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Marulanda

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Josué López Jaramillo, que ejerció durante varios años la gerencia del Banco de la República en Ar­menia, fue el primer ingenie­ro agrónomo que recibió ese título entre la gente de Maru­landa, su pueblo nativo. De allí mismo son oriundos Alfonso Bedoya Flórez y su hermano Hernando, los primeros gra­duados en medicina y farma­cología, que también sobresa­lieron al servicio de la socie­dad quindiana.

López Jaramillo adelantó estudios de posgrado en Es­tados Unidos, Israel y Francia, y luego ocupó importantes po­siciones en el sector oficial antes de su vinculación con el Banco de la República. Ha ex­presado sus inquietudes inte­lectuales en periódicos y revistas, y en Armenia, en razón del apoyo brindado a la cultura regional, se le otorgó el título de miembro honora­rio de la Sociedad de Escrito­res del Quindío.

Retirado de la vida la­boral, su mayor preocupación son la lectura y la escritura. A su terruño nativo ha regresa­do con la memoria y por la vía de los afectos a plasmar sus recuerdos en un libro emoti­vo y enaltecedor, que entra a enriquecer la microhistoria caldense y que ha titulado Mi Marulanda inolvidable.

Hace varios años el diario El Espectador publicó una serie de crónicas que, al ahon­dar en el alma de la provincia, señalaron a Marulanda como uno de los diez pueblos olvidados de Colombia. Cono­ció entonces el país los extremos de la pobreza, el abando­no y las carencias de las re­giones más silenciosas y más apartadas de su geografía, y al mismo tiempo destacó el re­cio espíritu y las nobles virtu­des de sus habitantes, para proclamar el sentido de patria como un patrimonio general.

Ahora, el hijo notable de aquella población dormida en el filo glacial de la cordillera, que ha transitado por los ca­minos del mundo y ha cose­chado honores y experiencias diversas, no se olvida de su patria chica y le rinde emocio­nado tributo a través de las pá­ginas de este libro.

Fundado en 1877 por el general Cosme Marulanda, el pueblo está situado a 129 ki­lómetros de Manizales y es el más alto sobre el nivel del mar y el de menor población del departamento. Allí tienen lugar en el mes de octu­bre las “Fiestas de la lana”, suceso muy celebrado en la región. La mayor tradición de Marulanda está representada en la lana, producto casi religioso alrededor del cual se mueve buena parte de la eco­nomía local y que cuenta, des­de la década del treinta, con una sólida cooperativa ovina.

El autor de la obra, que hace gala de una memoria pri­vilegiada, matiza sus añoran­zas con sabrosas anécdotas y ágiles pincelazos sobre el entorno de su pueblo y el alma de su gente. Son páginas de recordación y encanto, elabo­radas con gracia y sentimien­to, que reviven un género lite­rario olvidado, como Marulan­da: el cuadro de costumbres. Este lindo municipio –con su escritor de cabecera– dibuja a la aldea de antaño, lejana y romántica, que hoy subsiste lejos del infierno de las ciuda­des.

La Patria, Manizales, 16-X-1999.
La Crónica del Quindío, Armenia, 18-X-1999.

Visión de Tuluá

viernes, 20 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El abogado y escritor Óscar Londoño Pineda ocupó la alcaldía de Tuluá en el año de 1959. Además, fue concejal y juez penal de la misma ciudad, lo mismo que representante a la Cámara y magistrado de los Tribunales Administrativos del Valle del Cauca y de Cundinamarca. Hoy, retirado de la actividad pública, está dedicado al oficio de escribir y es autor de nueve libros en los géneros del cuento, la novela, el ensayo y la poesía. El último, de reciente circulación, lo titula Tuluá, visión personal y en él le rinde homenaje a su patria chica, cuarenta años después de haber ejercido la alcaldía.

Las memorias sobre el solar nativo tienen mayor alcance cuando el autor ha regido sus destinos y es escritor. Es lo que sucede con Eduardo Caballero Calderón en relación con Tipacoque, pueblo inmortalizado en sus libros y del que fue su primer alcalde. En ambos casos, los escritores han rescatado estampas regionales que de otra forma hubieran quedado sepultadas en el olvido, y que el poder de la palabra permite salvar para recuerdo de las nuevas generaciones.

Londoño Pineda, fuera de la circunstancia de haber manejado los destinos municipales, ha sido un enamorado de su tierra y nunca se ha desentendido de ella a pesar de que otros compromisos lo llevaron a radicarse primero en Cali y ahora en Bogotá.

De procedencia antioqueña, su padre llegó al entonces pequeño pueblo del Valle del Cauca, donde sentó sus reales y vio crecer su linaje. Su hijo el escritor es hoy –al lado de otros profesionales de la palabra, como Gustavo Álvarez Gardeazábal, también exalcalde de Tuluá– ejecutor de páginas memorables sobre el proceso histórico de la población.

Las vivencias que Londoño Pineda recoge en su obra, aparte de entrar a enriquecer la historia local, tienen la virtud de haber sido elaboradas con cariño e inspiración poética. Páginas como la que titula «En aquella carrera veinticinco» (en mi concepto la mejor del libro) se convierten en testimonios fidedignos de la historia tulueña, captados con la lente del poeta y el historiador.

