede cambiar el rumbo de la vida. Lo cambió, para Fernando. Todo comenzó en forma simple y así mismo terminó. Fernando llegó al pueblito montañero en un viaje más, tan común como tantos otros. En poco tiempo estuvo en el hotel. Muchas veces había per­noctado allí y era tan grata la posada como si llegara a su propio hogar. El perrito pequinés, desmelenado y mu­griento, lo recibió en la puerta batiéndole la cola. Tan familiar era el huésped, que nadie se preocupaba por conducirlo, ni por llevarle la maleta, ni por posesionarlo del cuarto. Que lo hicieran con otros, menos con él, clien­te de preferencia.

El pequinés, correteando por la habitación y revolvién­dolo todo, hacía más agradable la llegada: así se alboro­zaba con su amigo, el más amigo de los clientes.

Poco es el equipaje de un corredor de comercio: unos catálogos ornados con figurines, un directorio de clien­tes, la factura vencida y de pronto el obsequio para la dueña de la posada. Fernando llevaba algo más y era el retrato de la esposa. Siempre lo colocaba en la mesa de noche. Rosaura, la hotelera, solía hacerle gracejos por lo que ella juzgaba, y casi le reprochaba, como una exageración.

—Es bonita —se defendía él.

En verdad que lo era. Y no sólo para los ojos y el corazón del amante, sino para los habitantes de la pen­sión que admiraban también la belleza y la lozanía plas­madas en la foto.

—Demasiado amor —decía Rosaura.

—Demasiado amor —confirmaba él.

«Pero más que amor —reflexionaba Rosaura—, ¿no será una manera de sentirse vanidoso exhibiendo una foto artística? La belleza se marchita, y si Fernando no ha traído a su esposa es por temor a defraudarnos».

Existen seres enigmáticos, y Fernando lo era. Silencio­so, taciturno, aunque capaz de extrovertirse con las travesuras del perro pequinés, poco lograba extraerse de su vida. Sólo se sabía de su devoción por la foto.

Rosaura era joven y hermosa. Coqueta y seductora. Y acaso su belleza era más fresca que la del cuadro. Sin embargo, su marido no le había levantado ningún nicho. Pero es que Fernandos no se consiguen a la vuelta de cualquier esquina. Su mutismo, su secreta pasión, lo ha­cían interesante. Y nació en Rosaura, con la compara­ción, envidia. Una envidia tonta, pero muy femenina. La envidia y el amor se unen cuando menos se espera.

En un minuto desocupó Fernando la maleta. El barullo de un agente viajero es incorregible. Da lo mismo tirar los zapatos encima de la cama recién compuesta, que embadurnar el sofá con la crema a medio enroscar. De lejos había saludado a Rosaura, y ella le había sonreído. Dos pasajeros más se inscribían en los registros del hotel mientras la dueña dejaba escapar la mirada, y con ella la imaginación, detrás de la silueta de Fernando que se había perdido en la semioscuridad del corredor. Los torrentes de la luna llena que aparecía a medias, como jugando entre los limoneros del patio, habían producido en el ánimo de Rosaura el súbito deseo de correr, de retozar.

Irrumpió de pronto frente a él. Usual la visita, aun en la hora avanzada en que ocurría: también pare­cía ser este uno de los privilegios del viejo cliente. Fernando apenas si se inmutó.

—¿Tan enamorado como siempre?

Esta vez se turbó. Hay proximidades que no pueden desconocerse. Era como pretender no ver la claridad de la noche, que había invadido su alcoba; o ignorar los destellos de dos ojos ansiosos que se posaban en él. Fina e intuitiva llegaba como un felino a acorralar la presa.

Si otras veces había sido escurridizo, ahora no se le es­caparía. Un solo zarpazo sería suficiente para clavársele en la sangre como un aguijón. Ante la hembra exuberan­te, estaba el hombre acobardado. La saliva le formó un nudo en la garganta y sus carnes se apretaron en lugar de erizarse. Retrocedía mientras ella avanzaba. Y se tra­gaba los ímpetus, ahogando los sollozos que le revol­caban el pecho. Era un animal arisco, pronto a escapar. Mas la retirada estaba cubierta. Un calor borrascoso le entró por el cerebro. Y un tibio aliento lo rozaba con invasión de espumas y temblores.

