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Por los caminos de Dios y del mundo

viernes, 7 de noviembre de 2014 Comments off

En enero de 1962, recién concluido su bachillerato en Bucaramanga, Gloria Ortiz Rangel inició su carrera como terciaria capuchina. Y 10 años después se retiró de la vida religiosa. Los 2 primeros años corresponden a su formación para el apostolado elegido, y los restantes transcurrieron en los siguientes sitios: 1 en Armenia (Quindío), 2 en Manaure (Guajira) y 5 en Vaupés y Guaviare.

Los 7 años de servicio misional los pasó en contacto estrecho con las comunidades indígenas que pueblan los tres últimos territorios citados. Su mayor estadía fue en Villa Fátima (Vaupés), pequeño poblado perdido en lo más profundo de la selva, distante 4 horas por vía fluvial de Mitú, la capital, y 3 de la frontera con Brasil.

En esta zona tan alejada de la civilización y olvidada de la acción oficial, se lee en el letrero fijado en uno de sus aeropuertos, al darle la bienvenida al forastero: “Está usted en el lugar de la recreación de la sabiduría ancestral”.

Gloria Ortiz, compenetrada con su misión de ayudar a los seres más desprotegidos, encontró en su tránsito por estos lugares marginados, donde las miserias humanas adquieren signos en verdad dramáticos, el mejor camino para cumplir su vocación humanitaria. Entregada al servicio de Dios, entendió que allí se le llamaba como un bálsamo para aliviar los inmensos problemas y las tristezas sin fin de esta población condenada al abandono y el olvido.

Estaba en la tierra mítica del misterio, la inmensidad y la belleza, la misma que hizo exclamar a José Eustasio Rivera al escribir La vorágine: “¡Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y la neblina!”. Y estaba en el territorio de gentes anémicas, carcomidas por el hambre y las enfermedades, y apartadas del ámbito civilizado por la ignorancia y la ausencia de la vida digna.

La misionera se dedicó en cuerpo y alma a proteger a los humildes que Dios ponía a su paso. Para hacerlo, empezó por comprender su cultura, su idiosincrasia, sus leyendas, creencias y mitos. Aprendizaje elemental para poder penetrar en el alma de los afligidos. Se volvió una indígena más, que todo lo compartía y lo captaba, que asumía riesgos y desafiaba tempestades, que montaba a caballo y cruzaba como ángel bienhechor por ríos y llanuras. Consumía las mismas comidas de los aborígenes y ejecutaba sus propias costumbres.

Con notable aptitud de liderazgo, lo mismo ante los pobladores de aquellas riberas castigadas por el infortunio, que ante sus superiores y compañeros de religión que admiraban su energía y capacidad de servicio, el nombre de esta monja laboriosa y entusiasta dejó su impronta en la selva. Conforme avanzaba en su labor social, vivía nuevas experiencias y más se familiarizaba con los ritos y tradiciones ancestrales, hasta el punto de que el hábitat selvático, con todo lo rudo y sufrido que puede ser, se tornó para ella amable y hospitalario.

Gloria había conocido en Bogotá al sacerdote Jesús Ortiz Bolívar, antes de embarcarse ambos hacia aquellas latitudes medrosas, y con él trabajó hombro a hombro por la redención de los nativos. Fue la suya una alianza perfecta bajo los postulados cristianos.

Ya los dos en la vida seglar, un día tomaron la decisión de casarse y proseguir en sus postulados de trabajo en bien de la humanidad. No quisiera yo preguntar a Gloria cuándo nació en ellos la llama del amor, si en la selva o de regreso al entorno ciudadano. Básteme proclamar que “el amor mueve el sol y las estrellas”, como lo afirmó Dante Alighieri.

Cualesquiera que hayan sido las características de su unión conyugal, es pertinente aseverar ante el lector de estos renglones que Gloria y Jesús constituyeron en la vida civil una pareja de total entrega a la misma causa social que habían ejercido en su actividad religiosa.

Jesús Ortiz sufrió dos percances mayores que afectaron su tranquilidad: uno, el robo de una cooperativa que había fundado para los pobres, y el otro, el secuestro de que se le hizo víctima en carreteras del Norte de Santander. Fue liberado a los 23 días, pero este hecho le produjo fuerte depresión, le afectó el corazón y es posible que le haya causado la muerte.

En 1995, 23 años después de haber dejado el convento, Gloria fundó en Bucaramanga el Hogar Geriátrico Plenitud, dedicado a la protección de la gente mayor. “Los abuelos son mi vida y mi razón de existir”, me confiesa. Obra admirable, en la que colaboraba el antiguo sacerdote con prácticas religiosas y el manejo contable, que ha soportado no pocas penurias, pero que subsiste gracias a la voluntad inquebrantable de su creadora. Y es Dama Gris de la Cruz Roja desde hace 28 años.

En este libro-testimonio, donde Gloria ha querido contar sus memorias de la selva en lenguaje llano, espontáneo y descriptivo, recoge además algunas reflexiones sobre la vida, el amor, el mundo y el pecado, el bien y el mal, que dejó escritas su esposo como legado de su recto obrar y pensar por los caminos de Dios y del mundo. Ambos recorrieron los mismos caminos y ahora van mancomunados en estas páginas como tributo a los principios rectores de sus vidas.

Y además, para que se cumpla una frase ingeniosa que Jesús Ortiz solía repetir como invitación al diálogo inteligente: “Hablemos para que conversemos”.

 Bogotá, 19-V-2014.

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Las fugas de Dios

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Germán Pardo García ha ido siempre detrás de la huella de Dios. Una vez exclama, ya en las postrimerías de su vida: «Soy un fantasma que busca a Dios para asirse a su hermosura. ¿Será posible que lo halle como lo miraba en mi niñez?». En estas palabras se advierte su angustia por haberlo perdido, y al mismo tiempo el ansia de encontrarlo de nuevo en su senda de soledad.