Allí cuenta la vida de Maturro, simpático y legendario personaje que vivió 150 años –la mayor edad longeva que se conoce en el país y acaso en el mundo– y que murió frente a la casa del escritor, para fortuna de ambos. Maturro, según palabras de Óscar, «era un hombre de paso lento, como que nunca tenía afán de llegar, entre otros motivos porque no tenía a qué, ni a dónde». Rodaba por el pueblo como una sombra fugitiva y silenciosa, sin hacerle mal a nadie, y con cierto aire de misterio y ultratumba que mantenía atemorizados a los niños. Era el ser más bueno del mundo, y esto vino a descubrirlo Óscar cuando ya el personaje había desaparecido de la carrera veinticinco.

Otro episodio destacable es la visita de Jorge Eliécer Gaitán a Tuluá, en su carácter de ministro de Educación. El futuro escritor era entonces un menudo estudiante de primaria, pero ya tenía la mente abierta para percibir el gesto humano del tribuno de multitudes que se deslizó en secreto hacia uno de los colegios de la ciudad para enterarse de la indolencia oficial con que se tramitaba la pensión de retiro de su rector, educador benemérito. Gaitán, de vuelta en Bogotá, hizo reconocer aquel justo derecho.

Sucesos íntimos como el narrado, que mide la dimensión de un hombre sensible que se preocupaba por el bien de la gente, se escapan por lo general de las grandes biografías y quedan perdidos en la amnesia de los pueblos. De ahí la importancia del libro de Óscar Londoño Pineda, que no sólo recrea sus emociones bajo el aliento de los recuerdos sino que contribuye a formar la historia.

Los aportes significativos a su tierra natal serán, sin duda, valorados allí en su justa medida. El sentido de permanencia a un sitio debe distinguirse y apreciarse no sólo por la presencia física del individuo, a veces tan lejana e insustancial que nadie la advierte, sino por la efectiva demostración de solidaridad y afecto, como lo hace Óscar con Tuluá. Las ciudades, como seres vivientes, viven del amor de sus hijos. «A la ciudad hay que amarla toda, dice Óscar, como deben ser todos los amores auténticos».

La Crónica del Quindío, Armenia, 7-IX-1999

 

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El libro de Richter

miércoles, 11 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Aunque ya tenía conocimiento so­bre el ciudadano alemán Leo­poldo Richter, que vivió largos años en Colombia y aquí obtuvo su renombre de científico y de artista, sólo vengo a conocerlo en toda su dimensión histórica por el libro que sobre él publica Villegas Editores. Richter penetró en nuestro país en el año de 1935, procedente de Brasil, adonde había viajado a raíz de los problemas políticos de su patria. Desde entonces residió en Colombia, donde murió en 1984, a los 88 años de edad.

De joven vivió largos años en la Selva Negra alemana, donde su madre había sido aislada, víctima de la tuberculosis, y allí nació su vocación por las ciencias naturales y el arte. Hasta 1932 se dedicó a la docencia en su país, y en el 39 se vinculó como investigador al Instituto de Cien­cias Naturales de la Universidad Nacional, donde permaneció por espacio de 23 años.

No era entomólogo con formación académica, pero su don empírico, que le estimuló su padre cuando en la Selva Negra lo invitó a pintar animales, lo convirtió en maestro de esa materia. En sus constantes viajes por las selvas colombianas se dedicó a observar la naturaleza, coleccionar insectos y tomar muchos apuntes, que a la larga le servirían para ampliar su mundo científico y artístico. Convivió con indígenas y negros y captó sus culturas.

Todo ese universo queda plasmado en sus bocetos, cerámicas, dibujos y pintu­ras, que le han valido, a lo largo de los años y por parte de notables autoridades, como Marta Traba y Walter Engel, va­liosos conceptos. Está considerado como una de las personalidades más brillantes en el arte colombiano durante la segunda parte del siglo XX. La primera exposi­ción de su obra plástica la realizó, con cierta timidez, en 1956. Poseía una hu­mildad innata que lo hacía subvalorar su propio mérito, cuando su talento era indudable.

Quienes lo conocieron de cerca y aportan sus juicios en el libro de Villegas Editores, hablan de un ser generoso, no­ble y desprendido; poseedor de una per­sonalidad subyugante; obsesionado por su trabajo; apasionado por la música clá­sica y gran lector; admirador de Nietzsche, Schopenhauer y Humboldt; en fin, un hombre extraordinario y un artista singular. Descubrió en el trópico colombiano numerosas especies de in­sectos, y este solo hecho, en el plano cien­tífico, le concede alta valía.

Benjamín Villegas, con estas realiza­ciones bibliográficas, demuestra que es un convencido de la trascen­dencia del arte y de la grandeza de la pa­tria. Richter, que nunca regresó a Alema­nia y siempre pregonó su identidad con nuestro país, es por eso mismo co­lombiano ilustre.

