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La Ciudad Bonita

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Un nuevo título ostenta hoy Bucaramanga: el de Ciu­dad Bonita. Desde que se ingresa a ella por el aero­puerto, o por cualquiera de sus vías carreteables, se hallarán a lo largo del recorrido numerosos avisos que le recuerdan al visitante la nueva insignia. Tal vez los bumangueses comprendieron que la antigua Ciudad de los Parques, y más tarde la Ciudad Cordial, no podía dormirse sobre sus laureles. Era preciso re­mozarle el alma y ponerle, como a las quinceañeras, la cara bonita.

En esto de asignar apelativos a los pueblos y ciuda­des juega mucho el ingenio popular. Es un arte de la si­cología lugareña. Hay bautizos de tal impacto y tal pe­netración en la conciencia colectiva, que poseen un po­der mágico para que los actos del conglomerado se muevan bajo la misma inspiración.

Cuando, por ejemplo, se hablaba de Bogotá como la Atenas Suramericana era porque en realidad se había conquistado esa categoría que destacaba a nuestra capi­tal como una de las urbes más cultas del continente. Con el paso de los días quedó borrado ese blasón, y hoy se sabe que Bogotá perdió, como consecuencia de la me­tamorfosis de las costumbres y sobre todo por culpa de los mismos habitantes, ese rótulo insigne. La Ate­nas Suramericana pasó al olvido.

Lo de Ciudad Bonita no es una frase caprichosa. No se hizo para que suene bien. Aquí habría que señalar que los honores hay que ganarlos. Bucaramanga, por su civismo, por su hospitalidad y su hondo sentido de pro­greso, que no son de ahora sino de siempre, viene dando pasos gigantes en el concierto de las grandes capitales colombianas. Ciudad amable, metódica, culta, previsiva del futuro, tiene asegurado un rumbo cierto de desarro­llo. Se ha preocupado tanto por ofrecer eficientes ser­vicios públicos como por mantener aseadas sus calles.

Da gusto llegar a Bucaramanga. En ella impera la ley de la estética. Por doquier se encuentran avisos que in­vitan al orden, al aseo, a la disciplina ciudadana. Los recipientes de la basura no sólo son decorativos sino que prestan el servicio para el cual fueron diseñados. La gente se acostumbró a una regla: la limpieza.

Vive Bucaramanga en permanente afán de planeación. No conoce los sobresaltos de otros lugares. Su acueduc­to y alcantarillado cubre el 98 por ciento de la población. Cuen­ta la ciudad con 70.000 líneas telefónicas, que pronto se ampliarán en otras 28.000, lo cual establece, de acuerdo con la población, uno de los índices de mayor eficiencia del país. La Corporación de Defensa de la Mese­ta de Bucaramanga es la entidad tutelar del saneamiento ambiental, de la erosión, de los barrios subnormales y del acue­ducto y alcantarillado, entre otros objetivos.

Y como la ciudad debe protegerse contra el tráfico pesado que llega de otros sitios, se ideó una vía cir­cunvalar entre Girón y Floridablanca. Esta obra ha sido acometida por el Área Metropolitana, compuesta por Buca­ramanga, Floridablanca, Girón y Piedecuesta.

Siendo un sitio culto que ha sabido prolongar el pasa­do, cuenta con numerosos centros docentes y casas de cul­tura. Una de ellas, la Biblioteca Pública Gabriel Turbay, es de las mejor dotadas y de mayor utilidad que existen en el país. La Academia de Historia de Santander es otro permanente hervidero de ideas.

No hay duda en el apelativo: Bucaramanga es la Ciu­dad Bonita. Su belleza no es sólo ornamental: también se lleva en el alma.

El Espectador, Bogotá, 11-VI-1990.

 

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Arauca vibrador

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Desde la pieza del hotel veo flamear a corta distan­cia la bandera nacional. Cada vez que penetro en mi pe­queño albergue hotelero, durante los dos días que perma­nezco en Arauca, me gusta contemplar la llanura que se extiende ante mis ojos. Infinidad de pajarillos musica­les revuelan a todo momento, y sobre todo en las prime­ras horas del amanecer, por entre la densa vegetación de los alrededores.

Allí, en mitad de macizos árboles y verdosos con­tornos que certifican la presencia del Llano, flota la bandera colombiana. Es un hermoso símbolo de soberanía nacional en esta frontera convulsionada en ocasiones por los roces de cercanía con el país vecino, y pertur­bada en los últimos tiempos por los atentados de los grupos insurgentes contra los pozos petroleros.

Mientras la fortuna colombiana se dilapida aquí en­tre voladuras de oleoductos, en una de las guerras más increíbles de la demencia humana, el pueblo sufre ham­bre. Las fuentes de prosperidad económica que brotan generosas en Arauca y en otros lugares de nuestra rica geografía, y que son envidiadas por países menos afortuna­dos, se dinamitan para asustar al Gobierno y crear el caos.

Se olvidan los subversivos, y tal vez jamás lo aprenderán, de que estos golpes contra la economía del país son golpes contra el pueblo, la mayor víctima inmo­lada por la sinrazón del hombre.

Mientras escribo estos apuntes viajeros desde mi dis­creta ventana hotelera, desde donde percibo todo el em­brujo del Llano, me entusiasma contemplar el pabellón tricolor, airoso y soberano, clavado en mitad de la flo­resta como una afirmación de la patria. Sus colores, nítidos y majestuosos, hacen bello contraste con el ver­dor de la naturaleza y parece que ondularan por el infi­nito de la llanura como una plegaria colombiana.