La época que se halla más marcada por su lirismo místico es la que va del año 30 al 35, a la que pertene­cen los libros Voluntad, Los júbilos ilesos, Los cánticos y Los sonetos del convite. Éste es el comienzo de su ca­rrera. En 1931 sale para Méjico y allí se queda para siempre. A dicho país ha llegado el místico enamorado de las cosas bellas de la vida en sus más sencillas ex­presiones.

Éste es el tiempo de la contemplación de la natura­leza y del amor por los seres simples. El poeta vive su mejor momento de elevación hacia la divinidad y así se expresa:

Aún no sé cómo ascendí

a los júbilos divinos.

Tan sólo sé que traía

en las manos un don vivo,

de claridades eternas,

hecho de Amor y de Espíritu.

Su visión religiosa le hace conquistar, acaso con superiores acentos a los que pondrá en los demás aspec­tos de su poesía, las mayores creaciones de su alma lírica. Los poemas le brotan envueltos en la belleza espiritua­lizada del ser que todavía no ha chocado con los elec­trones desapacibles de la ciencia. Aquí es donde Pardo García penetra con mayor espontaneidad en las interio­ridades de su alma receptora de emociones estéticas. Las fuerzas de la naturaleza están incontaminadas. Y el es­píritu del poeta, aunque fiel a la desolación de sus pri­meros días, está invadido por la presencia de Dios, el que mueve los árboles y riega de silencio los páramos y de asombro el corazón humano.

Ésta es una confesión de su alma arrobada:

Del corazón y el espíritu

sólo me queda lo eterno.

Morir, para mí, sería

ir hacia lo verdadero.

Detener la voluntad

ante los divinos términos;

ver mi sangre transformada

en luz del costado abierto,

y entre infinitos espacios

y soledades sin tiempo,

quedar de pronto desnudo

como una espada en el viento.

El maestro, enamorado de los mejores dones del mundo, exalta la vida y los placeres como un principio de Dios. La tierra es elemental y no hay que arrebatarle su sencillez. El alma del poeta vibra con el viento, con el paisaje y los animales. ¿Para qué desfigurar el mundo si todo es simple y natural?

Este misticismo sereno transfigura en elemento su­blime el clima amoroso del alma. A Dios, sin mencio­narlo por su propio nombre, lo invoca en cada canto y lo personifica en todo ser viviente y en toda manifesta­ción terrena. En esta etapa se nota su afán permanente de animizar los objetos de la naturaleza. «Lo que da la medida de un artista —dijo Azorín— es su sen­timiento de la naturaleza, del paisaje. Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emo­ción del paisaje».

Desde esta época del asombro inicial, la esencia de Pardo García se queda pegada a la tierra, y de ésta ad­quiere la savia para toda su producción. El bosque, el musgo, el agua, el pájaro, el can miserable —uno de los mayores símbolos del poeta—, la brisa, el páramo… todo existe como un obsequio de Dios.

En el despertar de su alma mística brotan los versos escritos entre 1915 y 1927, que reunió en dos cuaderni­llos titulados La tarde y El árbol del alba, ya desapare­cidos. En el comentario que hace Germán Arciniegas a Los júbilos ilesos, dice, refiriéndose al librillo El árbol del alba, que éste no circuló por haber sido quemado por el propio autor, quien sin embargo ignora que un ejemplar quedó en poder de Arciniegas como sobrevi­viente milagroso de aquel incendio. Hoy es una rareza bibliográfica. La mayoría de estos poemas se trasladaron al libro Voluntad (Editorial El Gráfico, 1930), con pró­logo de Germán Arciniegas.

En estos poemas primerizos aflora el dolor íntimo de Germán Pardo García, marcado por la soledad, el desengaño, la pasión amorosa, la alegría fugaz. Esta breve producción, de lamento y esperanza, encierra el núcleo de todos sus temas posteriores. La soledad es una constante en toda su obra, pero esta soledad de su pri­mera juventud vive cerca de Dios y se purifica en las aguas de una sombra protectora, que más tarde deja perder.

No tengo fe, y me hace falta creer en Dios, en algo más allá (…) Si yo tuviera Dios, no hubiera llegado a las negras orillas de la tánatos griega, desprovisto de todo auxilio humano. Si supiera, si pudiera rezar, rezaría. ¿Pero a quién, si no creo sino en la materia? Duras palabras de desconcierto con que el poeta, en sus años del desasosiego otoñal, pone un grano de esperanza en la fe perdida.

El maestro, que sin embargo nunca llega a ser ateo, en sus confusiones espirituales deja ir a Dios y más tarde lo reconquista. Luego permite que se escape otra vez para más adelante perseguirlo. Estoy buscando el ampa­ro de Dios y tengo necesidad de saber que existe…

Hay una serie de expresiones desesperadas donde pretende presentarse sin Dios, y que en el fondo sólo son deseos de Él: Yo estoy buscando afanosamente a Dios, otra vez, como me lo enseñaron cuando niño. No me resigno a la desaparición total. Pero sé que no tengo alma (…) No tengo Dios, no tengo eternidad. Sólo la oscuridad y el terror (…) No tengo Dios, no tengo esperanza, y la presencia de la muerte me atribula y enfurece, porque no la considero, como los filósofos ro­mánticos, un tránsito, pero sí una evolución de la ma­teria…

¡Cómo se contradicen estas expresiones, que son casi de enojo, con las proferidas en otras épocas! En ellas parece que hubiera un niño jugando con el Ser Supre­mo. Al explicar en 1943 su libro Sacrificio, anota lo si­guiente: Para lograr todo esto, hago una vida de soledad completa, sin contacto ninguno con el trabajo material. Paso los días suelto por los campos cercanos, creyendo en Dios y en la naturaleza.

Estos altibajos por los ca­minos de Dios han producido hondos vacíos en esta alma afligida que, al extraviarse de su centro de atracción es­piritual, siente que se disloca el universo entero. Las fu­gas de Dios son en Pardo García catastróficas. Cuando advierte su ausencia, el mundo se le borra, el alma se le acobarda.

Y es que el poeta ha sido siempre místico profundo, extraviado a veces en los Principia de Newton, o sedu­cido por Einstein, científicos que le trastornaron la men­te y le enfriaron la fe. Reacciona a veces ante tanta ciencia. En 1988 manifiesta: El verdadero Dios comien­za a dejarse ver en los abismos de mi vida de locura, dolor, angustia y derrota.

