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Estos diamantes, Carolina

sábado, 11 de febrero de 2012 Comments off

Cuento de

Gustavo Páez Escobar

Tal vez por ser la mujer del joyero, Carolina se acostumbró al lujo. A toda suerte de lujos, desde lucir las joyas más ambicionadas por la vanidad femenina hasta cambiar de carro y de residencia con el único motivo de estrenar, o inventarse frecuentes viajes al exterior para contemporizar con el mundo de derroches y alardes del que no podía prescindir.
–Vengo con el último grito de la moda –le anunció a su marido, y con rápidos movimientos extrajo de los paquetes todo un almacén de vestidos, zapatillas, perfumes y ropas íntimas.
–Pero si la semana pasada te compraste tres vestidos –exclamó Hugo Mario, entre atónito e idiotizado, y en realidad ignoraba si habían sido tres o media docena.
–Y este es el perfume más arrebatador de París (¿te imaginas cuánto me costó?), como para mantenerte siempre a mi lado –prosiguió ella, sin darle lugar a nuevas protestas, mientras la fragancia inundaba la alcoba con poderosas incitaciones.

-Fantástico! –fue la exclamación del marido derrotado, y fascinado al mismo tiempo, y en esos momentos era cuando él saboreaba mejor la vida y más se solazaba con el lujo de mujer que le había dado la suerte.
–Y ahora un aire romántico (¿prefieres los Panchos, los Diamantes o María Luisa Landín?) y whisky para que el amor sea más embriagante. ¡Cuánto te quiero! No dejes nunca de ser apasionado, te lo ruego –continuaba su esposa, matizando el instante amoroso, y el hombre, derretido entre sensaciones lascivas, quedaba sin respiración.