—¿No eres hombre? —lo estrujó ella.

Era como una bofetada. La carne se estremeció. Y an­tes de desbocarse fue capaz de preguntarle por qué tanto impulso, por qué tanto arrebato. Rosaura, por toda respuesta, deseó ser la mujer del cuadro.

—¿La mujer del cuadro? —se indignó Fernando.

El hombre apacible se convirtió en animal ra­bioso. La sensualidad se desbordó, impulsiva y colérica. Bajo ardores brutales se deshacía su virilidad y se volatizaban sus entusiasmos. A Rosaura se le antojó que aquella forma de entrega lo había herido y consideró que había profanado la sensibilidad escondida en el cuadro. Se sintió afrentada. Y retrocedió. Quiso él atraparla, envolverla, pero fue ella quien no se dejó esta vez acorralar. Lo miró con estupor, acaso con desprecio, y prefirió huir.

Mientras la brisa del monte se estrellaba al otro día contra la ventanilla por donde se precipitaban los tonos del atardecer, experimentó desolación y rabia. Pensó, con desasosiego, en su madre, que se hacía más cercana, en sus correrías, en aquella foto algo deslustrada por el paso del tiempo, pero siempre diáfana.

Y continuó meditando en su exagerado afecto. Sentimiento excesivo, si tantas inhibiciones le había ocasionado; absurdo, si prefería mentir y engañarse a sí mismo antes que con­fesar su decidida soltería. Recordó a Rosaura, esbelta y sensual, y se apenó. Era como si un arañazo se le clavara en el pecho y de nuevo le produjera agradable desa­zón. Podía apenarse a solas, si para Rosaura, y para tan­tas mujeres que habían pretendido acercársele, era un fracaso. Pensó, confusamente conforme, que acaso el afecto maternal estaba por encima de cualquier ape­tencia.

Y allá, en el pueblito que cada vez dejaba más lejos el tren, la dueña del hotel vaciaba la habitación, aún caliente, de estériles emociones. Tropezó de pronto con un elemento humillante. Era la foto que Fernando había dejado sobre el nochero. Hay celos gratuitos, rencores sin explicación, y explotan en el momento menos pensado. Habría que disculpar la furia con que Rosaura destrozó aquel objeto inanimado, hasta hacerlo trizas, si se acepta que los sentimientos son ciegos.

(Del libro El sapo burlón, 1981).

Aristos Internacional, n.° 28, Torrevieja (Alicante, España), febrero de 2020.

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Carbón

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Cuando Nepomuceno Izquierdo fue nombrado alcalde se sintió un respiro en las catorce cuadras que compo­nían el pueblo. El cura aprovechó que el vecindario lo escuchaba en apretada concurrencia aquel día, fiesta de San Isidro, patrono del pueblo, para ponderar las cualidades del joven mandatario municipal y arremeter contra los desafueros, la politiquería, la corrupción administrativa del destro­nado alcalde, Agapito Cifuentes, el gamonal de la región durante toda una vida de sobresaltos, que había sembrado el pánico, la tiranía, la muerte, según las palabras que desde el púlpito se hacían más so­noras y que los vecinos respaldaban en metálico silencio de camándulas y limosnas.

Cuando hablaba de pecaminoso, no tenía necesidad de recordar que se refería a la vida licenciosa que sus feligreses, compungidos en medio de la reprimenda dominical, pasaban entre los desenfre­nos del barrio de prostitución, invadido por una plaga de mujerzuelas que habían sido atraídas por la propaganda de los yacimientos de carbón descu­biertos por Agapito en mitad de su finca.