El maestro, siempre que pretende olvidarse de Dios, se arrepiente y lo busca en todas partes. El misticismo suyo no es «santurrón ni rezandero», como lo define Javier Arango Ferrer. Es una actitud vigilante del alma abismada ante lo sobrenatural. Y cuando Dios se le re­funde, aparece Cristo, el Cristo humano, el de las penas y las soledades.

En 1986 halla un Cristo negro, «negro como las no­ches de África y del ardiente Senegal». Sabe que el negro de las Américas también está encarnado en su Cristo negro, que dedica al poeta negro norteamericano Langston Hugues.

Y así le canta al Cristo de negros y blancos:

Yo amo a los negros porque sufren

más que los blancos, mucho más,

porque los negros son más hondos

bajo el betún de su antifaz.

Yo amo a los negros porque sienten

más que los blancos soledad,

y entre los ojos tan silentes

llevan la furia de la sal.

………………………………………

Donde hay un negro ya no existe

la esclavitud ni va detrás

de su mirada un pobre perro

que ya no teme al capataz,

porque ese Cristo de los negros

le dio esperanza, inmensidad,

y Langston Hugues en el sepulcro

y Senghor en el Senegal,

saben que el Cristo blanco, el negro,

con su distinta identidad,

con sus dos razas diferentes,

con sus heridas y su faz

dilacerada y supurante,

son una misma humanidad.

Aquí es donde es preciso aproximar al Cristo negro de Pardo García con los Cristos agonizantes de Arenas Betancourt. Uno y otro artista saben que la angustia emana de ese símbolo estremecedor, y por eso en sus obras claman por el hallazgo de una fórmula divina que mitigue el desamparo humano.

Revista Manizales, N° 663, agosto de 1996

 

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Inquilino del páramo

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Fallecida su madre, el niño es transportado con su hermana Beatriz, en el año 1906, a la propiedad rural que posee el juez en el páramo conocido con el nombre de El Verjón, en inmediaciones de Choachí. El padre se queda con Antonio, el hijo mayor; y la recién nacida, Julia, es confiada al cuidado de su abuela en Ibagué.

El páramo es la negación de la vida. Allí la natu­raleza es huraña y rechaza al hombre. Todo permanece quieto, yermo, hostil hacia los seres humanos. La niebla que invade el paisaje y nunca cesa; y el silencio que se impone con densidades de miedo; y el miedo que cruje y se agiganta en cada amanecer y en cada anochecer, todo atenta contra el ser viviente. Al niño de cuatro años lo horripila, lo estremece y lo destruye.

Cuando Germán Pardo García abre los ojos al mun­do, se encuentra frente al páramo. Y éste ruge como un dragón que amenaza devorarlo. Durante toda la vida lo persigue la imagen siniestra. Nunca logra liberarse de ella. Hoy todavía se espanta con el recuerdo de ese ho­rizonte de nieblas y pavor. El pánico le ha quedado para siempre en el espíritu. El frío lo lleva en el corazón. «El huracán del páramo —dice— no ha cesado un instante de soplar sobre mí».

Algún día les cantará a los riscos, ya con amor de poeta —porque los poetas aman lo que más los maltra­ta—, esta plegaria:

Altos desnudos riscos, que desde la meseta

se ven como sedientos de ser y de ternura.

Bloques de esclavitud, cúpulas de amargura,

que la ventisca en sombras de adversidad agrieta.

Germán y Beatriz quedan confiados, en una casona solitaria y tenebrosa, a la nodriza que les ha conseguido el juez para tratar de sustituir a la madre. Su nombre: Lucía Acosta. Es un ser neurótico y descastado, sin la menor ternura maternal. Todo lo contrario de lo que necesitan las dos criaturas. La nodriza les narra terribles cuentos de almas en pena por las que hay que rezar, y que vagan por los montes en busca de compasión. Les habla de espíritus agonizantes, de vientos furiosos, de tempestades y toda clase de horrores.

Y los niños, que todavía no están para comprender nada, pero que son manejables por la histeria de la bruja, sienten terror. No saben rezar, porque nadie les enseñó plegarias, y en cambio de oraciones rezan su propio miedo. Vomitan la espesura de los relatos fantasmagóricos y de ahí en adelante ven duendes por todas partes.

Lucía Acosta: un monstruo. Tal vez es la solterona furiosa que no pudo engendrar sus propios hijos y llega a vengarse, en la subconciencia de su alma torturada, contra los hijos ajenos. Tiene tiempo y espacio para ver­ter su veneno. El viento del páramo, entre tanto, brama como perro nocturno y penetra en la alcoba de los pequeños, depositando en ventanas y rincones toda suerte de elementos espeluznantes: serpientes, escorpiones, alacranes, diablos, fantasmas, tinieblas, terror…

Germán huye de la nodriza y se refugia en una cue­va que ya tiene localizada. Prefiere convivir con los animales agazapados en el antro, y no con la bruja de la Noche de Walpurgis. Desde allí escucha los alaridos del huracán y ve pasar las borrascas de la cordillera. El miedo crece en las profundidades de su desamparo, pero el niño toma fuerzas de donde no las tiene y reprime el desconcierto.

La melancolía se apodera de su espíritu. Germán se acostumbra, de ahí en adelante, a las sombras. Comentando esta faceta de su existencia, anota Otto Mo­rales Benítez: «El viento con su mágico pavor infundía al futuro hombre su soplo de soledad y de angustia».

En la vida de Germán Pardo García hay que saber hallar las claves que nacen de sus primeros años. Su secreto —como el secreto que lleva toda persona, y no siempre se investiga— reside en la vivencia del páramo. El páramo significa orfandad. Y la orfandad, soledad, abandono, miedo, neurosis, angustia, sombras… En el concepto de páramo caben infinidad de efectos pertur­badores. El Verjón es el mayor ingrediente de la obra de Pardo García. Es al mismo tiempo su maestro.