–Eres un encanto –eran las palabras rituales con que el marido finalizaba siempre aquellos encuentros, y el acto concluía.
Camino del negocio, con esa languidez de espíritu de los maridos magnánimos, se preguntaba Hugo Mario si su chequera respondería a tantos excesos. «Me estoy arruinando», meditaba. Luego recordaba el beso categórico y el estremecimiento producido por las caricias seductoras con que la mujer dice siempre la última palabra. El embrujo todo de París cabía en esas gotas de perfume que, cual señuelos para la provocación, le despertaban alborotos súbitos, que por fortuna su mujer sabía calmar en la justa medida.
Era entonces cuando musitaba el «eres un encanto» y cuando Carolina se proclamaba victoriosa, como mujer satisfecha, en lo más recóndito de su amor posesivo. Sabía que el hombre, disminuido, respondería mejor a sus asedios. ¿Sería él tan indolente que le negara el aderezo de diamantes con que tanto había soñado, o no accediera al viaje que con sus amigas íntimas preparaba para las playas de Miami?
«Me estoy arruinando», volvía a pensar. Y otra vez la cabeza le daba vueltas con el cúmulo de compromisos económicos que ya no alcanzaba a atender. Pero de nuevo surgía su vida sentimental con una eva tan apetitosa como complaciente, y ahí se evaporaban sus temores. Y hasta se enternecía al acariciar los fugaces momentos de placer donde la voluntad se desvanece entre las sutilezas femeninas.
–Acuérdese,  don Hugo Mario –le recordaba el usurero– que llevo seis meses esperándolo y ya no puedo darle más plazo.
–Le pagaré más intereses.
–No es suficiente. Necesito el capital o una garantía mayor. Hipotéqueme la casa.
–No es posible: está hipotecada.
–Entonces, la finca.
–Tampoco es posible: tiene dos hipotecas.
–Entonces…
De aquella conversación con el usurero arrancó la quiebra presentida. No fue sino que él lo embargara para que el resto de acreedores, que se mantenían listos para el ataque, cayeran como langostas. Menos mal que Carolina gozaba las delicias del sol, la brisa y las tibias aguas del Caribe y no se halló presente el día en que el juez decretó el secuestro de todas las propiedades. Ella no merecía aquella vergüenza, aquel sonrojo inconcebible para una princesa.
La suntuosa mansión se desmoronó de repente como castillo de naipes. Era su última fortaleza y también le fue arrebatada, como había sucedido con la joyería, la finca, los carros, el dinero en bancos, los papeles bursátiles…
Pero fue diestro en salvar las alhajas de su esposa. A ese tesoro nadie tendría acceso. Brazaletes, gargantillas, pectorales, aretes, anillos y diversidad de adornos montados en pedrerías fantásticas refulgían con los destellos que la fortuna conservaba para no abandonarlo por completo. Se abrazó a las joyas, las besó, se rodeó el cuello de lazos y cadenas, se dejó obnubilar por el fulgor y la magnificencia… Y lloró.
Acaso ese tesoro significaba su perdición, pero el marido dadivoso se negaba a reconocerlo. Primero estaba su esposa, que valía más que aquella colección de espejismos. Ella significaba la razón de su vida y lo demás era secundario. Frente a ese mar encantado que le arrancaba lágrimas se decía que su mujer, por leve y fascinante, por sensual y generosa, tenía derecho a los caprichos de la moda y a su dulce coquetería.
Allí estaba el aderezo de diamantes, adquirido hacía tres meses, tentándolo con misteriosas insinuaciones. Pero el imperio se había derrumbado. Una princesa no se acomoda entre la pobreza. Hugo Mario se erizó. Ya en pocos días estaría ella de regreso y no era sensato condenarla al oprobio de la penuria. El hombre enamorado es batallador. Recuperar la riqueza perdida consistiría en ejercer su destreza de comerciante. El proceso sería lento, pero algún día llegaría a la meta.
Si no se hubiera enredado en negocios oscuros es posible que Hugo Mario se hubiera salvado. Meterse con la mafia y descender a los bajos fondos fueron recursos desesperados que apresuraron su desgracia. Cuando Carolina regresó, él estaba en la cárcel. Sin casa, sin carro, sin dinero… ¿y también sin marido?
Carolina duró una semana llorando. Después se encontró con sus joyas y sonrió. Las alhajas alegran el corazón de las mujeres. Así se reconciliaba con las durezas de la suerte. Conseguir abogado… ¡vaya oficio más rudo para una princesa! ¿De dónde sacaría el dinero si todo se había evaporado? Era una frágil crisálida que carecía de fortaleza para volar. Vestía ahora con más discreción y menos fantasías, aunque con igual garbo.
El abogado la observó con atención. Con interés escuchó la historia y la ayudó a localizar datos importantes para la defensa. Carolina, inexperta y tímida, no acertaba a hilar sus pensamientos. El abogado la auxiliaba en los momentos de confusión. Y viendo su juventud y belleza, justificó su impericia.
–Defenderé el caso –concluyó el penalista.
–No tengo dinero –exclamó ella con nerviosismo.
–Serénese, señora. No todo ha de ser dinero. Llegaremos a un acuerdo. Lo importante es que recupere a su marido.
–¿Me ayudará usted?
–Sí. Es usted joven y atractiva y yo contribuiré a su felicidad.
Se sintió halagada. Respiró con la satisfacción de las mujeres galanteadas y comenzó a pensar que la suerte no le era tan esquiva. Días más tarde se presentó con un plan definido:
–He encontrado la fórmula para arreglarle sus honorarios. Este aderezo vale una fortuna. Tal vez usted quisiera regalárselo a su esposa…
–Preciosa joya –exclamó el abogado, ponderando las tres piezas que le extendía Carolina–. Déjeme que lo aprecie más si usted lo lleva puesto. ¿Me permite admirarlo en su cuello? Las joyas son más esplendorosas cuando van unidas a un rostro hermoso y a un talle esbelto. Usted tiene ambas cualidades –prosiguió con una reverencia–. ¿Quiere mucho su aderezo, señora?
–Es parte de mí misma –contestó ella–. No importa: renuncio a él.
–Y yo no acepto su sacrificio. No debe privarse del gusto de la vanidad. Las mujeres, señora, nacieron para ser vanidosas. Guárdelo, por favor.
Carolina se emocionó. Ser mujer es ser sensible a la lisonja. Era esa la protección que necesitaba en su desamparo. Su espíritu se veía de pronto vigorizado para la lucha.
«Perdóname si no he vuelto a visitarte –le escribía días después a su marido–, pero la cárcel me deprime y enferma. ¿Me entenderás, amor mío? Siempre estoy contigo.» Él le contestó que ante todo cuidara la salud y le suplicaba que dejara de frecuentar la cárcel. «Eres un encanto, y no debes pisar estos sitios indignos de tu belleza. Saldré pronto y entonces volveremos a estar juntos».
Carolina no volvió más a visitar a su marido a la cárcel. Terminó de concubina del abogado. Pasados los primeros temores y superadas las primeras crisis, ella misma se absolvió de su pecado. Le pareció que era muy frágil para permanecer desamparada. No: imposible resistir los cinco años de soledad a que quedaba expuesta por la condena de su marido. El abogado había perdido la causa.
Carolina se decía que aquel había sido un sacrificio impuesto por su necesidad de salvar a Hugo Mario. Pero no estaba tranquila. Percibía el reproche de la conciencia. Incomodidad que pareció desvanecerse cuando el abogado, que aquella noche la llevaría a comer a su restaurante preferido, le dijo:
–Quiero verte con el aderezo de diamantes. Es el símbolo de nuestra unión.
–Y el símbolo de la traición, bien lo sabes –agregó Carolina–. ¿Has meditado en el precio de nuestras relaciones? Ensuciaste hasta tu prestigio profesional al desviar,  en provecho tuyo, la suerte de la defensa. Dejaste perder el pleito para quedarte conmigo, y yo favorecí tus oscuros propósitos. Me vendí y tú me compraste. Los dos somos miserables.
–Ponte los diamantes –repuso el penalista–. Ya es tarde para rectificar el pasado. Lo hecho, hecho está.
–Está bien. Ayúdame.
Carolina se contempló en el espejo. Estaba radiante. De pronto le pareció ver en el destello de las piedras los ojos pesarosos de su marido. No sabía si la enjuiciaban o le expresaban amor. Estuvo a punto de prorrumpir en llanto, de destruir el aderezo. Pero se contuvo.
–No enturbiemos el corazón, Carolina –escuchó la voz de su amante–. Vamos, ángel mío.
–Vamos.
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Revista Manizales, No. 692, enero de 1999.
Revista Aristos, n.° 32, Alicante (España), junio de 2020.