Todo lo malo que sucedía tenía relación inevitable con Agapito, en quien el diablo estaba encarnado, según la afirmación del presbítero, lanzada lo mismo desde el púlpito que en cualquier calle del pueblo. El poder eclesiástico y el poder civil se habían divorciado desde mucho tiempo atrás y cada cual marchaba al revés, pues el joven clérigo pensaba que su misión con­sistía en mantenerse alerta, y que no era posible adop­tar una actitud débil o contemplativa ante los proble­mas del mundo, sino que debía ejercer decidido influjo en la sociedad, haciéndose sentir; y el alcalde, por su parte, no permitía que el «curita», como lo lla­maba en forma despectiva, le quitara poder con sus pláticas y actos revolucionarios.

Por eso, en lugar de emprender obras de progreso para el villo­rrio, como terminar la carretera de penetración, o le­vantar los postes del alumbrado que se habían caído por inercia, o higienizar el matadero,  gozaba robándole adeptos a la parroquia, con persuasiones y amenazas.

A la cabeza de un pelotón de secuaces, él mismo había tumbado, en una madrugada bohemia, los flojos cimien­tos que sostenían la puerta trasera de la casa cural, la que tambaleó a la segunda arremetida y se desmoronó como castillo de naipes.

El goberna­dor se ablandó ante las súplicas del párroco, y a pesar de no ignorar que iba a perder simpatías y votos en el vecindario, y también los suculentos sancochos con que solía atiborrarse en sus visitas guber­namentales, terminó destituyendo al alcalde, después de asegurarle el párroco que él, como conductor de almas, ejercía mayor influencia que Agapito Cifuentes.

Cuando Nepomuceno Izquierdo, jovenzuelo simpático, buen mozo, refinado y manejable, fue elegido para regir los destinos del municipio, hubo jol­gorio parroquial. Se había derrumbado la dictadura de Agapito. Si no para siempre —ya que el presbítero sospechaba que cualquier día iba a restablecerse su poderío entre sancochos y francachelas—, se consideraba seguro por algún tiempo. No del todo, sin embargo, si Agapito, dueño de las minas de carbón, estaba asistido de temible astucia, como el zorro político que no podía dejar de serlo.

—¿Por qué no hacemos las paces, Agapito? —le pro­puso el cura.

—Porque no me da la gana.

Se le revolvía más la indisposición al clérigo con tales desaires. Sentía deseos de reconciliación, pero el propósito naufragaba ante el rechazo del contrincante, el invencible Agapito Cifuentes, quien, sin ser el alcalde, seguía ejercitando sus armas como el gamonal de siempre. En torno suyo giraba la vida municipal y no había medida que no se le consultara, o reunión a donde no fuera invitado.

Agapito no tenía la culpa de que bajo el influjo de sus minas el pueblo creciera, y estuviera tendida la red del alumbrado, y se hubiera establecido el mejor matadero de la región, y se abrieran carreteras por los cuatro puntos cardinales, y de catorce cuadras que existían a duras penas en su alcaldía, o en sus alcaldadas, se llegara ya a treinta y cuatro.

El progreso generaba corrupción, aunque no lo creyera el párroco, quien descargaba el peso de su autoridad eclesiástica en el gamonal y asociaba el carbón con la leña del infierno.

El carbón, según él, había inflamado las pasiones y desencadenado los odios; había hecho cre­cer el pueblo, pero creaba la extravagancia, la libertad de credos, el aislamiento de la iglesia; había estimulado la prostitución, circunscrita en otros tiempos a una sola manzana, camuflada más tarde entre los campamentos de trabajo y ahora regada por doquier. Hasta el refinado de Nepomuceno Izquierdo evadía la influencia eclesiástica y seguía con discreción los con­sejos de Agapito.

Quien años atrás fuera ponderado desde el púlpito como el alcalde probo, el alcalde que significaba una garantía para el pueblo y un aliado de la iglesia, comen­zó a debilitarse ante su tutor. Advirtió que Nepo­muceno Izquierdo, el jovenzuelo culto, había dejado de ser tan jovenzuelo y tan refinado, para volverse elemento disociador, instrumento del mal y la mayor amenaza pública.