El páramo representa para él, siendo su mayor tor­tura, una sinfonía. Esta es la dedicatoria que hace del libro Apolo Pankrátor:

A Sergio Espinel, hijo dilecto de Choachí, el lugar que más he amado. Al sutil cono­cedor del enigma de los bosques, los ríos, las alondras y las brumas de los páramos. Al amigo de mi infancia, adolescencia, juventud, el verano, el invierno y el tra­monto, dedícole este libro que contiene mis éxtasis ante la naturaleza, mi asombro ante la vida y el dolor y mi perplejidad ante el espacio. En la fraternidad de los campos labrantíos de Colombia y de los seres humildes de la patria.

He sido, desde hace largos años, por atracción y por solidaridad espiritual, un enamorado de la personalidad de Germán Pardo García. Me seducen su tragedia y su densidad humana. En pocas personas de las que he tra­tado he encontrado signos tan bien conjugados de lucha, de reto, de coraje, de categoría. Categoría en cualquier dirección a donde se mire. Me fascina el páramo como signo de grandeza.

Germán Pardo García heredó del páramo cosas ma­jestuosas. Derrotó el desamparo y escribió una epopeya. Siempre me he sentido intrigado por el claroscuro que envuelve la silueta del maestro. Escribiendo este libro, sé que ese perfil plasmado entre luces y sombras, que él ha buscado para sus retratos, es la viva imagen de El Verjón. En el páramo, denso en penumbras, también alumbra el sol. La sombra va pegada a la personalidad del poeta.

La sombra —declara— es para mí uno de los fenómenos más sublimes del universo. Tengo la cer­tidumbre de que todo el universo es sombra, y esa som­bra formidable me envolvió por completo, no como una entelequia, sino como un postulado físico.

La sombra seduce a los poetas. José Asunción Silva —por quien Pardo García siente especial admiración, y cuyas vidas guardan paralelos de angustia— fue otro esclavo de la sombra. Su famoso Nocturno no es sino una larga procesión de sombras.

El niño mejora de la parálisis y sólo persisten algu­nos rezagos en las rodillas y en las articulaciones de los hombros. Es sometido, por recomendación de un curan­dero de la región, a baños con agua hirviente mezclados de azufre. Las aguas termales que se hallan a poca distancia le curan las neuralgias.

Más tarde dispone su padre el traslado a otra casa del mismo páramo, más cercana al pueblo. Desde allí se escucha el sonido de las campanas que doblan todos los días, a las ocho de la noche, por los fieles difuntos. Este eco de ultratumba penetra en el alma del niño como un retumbar de los infiernos. La nodriza no cesa en sus cuentos macabros, matizados cada vez con peores in­gredientes luciferinos. Por la mente infantil corren, en estas negras noches de espanto, imágenes de cadáveres, de fuego, de fantasmas.

En Presencia de la muerte, poema publicado en 1938, Pardo García recordará ese ambiente tétrico:

Siempre hablo de la muerte con inmensa ternura.

Su nombre lo he escuchado sin pavor desde niño,

cuando en la antigua casa familiar, escondida

bajo una soledad de cedros y de pinos,

alguien decía, en medio del estupor nocturno:

«La sombra de la muerte pasó por el cortijo».

En 1910, el juez contrae matrimonio con Ester Piñeros Encinales. El niño es llevado a la capital, en donde su madrastra lo matricula en una escuelita privada, y allí aprende a leer y a escribir. Luego cursa estudios pri­marios en el colegio de los Hermanos Maristas. En 1912 vuelve otra vez a la casona del páramo, en compañía de su madrastra, ya que el juez, dedicado a las cuestiones jurídicas, considera que es preferible mantenerlos en aquel lugar y no a su lado.

Surge aquí otro capítulo trágico en el desierto sen­timental del pequeño. La madrastra es irascible y no quiere a los niños. Al igual que la nodriza, es una neu­rótica, una fanática religiosa que se inventa historias de muertos y de espíritus en pena y las narra con sadismo para que los hijastros sientan temor de Dios. La esposa de Satán resulta más sanguinaria que la bruja de la No­che de Walpurgis.

El niño, que se rebela ante tanta tortura, busca otra cueva y allí se esconde por espacio de quince días. Lo acompaña un perrito fiel. En la espesura de su escondite se alimenta de leche, mazorcas y frutos que recoge en los alrededores. Allí aprende, además, las reglas del si­gilo que lo acompañarán en la edad adulta. Mira hacia su mundo interior y descubre que éste es su mejor, su único amigo.

La inmensidad del páramo, que lo ha afligido en los días iniciales, ahora lo alberga contra la inclemencia de la nueva fiera. Ester Piñeros Encinales se ha empon­zoñado en él con tanta sevicia, que su nombre, rodando la vida, se vuelve sinónimo del peor instinto humano. Ambas, Lucía y Ester, son personificaciones palpitantes del averno.

Huyendo de los monstruos que le asigna su padre como guías del afecto, los panoramas desolados de la montaña se le han ido alma adentro y le han destrozado las primeras emociones. En vez de ternura recibe cruel­dad. En lugar de juguetes le entregan las arideces de la naturaleza. Imposible entender semejante sartal de erro­res, ni comprender cómo el padre, un ser instruido, es capaz de tamañas atrocidades.

Los gritos de la cordillera han sido, siempre, la sin­fonía interior del poeta. Pardo García ha sabido sacar del desastre resonancias cósmicas. Y ése es su mérito: transformar las estridencias en música. Trocar la ca­tástrofe en poesía.

El indio Eusebio Ceferino encuentra el escondite del niño, el cual, al oponer resistencia, es atado de pies y manos y conducido a la presencia de su padre, que ordena que le rapen la cabeza, lo desnuden y lo aten al barril colmado de agua hirviente. Ofuscado e impo­tente, como bestia lista para el sacrificio, el pequeño patalea, grita, trata de escapar del suplicio. Y mientras más lo intenta, mayores actos de fuerza le aplican.