Comentario

Carolina es una mujer interesada en ser diva, en explotar a un hombre débil, inseguro, a quien después abandona por otro farsante de la justicia. Todo ajustado a la realidad y al abandono de algún valor moral de parte y parte. Esta narración tiene tanto de realidad como de asombro por la pérdida de valores y la manipulación que, fácilmente, deja al hombre como títere de una mujer.
Inés Blanco, Bogotá, junio/2020.

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Nuevo libro de Gloria Chávez

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En versión simultánea in­glés-español circula el último libro de la escritora, periodista y educadora quindiana Gloria Chávez Vásquez, residente en Estados Unidos desde 1970: Opus americanus.

En él recoge doce cuentos, la mayoría de ellos alrededor del mundo de los inmigrantes, que presentan, en ágil y ameno estilo, novedosas facetas sobre hechos y perso­najes que han impresionado la sensibilidad de la autora en su diario discurrir por las calles neoyorquinas.

En estas páginas se aprecia la vena de la crítica social que escribe con tesón en periódi­cos y revistas de Estados Uni­dos y de Latinoamérica, denunciando unas veces los atrope­llos de que es objeto el hombre por parte de las tiranías –tanto de gobiernos como de sistemas oprobiosos–, y otras defendien­do la dignidad humana.

Varios de estos trabajos des­tilan finas gotas de humor, y otros, suaves toques de ter­nura y poesía, sin faltar la sutil reflexión filosófica que deja moralejas para que el lector medite en ellas. La narradora se recrea en hechos de la vida cotidiana que pueden ocurrir lo mismo en Estados Unidos que en cualquier sitio, y esto da tono universal a sus relatos.