El Espectador, Bogotá, 8-I-1998

 

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Democracia electoral

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Óscar Jiménez Leal, magistrado del Consejo Nacional Electoral y hasta hace poco presidente de la corporación, acaba de publicar el li­bro que lleva por título Democracia electoral, una aproximación a la crisis política. Todo un manual de orientación y consulta, que contiene valiosas pautas para el ejercicio del voto y propone reformas fundamentales para combatir la corrupción e inculcar en los partidos y en los políticos el sentido de la moral pública frente al país y los electores.

Por desgracia, como lo anota el tratadista, los partidos se han desentendido de sus responsabilidades como instrumentos de la democracia y olvidan que el favor del pueblo debe conquistarse con programas e ideas, y no con dineros soterrados, ni con el empleo de maniobras clientelistas. Mal puede aspirarse al saneamiento de la moral pública cuando la corrupción ejerce en las elecciones, por más experiencias derivadas del proceso 8.000, los efectos desastrosos por todos conocidos.

Una fórmula para contrarrestar el influjo del dinero en la política consiste en que el Estado entre a financiar los costos totales de las campañas políticas, con razonables límites económicos y con igualdad de condiciones para todos les aspirantes. El desborde actual de la propaganda en los medios de comunicación, con costos imposibles de atender para la mayoría, debe moderarse me­diante la generalización del gasto para todos los candidatos y la reducción de las campañas a 60 días como máximo.

Cuando los políticos se ven expuestos a gastar más de lo que pueden, por lo   general buscan financiarse por medios indecorosos, e incluso ilícitos –como ha sido la costumbre común–, para estar a tono con los competidores en la alocada explosión de los presupuestos. Ya sabemos a lo que conducen tales desvíos de la ética.

A este y otros aspectos neurálgicos, de palpitante actualidad, dedica Óscar Ji­ménez Leal buena parte de su libro. Con la autoridad que lo asiste como magistrado del Consejo Nacional Elec­toral, y con el empeño de contri­buir a que proyectos que cursan sobre la materia tengan consistencia en el futuro, llama la atención de los poderes oficiales y del público en general para que se co­rrijan y depuren los mecanismos de las elecciones.

A la vez que se trata de un tratado de derecho al alcance de todos, el espíritu de la obra tiene eminente sentido crítico. Ojalá la lean las entidades competentes del Estado para obtener de ella el debido provecho.

El Espectador, Bogotá, 12-III-1998

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Ideas liberales

viernes, 16 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con el titulo Origen, programas y tesis del liberalismo, Otto Morales Benítez recoge en sustancioso libro patrocinado por la Dirección Liberal los principies hitos de su partido a lo largo de la historia colombiana. Contando con la acertada diagramación de Vicente Stamato, la calidad del papel y las excelentes ilustraciones, y desde luego con los ponderados enfoques de Morales Benítez, se tiene una obra de alto contenido ideológico y certera divulgación política, útil pera liberales y el común de la gente.

No es fácil aglutinar en un volu­men, por extenso que sea (530 páginas), los rasgos, programas y nombres más notables de una colectividad que, como el liberalismo (y lo mismo puede decirse del conservatismo), es columna vertebral de la vida democrática del país. Ambos par­tidos, que nacen desde los orígenes mismos de la República, con Bolívar y Santander a la cabeza, han coexistido a lo largo de los tiempos como dos propues­tas y dos alternativas sociales que han dirigido siempre los destinos del pueblo colombiano.

A Morales Benítez, estudioso y practi­cante de las doctrinas liberales desde su más remota mocedad, se le consulta, so­bre todo en los momentos de crisis, como la autoridad y la reserva que es de su par­tido. Y del país. Esas luces son las que resplandecen en las páginas de su libro. Recorre él, con el acopio de documentos y el análisis de los hechos, el paso de gran­des conductores liberales por la vida na­cional, desde Santander hasta Lleras Restrepo. Analiza el carácter de recono­cidos caudillos del pueblo –Uribe Uribe, López Pumarejo, Gaitán, Lleras Restrepo– y los deja en la historia, a ellos y a varios más que forjaron épocas estelares, como paradigmas de la democracia.

No falta el juicio crítico. Se detiene en los pecados del clientelismo y la corrupción, prácticas nefastas que están carcomiendo las raíces de la doctrina liberal. La ausencia del liberalismo de los grandes problemas nacionales, disi­pados como están hoy sus dirigentes –a los ojos del país atónito– con los halagos de la burocracia y las corruptelas flagran­tes, es síntoma aniquilador de los princi­pios fundamentales.

El sentido de tolerancia, la divergen­cia y el libre examen, que otrora fue regla de oro, hoy se pisotea cuando se acallan las voces disidentes, y hasta se amenaza con expulsiones en una convención que se dijo liberal. El pueblo, entre tanto, vive desesperanzado. Y cuando la miseria es tanta, parece que vibrara la voz de Gaitán cuando procla­mó: «No soy enemigo de la riqueza sino de la pobreza».

En fin, Morales Benítez reclama una cruzada de rectificación y depuración de las costumbres, para que su partido vuel­va a ser una solución para las calamida­des populares.

La Crónica del Quindío, Armenia, 16-II-1998

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