De pronto salta del barril y emprende veloz carrera a campo traviesa, sin dar a sus verdugos tiempo para que lo alcancen. Cuando éstos reaccionan, el niño ya se les ha perdido de vista y pasa por las calles del pueblo como una visión indefinible. Va sin ropa y desencajado, y esto quizá lleva a alguna beata asustadiza a echarse tres cruces y volar al templo, creyendo que ha visto un diablillo escapado de los infiernos.

Germán, que en realidad se ha salvado del infierno de su madrastra, se dirige como una gacela a las orillas del río que pasa a poca distancia, lugar que lo atrae como tierra de protección, ya que allí mora la viejita Polonia, rústica habitante de aquellas laderas que lo ha consentido con mimos y naranjas. Hubiera sido su abuela ideal, pero la vida no le ha concedido tales placeres. Se presenta ante ella desnudo y aterido, como un perro desastrado, y la buena anciana lo viste con sus afectos.

Los vecinos del poblado interrumpen la escena bu­cólica, digna de un Siqueiros para su mensaje de la Madre campesina, y dan captura al fugitivo, a quien entregan al magistrado que viene a caballo detrás de ellos. Y éste —cosa insólita—, en lugar de castigarlo lo besa y lo sube a la grupa de su potro. Se pone furioso, en cambio, contra la madrastra por el maltrato que le ha infligido al párvulo.

El ambiente con la madre postiza se torna cada vez más hostil. Ella prefiere ignorar al pequeño díscolo —que así lo califica— y deja de hablarle. Germán hu­ye de nuevo de la casa en busca de unos campesinos bondadosos en quienes encuentra hospitalidad y cariño. De esa convivencia nace su amor por los humildes, muy acentuado en su poesía. Los campesinos hacen parte de su esencia sentimental. Prueba de ello es el poema que escribe hacia 1915, cuando apenas cuenta 13 años de edad —uno de los primeros de su producción poéti­ca—, en el que llora la muerte de uno de sus amigos del campo que más amaba, y que así comienza:

Detén el paso, caminante,

y sin dolor en el semblante

mira esta tumba silenciosa.

Sobre este túmulo no hay yedra

ni mármol ni una blanca piedra

que diga: aquí reposa.

Fue un labrador. Con el arado

rasgó la entraña en donde encierra

el mundo todo su vigor. Loado

él, porque supo laborar la tierra.

Y mucho tiempo después —en 1971—, acordán­dose de sus primeros años, que le impregnaron el alma de humildad, exclama:

Yo soy la gota de agua de la izquierda;

la que cayó sobre terreno pobre.

Demos por terminado este impresionante cuadro de desamparos de donde el poeta ha extraído la mayor gota de dolor de su existencia, y sepultemos en buena tierra a las dos tutoras sicópatas, para que sea él mismo quien nos pinte, a los 86 años de su existencia —en carta di­rigida al autor de estas líneas—, el estado de su alma lacerada:

Física y espiritualmente estoy temblando desnudo, como las ramitas de los desolados páramos de Colombia. A veces pienso que mi infancia, transcurrida en esas zonas deshabitadas y congeladas que nuestra patria tiene, es la causa remota de mi dolor, junto con mi hermandad esquiva, mi desamparo des­de los 3 años, porque no conocí a mi bellísima madre, muerta a los 22 años, en 1905.

Prensa Nueva Cultural, Ibagué, julio de 1995

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Monseñor Roberto Márquez Rivadeneira, orador sagrado y literato

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De la esclarecida pareja formada por el médico soatense Aníbal Márquez y la dama chiquinquereña Ana Mercedes Rivadeneria llega al mundo –el 7 mayo de 1922–  quien sería destacada figura del clero boyacense: Roberto Márquez Rivadeneira. Nace en la ciudad de Chiquinquirá, pero desde muy niño se traslada a Soatá, donde pasa su niñez y juventud y gran parte de su vida. Siempre se considera soatense, tanto por sus ancestros paternos como por su estrecha vinculación a la Ciudad del Dátil. «Llevo grabado en lo más profundo de mi alma este paisaje norteño», declara una vez.

Roberto Márquez fue el cuarto entre ocho hermanos. Olga, una de sus hermanas, contrajo matrimonio con Camilo Villarreal, prestante dirigente político de Soatá y el Norte de Boyacá. Ligia, su otra hermana, fue la fiel compañera y el brazo derecho en su ejercicio sacerdotal.

Soatá, ayer y hoy

Las tradicionales familias soatenses fueron desapareciendo de la población y fijaron su residencia en otras ciudades, sobre todo en Bogotá, debido a la educación de los hijos. José María Villarreal, exgobernador de Boyacá, exministro y exdiplomático, es uno de los grandes ausentes de la localidad.  La poetisa Laura Victoria, miembro ilustre de la familia Peñuela, viajó a Méjico hace cerca de 60 años y allí se quedó. Mi condiscípulo Pedro Alfonso Márquez Puentes, primo de Roberto, hoy eminente médico en Estados Unidos, salió del país y nunca regresó. Rafael Mojica García, fundador y rector de la Universidad del Meta, que nació en Soatá cuando su padre pasó por allí como juez, no echó raíces en el medio.

En Soatá fue caudaloso el éxodo de sus habitantes hacia los centro urbanos. A lo largo del tiempo, esto ocasionó lo que podría llamarse una mutilación del alma de la sociedad, hasta el punto de que uno mismo (hablo como soatense nostálgico del pasado) se siente en ocasiones extraño cuando vuelve a sus lares y encuentra tristezas. El paso del tiempo ha transformado, sobre todo a los ojos del afecto, el lugar amable y pintoresco de otros días.

No sólo se trata de la natural renovación de generaciones en el proceso de un pueblo, sino de otro fenómeno de los nuevos tiempos: Soatá, capital del Norte de Boyacá, que no ha sufrido mayores daños causados por la guerrilla que anda en los alrededores –sobre todo en los pueblo vecinos a la Sierra Nevada de El Cocuy–, recibe a los desplazados de esos municipios y les da albergue. Al éxodo de los nativos y al poblamiento con gente nueva, que no tiene, por lógica, el mismo sentido de identidad y de pertenencia al medio, se debe en gran parte la atrofia que hoy padece mi patria chica.