Hay escenas de tal simplici­dad y al propio tiempo de tal encanto –como La luciérnaga y el espejo, Sincronio, el ave fénix, Un búcaro roto, El mirador, Sor Orfelia–, que se esconde en ellas el duende ocul­to que le pone sabor al cuento verdadero. Otras páginas, per­filadas con nervio periodísti­co –Un cuento de consula­do, La leyenda americana de la creación del cerebro, Orí­genes de la burocracia–, con­tienen eminente sentido crítico sobre el amplio espec­tro de la vida prosaica. En esta colección encuentro dos cuentos de gran valor sicológico: Diario de un subwaynauta y Las termitas, los que pene­tran en las intimidades de la persona para crear in­quietud, angustia y sor­presa.

Gloria Chávez Vásquez saca del crisol de sus sue­ños estos hilos de fantasía que entreteje con gracia, humor e ironía. Para fina­les del año anuncia su próximo libro, la novela Vanessa: mariposa mentalis, con el que su obra literaria, conformada por seis libros publicados a partir de 1978, cumple un itinerario digno de pon­deración.

La Crónica del Quindío, Armenia, 22-V-1994.

 

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Omar Morales Benítez, cuentista con acento social

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Desde la publicación del libro Bajo la piel (1977), no había vuelto a leer nuevos cuentos de Omar Morales Benítez. Des­cubrí entonces, a través de los diez traba­jos que conforman aquella obra, la vo­cación del autor por los temas sociales. Si bien he extrañado el silencio ocurrido desde la salida de su primer libro de cuentos, no ignoro que Omar es un diletante pausado y riguroso de este género, que él cultiva –para que haya cuento verdadero– con golpes de orfebrería.

Me entero ahora de que el escritor caldense prepara su segunda incursión en la materia, con la misma agilidad admirable de la serie anterior, y con un rótulo sugestivo: Los ojos del viento. Una de las regl­as básicas del cuento es la brevedad –y hablemos mejor de la brevedad apasionante–, la cual debe crear la necesaria temperatura de suspenso y tensión para ponerle magia al relato y conducir al final sorpresivo y congruente que deje al lector meditando. Omar Morales Benítez, gran apasionado de los clásicos, ha aprendido las reglas de oro de este difícil arte. Por eso, antes de lanzar el segundo volumen, lo ha depurado con paciencia y con brillo ejemplares.

Correspondientes a la obra en preparación, he leído en la revista Puesto de Combate dos excelentes relatos en los que el autor reafirma lo que atrás dije: su acento social como nervio de su cuentística. En Certeza de otras muertes, historia con calor erótico y con sabor trágico, se vive uno de los dramas de la violencia colombiana: el de la adolescente que huye del campo ante el asesinato de su padre y la violación de que ella es víctima. La deshonra, en pleno despertar sexual, lanza a la muchacha de 18 años al torbellino de la vida airada en la borrasca de los bares, las calles y los lenocinios, hasta volverse profesional, maestra en los juegos del deseo y la pasión artificiales. Siendo tema trillado, que muchos autores tratan con ordinariez, la pluma de Omar Morales no sólo pinta con acierto el mundo sórdido de la degradación moral, sino que penetra en las intimidades de la persona para plantearle severos interrogantes a la sociedad.

El otro título, Tiro de gracia, dibuja el cuadro de la pobreza desesperada en la gran ciudad y sitúa a los personajes en la lucha implacable por la subsistencia, entre desproporciones y durezas que inyectan en el alma frustración y odio. La madre solitaria, cercada por penurias voraces y alimentada por ilusiones efímeras, le pone la cara al destino para que sus hijos no sucumban en el mar del desamparo, carentes como están del padre responsable. Es otro relato con el duro sabor de la violencia, no de los atropellos en el campo sino de la tortura urbana que crea miedos y rencores de difícil superación. En esta fábula destilan hilos sutiles de ternura, de ternura conmovedora que hace más densa la tragedia final.