Agapito Cifuentes terminó aliado con el cura. Entre ambos analizaron el peligro que se cernía sobre la co­munidad, en presencia del comunismo que propulsaba el burgomaestre —como había pasado a de­nominarse—, y que ya no se conformaba con darle realce a la vida libertina, ni con debilitar el fuero eclesiástico, sino que incitaba al obrerismo hacia un peligroso mo­vimiento de reivindicación de sus derechos frente al capital —el yugo del capital, como lo denominaba—, re­presentado por el carbón.

El párroco aceptó en otra fiesta de San Isidro la contribución de Agapito para concluir el tem­plo y levantar la casa cural, que amenazaba caerse del todo. Ponderó la virtud cristiana de Agapito, a quien comparó con Pablo el pecador, e hizo alto elogio del espíritu cívico que estaba asociado al progreso de la región, cuidándose esta vez de mencionar el carbón como fuente del mal, para referirse en cambio al «combusti­ble de la civilización».

«Los tiempos cambian», comentaba el vecindario entre sorprendido e incrédulo. No se concebía que dos personas antagónicas, rivales furibundos, fraterni­zaran de buenas a primeras. Había cierto acto de con­trición en la conciencia de ambos. Era el espíritu cris­tiano. La enemistad se desdoblaba.

El sacerdote no veía mal que Agapito Cifuentes enmendara su conducta apoyando la terminación de la casa de Dios. Agapito se desprendía apenas de unos pesos para fomentar la obra y ganar, en compensación, la popularidad que Nepomuceno Izquierdo le quitaba con sus ademanes.

* * *

Un día fue destituido el alcalde co­munista y resultó designado otra vez Agapito Cifuentes, ciudadano ejemplar que sacrificaba su comodidad para servir a su tierra. Los ve­cinos aplaudieron la medida. La posesión del nuevo alcalde era motivo de alegría popular y las gentes rodeaban al «impulsor del progreso».

Nada tan apropiado como que el presbítero expresara con retoque de campanas e irrupción de pólvora el afortunado suceso. Hubo ca­balgatas, y profusión de licores, y algarabía, y músicos, y mujeres públicas… Todo cabía en el saludable esparcimiento del pueblo redimido.

Cuando Agapito Cifuentes subió a su trono, se sintió un respiro general, como había ocurrido años atrás al abandonar la alcaldía. Si en el pasado se había mostra­do veleidoso y tirano, ahora representaba al hom­bre del juicio sereno y la suficiente madurez para poner en marcha un nuevo estilo de gobierno.

A las tres de la madrugada aún reventaban los voladores lanzados por el acucioso sacristán, experto no sólo en quemarle pólvora a San Isidro, sino en rendirles pleitesía a los hombres. La pólvora significaba, como lo explicaba el cura, una manera de alegrarse con la caída del alcalde anticlerical. El párroco, asomado a esa hora en la ventana de su alcoba, contemplaba la majestad de la noche, perturbada de vez en cuando por el estallido de un nuevo volador.

La plaza albergaba aún a varios parroquianos, borrachos entre el frío de la madrugada. Tres mozas atendían el único cafetín de la plaza que permanecía abierto y no rehuían los manoseos de que eran objeto por parte de descarriados bohemios.

En una apartada cantina, los notables del pueblo, escondidos de la mirada eclesiástica, combinaban las maniobras de la administra­ción. Agapito Cifuentes era el centro del chispeante cabildo. Le hacían corrillo los miembros del concejo, el juez, el notario, el sargento y un séquito heterogéneo.

Y como personaje de primer orden estaba Nepomuceno Izquierdo, el recién depuesto alcalde, que anunciaba los planes que se proponía adelantar para contener a los obreros desde su cargo de administrador de las minas que acababa de confiarle su compadre Agapito.

—¡Viva el cacique! —gritó alguien, y todos se abalan­zaron sobre Agapito alrededor de una mesa retozona.

El curita cerró la ventana. Contempló el desfile de las mozas del cafetín, que desaparecían, acompañadas de sus hombres, por la cuadra que daba al frente de la iglesia. Por allá en una rendija de sus intimidades sin­tió deslizarse de pronto una raya de carbón. Eran pen­samientos incómodos que deterioraban el silencio del amanecer. Y prefirió descansar bajo los efectos del sueño.