Roberto Márquez, tan vinculado al desarrollo de Soatá como sacerdote y fundador de un colegio, también se alejó de su tierra, llamado por otros compromisos, y sentía la misma nostalgia cuando retornaba al pueblo y no encontraba a su familia ni a sus viejos amigos. El terruño no era –no podía ser– el mismo de antes: las costumbres habían cambiado, en las calles se veían muchas caras nuevas y pocos conocidos, y otros afanes movían la vida municipal. Incluso los dátiles no sabían lo mismo.

Hoy me siento complacido cuando vuelvo a Soatá, esta vez con las dotes del escritor, y me detengo ante un egregio y auténtico soatense, que ya hace parte de la historia: Roberto Márquez Rivadeneira.

Vocación religiosa

De niño asiste con sus padres a la iglesia del pueblo y lo seducen las ceremonias, con sus cánticos y latines que le suenan sobrenaturales. Con asombro escucha los sermones vigorosos del párroco y le provoca imitarlo. En su casa se muestra aplomado y reflexivo. Su mente inquieta todo lo capta. Señales inequívocas de que posee una inteligencia abierta a las inquietudes del espíritu.

Y se va para el Seminario Mayor de Tunja, donde adelanta intensa preparación en las disciplinas eclesiásticas. Se apasiona por el latín, la lengua muerta –y ahora viva– que escuchaba como un murmullo misterioso en los oficios de su parroquia, y cada vez la reta y la interpreta con mayor propiedad.

Descubre, junto con el griego, las raíces de las culturas milenarias que no podía captar en su remoto poblado, donde no había colegios para tanta erudición. (Digo remoto poblado, ya que en ese tiempo se gastaban largas y penosas horas para llegar a Soatá desde Bogotá o Tunja, por una carretera polvorienta y azarosa. Pero la dureza del viaje se veía recompensada con la emoción del retorno).

Años después se revela como profundo latinista. Incursiona, como lector voraz y estudioso obsesivo, por los textos sagrados y por los caminos de los clásicos. De esta manera, su mente se estructura para sólidas jornadas. En el futuro sacerdote se agita el escritor y el humanista, condición que no es frecuente en todos los miembros del clero, por más entendidos que sean en las lenguas románicas.

Recibe la ordenación sacerdotal el 15 de junio de 1946, a los 24 años de edad. En 1965, la Universidad Javeriana le otorga el título de doctor en Derecho Canónico. El día de su ordenación pronuncia, con convicción y sinceridad, una emotiva oración de la cual tomo estas palabras:

Dios ha depositado sobre la miseria humana abrumadoras dignidades. Pero ninguna tan soberanamente augusta como ésta. Porque no es el sacerdote, bien lo sabéis, ni príncipe ni rey de este mundo, a quien se le atribuyen los honores y la gloria de los hombres. No. Todos los triunfos de acá abajo son veleidades que se esfuman al soplo alado de la muerte. La dignidad sacerdotal es inmensa y eterna como Dios.

Por aquellos días la Iglesia Católica vive en el mundo una incierta época de quietud y búsqueda y comienza a prepararse para los grandes retos que le traerá el futuro y que darán lugar a los concilios vaticanos de los tiempos contemporáneos. Luego de su ordenación, el joven sacerdote es nombrado vicario cooperador de El Cocuy, bella población boyacense situada en estribaciones del nevado que lleva su nombre (nevado que al mismo tiempo se llama de Güicán por estar situado entre los dos municipios, con lo cual han quedado zanjados los celos mutuos).

Allí inicia, con el vigor de la juventud, la certeza de su vocación religiosa y la poesía del paisaje, un apostolado que se prolongará por 41 años.

Carrera eclesiástica

Boyacá ha sido cuna de escritores, poetas, sacerdotes y militares. A Roberto Márquez le faltó esta última condición (toda vez que fue sacerdote, poeta y escritor), y en otro sentido fue gran militante de la Iglesia Católica, cuya causa asumió con decisión, firmeza y entusiasmo, predicando la luz de la verdad y promoviendo los valores espirituales, sociales y religiosos que le inculcaron en el hogar y en el seminario.

Tras su permanencia en El Cocuy deja huellas como párroco de Tibasosa, Nobsa y Sogamoso. En Soatá actúa como coadjutor de la parroquia y en esa ocasión funda uno de los mejores colegios de la región, el Instituto Norte Próspero Pinzón –hoy Colegio Regional Juan José Rondón–, cuya rectoría ocupa durante varios años. Desempeña el cargo de canciller de la Diócesis de Duitama y Sogamoso.

También funda el seminario de Duitama y es su primer rector. Allí cumple  ponderada labor. Su vocación por la docencia es indudable. En todas partes se le aprecia por su celo sacerdotal, espíritu pedagógico y don de gentes, y se le admira como brillante orador sagrado. El título de monseñor le llega como justo reconocimiento a su carrera pastoral. En el prelado existe otra virtud que enaltece su personalidad: la de intelectual.

De la parroquia de Sogamoso es ascendido en marzo de 1986 a vicario general de la diócesis, su última misión. Un año después, el 7 de noviembre de 1987, le sobreviene la muerte cuando se encontraba en pleno vigor físico e intelectual, y esto frustra para el clero de Boyacá la oportunidad de tener, como se esperaba con sobradas razones, un obispo excelente.

El canónigo Peñuela: su guía y maestro

La figura del canónigo Cayo Leonidas Peñuela, renombrado historiador y polemista, oriundo de Soatá, le despierta honda admiración. Recibe de él lecciones que influirán en el cumplimiento de su misión eclesiástica. Cayo Leonidas Peñuela desarrolla papel preponderante en el campo educativo, como impulsor en Soatá del Colegio de la Presentación y de la Normal Superior, y en Tunja, como rector del Colegio de Boyacá.