Ambos cuentos tienen denominador común: la angustia del ser humano en medio de los choques espirituales que le roban la esperanza y lo lanzan a los abismos del dolor y la indignidad. Son historias patéticas sacadas de nuestro mundo contemporáneo, y digamos mejor, del universo entero, ya que la desgracia humana llega con el nacimiento del hombre. Mundo adverso que, al no permitirle al hombre coronar sus ilusiones, lo vuelve amargado, lo desubica en su entorno familiar y lo hace presa fácil del vicio, la prostitución o el delito. El miedo vital que se observa en uno de los actores representa la confusión del alma ante los conflictos cotidianos que no permiten un minuto de respiro.

Por lo tanto, son ficciones reales, trabajadas con buenas dosis de sicología y con apropiado manejo de los mundos decantados por este gran intérprete de la humanidad.

Revista Manizales, septiembre de 1994.

 

 

 

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El amor de Tigrero

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En reciente viaje al Quindío, sobre el que me propongo escribir algunas crónicas, me encontré con la noticia de la aparición de un nuevo cuentista: Miguel Ángel Rojas Arias. De la gaveta de su escritorio saca y me muestra un libro antiguo de Eduardo Arias Suárez, precursor del cuento en el Quindío y maestro del género en el país, hoy olvidado en su propia tierra. Yo, ferviente admirador de la obra de Arias Suárez, me siento emocionado ante la presencia de este incunable de las letras quindianas e invito al nuevo cuentista a que siga su ejemplo.

El breve libro que acaba de publicar Rojas Arias y que lleva por título El amor de Tigrero, tiene esta propiedad: recrear la historia regional con la fantasía del fabulador. Nunca antes, que yo sepa, ningún narrador había penetrado en la vida íntima de Jesús María Ocampo, fundador de Armenia, para presentar, con tono de cuento, la serie de episodios reales que aquí se ventilan.

Este aventurero de montañas, de caminos y peligros (de él se dice que se internaba en la selva y al poco tiempo aparecía con tres o cuatro pieles de tigre, lo que le valió el nombre de Tigrero) poseía al mismo tiempo alma tierna y nobles ademanes. Campesino raizal, analfabeto, de fuerte contextura, afable, valiente y generoso, este héroe de la epopeya quindiana era además conquistador de corazones. El amor de su vida fue María Arsenia Cardona, a quien desposó de 13 años, cuando él frisaba en los 37.

A la postre, ya próximo a morir, descubre la infidelidad de su mujer y se dice –en conjetura lógica del cuentista– que su vida errante entre montes y fieras lo ha distanciado del amor de María Arsenia. Tiempo después termina aplastado por un árbol gigante y sus despojos quedan sepultados por muchos años –hasta su traslado definitivo a la ciudad por él fundada– en la tierra virgen de sus hazañas. Una verdadera oración de la montaña.

Miguel Ángel Rojas Arias, investigador acucioso de la historia local, realiza con sus relatos una aproximación estética al alma de los personajes, a quienes dibuja como héroes, pero también como seres humanos, con sus defectos y virtudes. Crea ficciones para hacer sentir la realidad. Es una manera de explayar su formación sociológica con la amenidad del narrador.

Ojalá lo veamos más tarde en un libro de mayor dimensión, detrás de los sucesos íntimos que se esconden en el alma de los protagonistas de los pueblos y marcan su carácter (el de las personas y el de los pueblos). El camino del cuento le será propicio, sin duda, para interpretar los secretos que por lo general no ve el historiador académico.

Bogotá, 8-IX-1995.

 

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La vida en cuentos

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro La casa maldita, de José Antonio Vergel)

Todos los relatos de este libro convergen a un pueblo. Son como crónicas dispersas en el tiempo que se aglutinan en estas páginas para delinear una historia pueblerina. En Rusia, alguien recién iniciado en la escritura le preguntó a Tolstoi cómo haría para ser escritor universal, y el novelista le respondió: «Dibuja bien tu aldea y serás universal».

Aquí está el pueblo de José Antonio Vergel Alarcón, que él ha captado desde diferentes ángulos para interpretar su propia existencia humana. Basado en casos comunes de la vida real, el cuentista se adentra en las intimidades de su comarca y de allí extrae una serie de menudos sucesos parroquiales que retratan a la comunidad entera. Son como pinceladas en el paisaje y en las costumbres locales, que logran definir la identidad del terruño con la presencia de sencillos protagonistas del acontecer cotidiano.