A las tres de la mañana el sacristán hizo reventar el último volador.

1981.

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Los cuentos de Omar Morales

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

A 34 años de su primer libro de cuentos –Bajo la piel–, Omar Morales Benítez publica su segunda obra del mismo género, que lleva por título Los ojos del viento. Como en el primer caso, se trata de cuentos breves, trabajados con fuerza sicológica y talento narrativo.

En ambas series se aprecian aspectos comunes que mueven a los personajes dentro de mundos en permanente conflicto. Son personajes extraídos de las bajas esferas sociales, donde proliferan la pobreza, la angustia, el abandono, la desesperanza, la violencia familiar, el desacomodo en el propio entorno. Seres desadaptados y caóticos que deambulan por la vida bajo el peso de las ciegas pasiones o los instintos perversos.

Omar Morales se mete en estos ambientes sórdidos, manejados en ocasiones  por el licor, el sexo y la prostitución, cuando no por el crimen y la depravación moral, para captar mejor la condición humana. Su propósito es presentar al hombre en sus miserias y bajezas, y lo hace con pulso firme y mirada certera, pintando con propiedad y realismo el clima material y síquico de sus criaturas.

Para lograrlo, utiliza un lenguaje recursivo, poético, ágil e impactante (a veces mediante la creación de palabras propicias para el momento narrativo), lenguaje que ha preparado con rigor a través de los años, como es su persistente disciplina literaria. Algunos cuentos parecen poemas. Se nota el celo gramatical, la intención sicológica con que ha forjado el alma  de estos comediantes de la vida errátil, y la precisión de los escenarios donde los ha puesto a actuar. Esto explica el largo lapso corrido entre las dos publicaciones.

Tuvo él la gentileza no solo de anunciarme, años atrás, la lenta elaboración de los nuevos cuentos –siete en total, como un número cabalístico–, sino de hacerme partícipe de su lectura cuando los creyó listos para la imprenta. No se ha dejado manejar por el afán de escribir que acosa a muchos escritores. Por conocer sus altas dotes de cuentista, de las que hace gala en la nueva obra, no dudé en animarlo para que realizara cuanto antes el proyecto de la edición.

Hace 34 años, cuando dio a la estampa los diez cuentos de Bajo la piel, expuse lo siguiente en nota de El Espectador (15-XI-1977): “En cada uno de los relatos se siente la brusquedad de la vida. El hombre, perdido en un laberinto de odios, lágrimas y lacras sociales, no quiere encontrar la salida. Todo lo torna caótico y torturante”.

El mismo enfoque puedo extenderlo a los cuentos actuales. Con esto me reafirmo en el criterio de que la temática narradora de Omar se centra en un solo objetivo: la condición humana. Esta vez es el viento, con sus ojos sutiles,  el que invade los lugares y la intimidad de los seres infelices. Y bramando, todo lo remueve y lo vuelve patético. A veces diáfano. Hay cuentos de esta serie que no dejan un minuto de quietud, un respiro para el sosiego.

De los nuevos trabajos, hay dos que en mi concepto son los mejor logrados: La señora y Certeza de otras muertes. El primero refleja los genes transmitidos de generación en generación, que alguien, sin embargo, como es el caso de esta historia fantástica, logra purificar.

En Certeza de otras muertes, se tropiezan en ambientes opuestos dos actores de la comedia humana: el muchacho que desea aprender a ser hombre en las celdas oscuras de un prostíbulo, y ella, que le cuenta sus dramas, la violencia vivida en el campo, el salvajismo que ha sufrido a merced de la impiedad del hombre. La muchacha le enseña a ser hombre, y de paso le abre los ojos sobre la farsa del mundo. Son los ojos del viento los que recorren las páginas de estas vidas estremecidas.

El Espectador, Bogotá, 23-III-2011.
Eje 21, Manizales, 25-III-2011.
La Crónica del Quindío, Armenia, 26-III-2011.
Puesto de Combate, No. 77, agosto de 2011.

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