Márquez Rivadeneira tiene siempre en mira –y esto se vuelve un acicate para su propia superación– las grandes realizaciones ejecutadas por su paisano en las lides del espíritu. El canónigo Peñuela fue uno de los motores de la Academia Boyacense de Historia y autor del Álbum de Boyacá y otros textos valiosos de historia patria. Fundó Repertorio Boyacense, órgano de la Academia Boyacense de Historia, publicación que con su último número, el 333 de octubre de 1997 –que por casualidad tiene también 333 páginas–, acaba de cumplir 85 años de vida. Como polemista vigoroso, el canónigo  intervino en muchos foros académicos y publicó numerosos artículos en revistas y periódicos.

La férrea voluntad de Cayo Leonidas Peñuela, su carácter combativo, su oratoria sagrada, su formación intelectual, su apostolado vehemente y su espíritu creativo motivan al alumno para seguir tras sus huellas. No se trata de superarlo ni de imitar todos sus pasos, sino de realizar, como él, positivas obras para el bien común. Líderes religiosos con diferentes matices, ambos religiosos protagonizan hechos importantes para el progreso de la comarca y el desarrollo de la sociedad.

Nótese esta significativa circunstancia: el canónigo Peñuela muere en mayo de 1946 como párroco de Soatá, y Roberto Márquez se ordena de sacerdote al mes siguiente. Muerto el maestro, la bandera pasa a manos del discípulo.

El 10 de diciembre de 1968, en recuerdo del mismo día de la fundación de Soatá en 1545, se trasladan los restos del canónigo Peñuela del cementerio a la iglesia parroquial. Se escoge al seguidor de su obra para que pronuncie la oración fúnebre ante un pueblo fervoroso que rinde tributo a su personaje epónimo. Esta bella pieza lírica es ahora rescatada, tres décadas después, en un libro que recoge selectas páginas de monseñor Márquez como orador sagrado y escritor insigne. Así traza, en breves palabras, la personalidad de su maestro:

Así fue él, el que fue siempre: franco, magnánimo, celoso de sus fueros, rudo en el resistir, obstinado en sus luchas, intransigente con el error, con  el vicio, destemplado aun en la corrección de los irreverentes, pero caldeado en el amor a su pueblo y ajustado en todo al Evangelio. Su vida, lo he dicho en otra ocasión, antójaseme simbolizada en los recios cujíes que enmarcan nuestra plaza principal, cuyos gajos punzantes y destartalados soportan en mayo, con estática impaciencia, el prodigio deslumbrante de las orquídeas en flor. ¿Qué hay en Soatá que no haya sentido el inicial impulso o no haya sido planeado de antemano por el doctor Peñuela?

Brillante orador sagrado

Don portentoso el de Roberto Márquez que bajo el poder de la palabra le abre campo a la verdad y hace resaltar los errores humanos y las injusticias sociales. En la antigüedad, los tribunos del pueblo se preparaban durante años en el arte de la oratoria, antes de lanzarse a los foros a convencer a la gente. Si se cogía destreza para esa disciplina, las causas estaban ganadas.

Igual cosa puede decirse de este militante de la Iglesia Católica. Practica él durante largos años el ejercicio de la palabra y no se contenta con expresar las ideas, sino que lo hace con claridad y donosura, sencillez y efectividad. Le imprime al pensamiento los atributos de la elocuencia y la fuerza de la convicción. Rechaza las frases misteriosas y los latinajos incomprensibles que, lejos de ilustrar, confunden la mente.

Necesita, por el contrario, para dominar los estrados de la verdadera oratoria –que él aprende a recorrer paso a paso y cada vez con mayor propiedad–, saber llegar a las masas para conquistarlas. No ignora que para penetrar en los espíritus deben poseerse hondos conocimientos de sicología y escrutar muy bien la naturaleza humana.

Llega a ser uno de los exponentes más notables de la cátedra sagrada en Boyacá. Su palabra vibrante enardece multitudes. Los oyentes sienten –siempre lo han sentido en cualquier escenario y en cualquier circunstancia– emoción ante la elocuencia. Entienden mejor los mensajes cuando contienen belleza y fascinación, fluidez y energía, resplandor y sabiduría. Estos son los ingredientes que monseñor Márquez imprime a sus intervenciones públicas.

En las Semanas Santas se vuelven famosos sus sermones de las Siete Palabras. Su fuerza oratoria crece con su figura apuesta, su mirada aguda e inteligente, la modulación de su voz, el equilibrio de la razón y la prudencia y el manejo elegante del idioma. Con estos recursos logra ganarse la atención del auditorio y transmitir con eficacia la palabra que crea inquietudes.

En sus homilías de las Semanas Santas formula duras críticas sociales. Dice en una de ellas:

También están los verdugos: no podían faltar, son los mismos de siempre: las pobres bestias con puñal, con fusil, con la bomba molotov, con las armas ultramodernas; son explotados con inyecciones, con drogas alucinantes; son también los funcionarios sin alma, con sus reglamentos drásticos que, quieran o no, tienen que cumplirse; son los mirones con su curiosidad insensible (…) En estos dos ladrones, estamos nosotros muy bien representados. Quizá no asaltamos en los caminos ni amenazamos de muerte para que nos entreguen la bolsa. Pero todos robamos y robamos de todo: dinero, bienestar, fama, cargos sociales, puestos de trabajo, salud física y mental. Robamos más frecuentemente alegría, paz y aun vida».

El mundo de las letras

Pocos conocen en vida del prelado que él esgran escritor. Escritor exigente, castizo, obstinado, que emplea sus horas silenciosas en la factura de páginas selectas. Sus discursos religiosos –hoy de antología–, que vibran en los aires de Boyacá como prodigios de inspiración, le demandan largo tiempo de meditación. Siempre supo que no podía improvisarlos, porque las letras no son asunto de poca monta. Riguroso con las normas gramaticales y la depuración del estilo, es perfeccionista y diletante de la escritura.

Lector infatigable, divaga con pasión alrededor de los grandes maestros de la literatura universal, mientras al mismo tiempo se deleita con la música clásica. En su estudio privado, que Ligia cuidaba y consentía con tanto celo, y que después de su muerte ha dejado intacto con la ilusión de que él vive todavía, los libros que tanto amó duermen hoy bajo sus alas de eternidad.