Objeto primordial de la literatura es abrillantar los hechos triviales, iluminar los oscuros, redimir la desgracia, hermosear la vida. No se trata de ocultar la realidad y menos de falsearla, sino de descubrir los filones de verdad y de ironía social que esconden ignorados personajes de todos los pueblos. Son ellos los que mejor encarnan la sabiduría popular.

El cuento, desde los propios orígenes de la humanidad, ha sido canal apropiado para registrar la historia. El hombre demostró su primer rasgo de inteligencia al inventar el cuento como expresión ver­bal, mucho antes de que existiera la escritura. Por ese conducto se transmitían emociones, rasgos y costumbres de los pueblos primitivos. El género llegó a América con los primeros pobladores. En Colom­bia, país de fabuladores por excelencia, el cuento nació del cuadro de costumbres, y más tarde se hermanó con la crónica y la novela corta. E incluso con el poema: el cuento, para muchos, es un poema narrado.

Horacio Quiroga dice que «un cuento es una novela depurada de ripios». Euclides Jaramillo Arango manifiesta que «el cuento es hoy cualquier cosa, pero debe ser bien contado». Javier Arango Ferrer agrega que «fácilmente el escritor planea el cuento y sale con un mal relato, o planea un relato y sale con un buen cuento».

Son suficientes estas expresiones tan respetables para concluir que se trata de uno de los recursos literarios más difíciles de encasillar, y más controvertidos. Sea como fuere, a través del cuento, relato, narración o fábula el buen escritor se convierte en retratista de su tiempo y, por consiguiente, en vocero de la injusticia, la miseria, la violencia, el amor. Si sus mensajes no impactan, se los lleva el viento.

José Antonio Vergel se va por los caminos de su provincia para describir con sutil ironía –y a veces con claras dosis de erotismo– ambientes parroquiales movidos por el miedo, el dolor, la angustia, la explotación humana, el amor, el sexo. Casi todas sus narraciones son presentadas al natural y recogen de paso regionalismos y particularidades lugareñas, tal vez para que sean más auténticas. Tienen la virtud de saber pintar costumbres y paisajes al igual que estados del alma.

El inspector, uno de los perfiles de esta obra, presenta una escena común en Colombia: las pasiones políticas atizadas por el eterno gamonal que corrompe la vida de las comunidades. Broma en leve bruma, donde campean el humor y la ironía, refleja los pecados capitales de todos los pueblos: gazmoñería, beatería, idiotez, cursilería, hipocresía… Lo de Leopoldo fue verdad tiene como actor a un gato hogareño –el gato de todas partes–, que trasmite hondo sentimiento de ternura. Casa maldita, escenario de violencia, ofrece este episodio contundente: «Absalón entró sin saludar, como queriendo mirar algo en las estanterías llenas de polvo, desenruanó un cachiblanco para degollar cerdos y acribilló a Ñungo».

Breves muestras para decir que en este acopio de ficciones calcadas de la realidad desfilan los personajes típicos de cualquier conglomerado humano. Es la propia vida la que corre por estas páginas, que su autor dedica con emoción a su pueblo real, Alpujarra.

José Antonio Vergel, graduado en Filosofía y Letras en la Universidad Javeriana, y que adelantó estudios filológicos en el Instituto Caro y Cuervo, se desempeñó en Rusia, durante 20 años, como periodista y redactor literario del semanario Novedades de Moscú, de la Agencia de Prensa Novosti y de la Editorial Progreso. Además, ha estado vinculado a la cátedra universitaria. Es autor de una excelente biografía de Martín Pomala –el gran poeta olvidado de su tierra tolimense– y del hermoso libro de poemas Lumbres secretas.

Avanza en un trabajo sobre sus experiencias soviéticas, al que ya le tiene asignado título: Veinte años tras la Cortina de Hierro. Y no cesa en su silenciosa producción poética y narrativa. Ahora, tras su larga residencia en Rusia, ha regresado a su patria –y sobre todo a su pueblo– a cantar la vida con sabor de cuentos.

Bogotá, marzo de 2002.

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