En el seminario de Duitama monta obras de teatro. Es al mismo tiempo el creador y el director de comedias y sainetes elaborados con ingenio sobre temas religiosos o mundanos, y él mismo forma a los actores, salidos de sus  propias aulas. Me cuenta un alumno suyo que una de esas piezas obtuvo tanto éxito, que de los pueblos vecinos acudían a él en solicitud de nuevas representaciones en sus localidades.

Esa aptitud la hereda de su tío Alejandro Rivadeneira, que organizaba en Soatá alegres temporadas de teatro. (Recuérdese, a propósito, que los cuentos que escribió Juan Rulfo se los había escuchado a un tío suyo que con mucha gracia se los narraba). Como en Soatá el pueblo aplaudía el humor y la sátira llevados escena por el tío Alejandro, al sobrino le provocó hacer lo mismo que él.

Pasados los años, no solo se vuelve creador y director de teatro sino que incursiona en otros terrenos de las letras. En secreto escribe poesía en sus comienzos como literato. Esta afición la seguirá cultivando por el resto de su vida. La vena poética se siente también en su prosa: es difícil encontrar un sermón, un ensayo, un discurso o una página cualquiera que no tengan aliento poético.

Consiente los vocablos, los moldea, les da brillo y sonoridad. Y los engarza a la frase como ajustes perfectos de la oración. En sus escritos hay fluidez,  pureza, densidad y música. Maneja un estilo clásico, pulido y expresivo, en el que se advierte su búsqueda de la belleza a través de las palabras.

Legado cultural

Once años han transcurrido desde su muerte. En esa ocasión recibió los honores que le tributaron las autoridades civiles y eclesiásticas y el pueblo boyacense. Quizá no se le reconocieron en vida sus grandes virtudes como militante de las letras. Se sabía sí que era un destacado miembro del clero y gran orador sagrado. Pero su obra literaria pasó inadvertida para la mayoría de la gente.

Importantes papeles se esconden hoy en la intimidad de su biblioteca y Ligia  ha comenzado a sacarlos a la luz. Varios de ellos los ha recogido el padre Humberto A. Agudelo C. en el libro titulado Monseñor Roberto Márquez Rivadeneira, un alto en su oratoria sagrada (octubre de 1997), que rescata algunos de sus escritos religiosos. La tarea editora debe extenderse a su obra de teatro, poesía y ensayo, para que tales trabajos no sean borrados por la pátina del tiempo.

Que la semblanza que aquí hago de mi ilustre amigo y paisano sea un tributo de admiración y aprecio hacia esta figura grande del sacerdocio y la literatura. Su recuerdo debe quedar vivo en la memoria de Soatá, a cuyas autoridades corresponde obtener el traslado de sus restos a la catedral, al lado de su maestro, el canónigo Peñuela.

Repertorio Boyacense, Academia Boyacense de Historia, N° 337, Tunja, septiembre de 2001.

 

 

 

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Calibán

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Luis Carlos Adames, antiguo colaborador del periódico El Tiempo y hombre de investigación y estudio, ha elaborado una excelente antología, publicada por el Círculo de Lectores, de crónicas de Enrique Santos Montejo (Calibán), como  homenaje al periodista más destacado de su época, 25 años después de su muerte.

En 1927 nacía en El Tiempo la columna que sería la más leída de la prensa nacional: La danza de las horas. Calibán, espíritu inquieto y periodista versátil, estaba vin­culado desde 1917 al diario del cual era fundador y propietario su hermano Eduar­do, y en 1912 había creado en la ciudad de Tunja el periódico La Linterna, pu­blicación de ardientes lides ideológicas y de estilo urticante, que se arropaba, en medio del frío glacial de la urbe monacal, con el calor de las letras de molde.

Sus vehementes campañas políticas y an­ticlericales –una premisa de la hora– le va­lieron dos excomuniones eclesiásticas, que no lo hicieron desistir de sus aco­metidas, que creía justas. Por aquellos días, a la ponderación que le hizo un amigo por el fino traje que lucía en la capital del país, Calibán le dijo:  «Estoy estrenando mi vestido de primera excomunión».

Refiriéndose a él, dice Alberto Lleras que «el demonio de la actualidad habitaba en su cuerpo». Como jefe de Redacción de El Tiempo durante largos años, pulsaba en su columna el nervio del quehacer nacional. Escribía de afán y con ímpetu, con placer hedonista, y nunca se dio tregua para analizar los hechos palpitantes de la política, la eco­nomía o las ciencias. Con la misma pro­piedad con que incursionaba en el mundo de las artes y los libros, recorría, en notas amenas y originales, los territorios del amor y las mujeres. Era un diletante sin dejar de ser crítico social.

Además, devorador de novelas, há­bito que recomendaba a sus amigos como fórmula para conocer mejor la humanidad. No se sabía de dónde sacaba tiempo para su disciplina de lecturas y para escribir tres columnas semanales. Sus danzas, pergeñadas en letra menudita y enigmática, requerían los buenos oficios de un traductor experto, el de todas las horas en el periódico, convertido por eso mismo en su mejor confidente li­terario. Su prosa, de corte castizo y diáfano, campeaba por su crítica caballeresca y su fina ironía. Don Quijote, para que mejor se le comprenda, era su mentor de cabecera.

Su hijo Hernando, actual director de El Tiempo, nos contó en el acto de presentación del libro de Adames una característica de Calibán: la inestabilidad de sus juicios. Sus escritos solían ser contradictorios, lo que no se oponía a que fueran válidos en su mo­mento, con la razón de que cada día trae su afán. La verdad de hoy era, y es, transitoria. Al día siguiente vendrá otra y la desplazará. Circunstancia que es esencia vital del pe­riodismo.

Sin embargo, Calibán fue periodista universal. Sus Danzas de las horas son eso: un vaivén, un termómetro de la vida. El título lo dice todo. Por eso, se salvan de la fugacidad del tiempo.

El Espectador, Bogotá, 13-III-1997.
La Crónica del Quindío, Armenia, 7-V-1997.