Me acuerdo de La Vorágine de José Eustasio Rivera, escrita contra la explotación del hombre en las fronteras de la propia patria, y me digo que ahora, en esta Colombia sacrifica­da por los ejércitos del narcotráfico y por los delin­cuentes comunes, suceden cosas peores que la tortura de los caucheros.

Caminando por las calles de Arauca, un pueblo que en poco tiempo llegará a ser ciudad, encuentro miseria. La población se esfuerza, en manos de autoridades bien intencionadas, por superar su estado de abandono. Un per­sistente olor a cloaca, que sale de un caño estancado que atraviesa el pueblo, contradice el frescor de la naturaleza.

El primer propósito de las autoridades, conscientes del peligroso avance de este foco infeccioso, es la canalización y adecuación sanitaria del caño. Vendrán después las obras del acueducto y el alcantarillado, el alcantarillado de aguas lluvias y el arreglo de las vías.

Arauca es hoy uno de los municipios más ricos del país. Las regalías petroleras sobrepasan los $ 3.000 millones anuales, y esto da una idea de la dimensión presupuestal. Hace 20 años –me comentaba un boyacense que aquí se que­dó– no había agua ni luz. Se vivía entre barro y en ran­chos de paja. La comunicación con el interior del país era una proeza. Hoy hay calles pavimentadas, a medias (ya que la mayoría están convertidas en lodazales), luz eléctrica, deficitaria (pues ocurren frecuentes apago­nes), y agua, bien tratada (aunque contaminada en ocasiones por el petróleo que se riega en el río por las voladuras del oleoducto). La telefonía ha mejorado.

Arauca se encuentra en pleno despertar hacia un porvenir inesperado. Nada entre millones petroleros y no sabe qué hacer con la plata. La bonanza le cayó de sorpresa.  Ojalá sus autoridades –las actuales y las futuras– sepan manejar bien la prosperidad. En poco tiempo será una ciudad pujante. Hoy es un sitio incierto. Sus habitantes todavía no creen que se ganaron la lotería.

*

Mirando desde mi escondida atalaya hacia el horizonte sereno y poético que se pierde en la llanura ilímite, me pregunto si realmente me encuentro en tierra de combates. Me  pregunto si hasta mi pieza llegará el retumbar de la dinamita. Me siento perplejo, entre el arpegio de los pájaros y el murmullo de los árboles, y me duelo de la locura del hombre que es capaz de profanar estos dones del cielo. Miro la bandera ondulante, testimonio perenne de fe colombiana, y me siento fortalecido.

El Espectador, Bogotá, 24-VII-1989.

 

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Cielo guajiro

jueves, 10 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Por fin…  ¡La Guajira! Desde hacia mucho tiempo, tal vez desde que leí la sensual novela de Eduardo Zalamea Borda Cuatro años a bordo de mí mismo –diario de los cinco sentidos–, ardía en deseos de conocer la tierra remota. Una y otra vez había tenido que aplazar el via­je, hasta que logré, en días pasados, complacer la ilu­sión tantas veces acariciada.

Esta tierra abierta, quemante y arisca, que se retuer­ce bajo la inclemencia de soles caniculares, parece que no tuviera dueño. La soledad de sus caminos y la aridez de sus contornos ponen una nota dura en el paisaje. Con­forme se recorre su geografía en largas jornadas de sed y sofoco, el alma vuela por las estepas y se encuentra con Dios convertido en desierto. Los indígenas se desli­zan por los senderos arenosos y se pierden en sus ranche­rías.

Una india vieja, que marcha al borde de la carretera con una niña de la mano, se muestra recelosa cuando de­tenemos ante ella el vehículo. Nos voltea la espalda, pero yo la halago, con un billete, para la fotografía de rigor. Posa con naturalidad, sin preocuparse por su apariencia ajada por los años y la miseria, y sonríe con expresión franca cuando la máquina capta su figura lánguida.

Ya en marcha el vehículo, queda bailándome en la men­te la aparición de ese colmillo solitario, el único dien­te que le queda en pie, que la mujer exhibió en su gesto de gratitud. Creo que he captado en esa imagen fugaz, más que a la típica habitante de La Guajira desértica, las inmensas necesidades que padece la población en ma­teria de salud, de educación, de higiene, de agua potable.

Y viajamos, como contrasentido, sobre un subsuelo rico en carbón y gas, que al país le produce cuantiosas utilidades.

El cielo guajiro es amplio y transparente y todo lo ilumina. Los cactos y los nopales, que se multiplican en maravillosa sucesión de quietud, se aferran con desespero a la tierra. En la alta Guajira, donde el desierto clama en dolorosas densidades, una gota de agua se con­vierte en maná del cielo.

Esta es La Guajira, la tierra mítica que me hacía fal­ta conocer. Con ella ya tengo cubierto casi todo el mapa colombiano. Ancho territorio caracterizado por sus altas temperaturas, su vegetación espinosa y sus arenas incle­mentes, rechaza las lluvias y se complace con la sequedad. El viento es puro y corre –como lo probó Zalamea Borda– con sabor a arena, a beso, a mujer, a sensualismo.

En la exótica y lujuriosa Guajira la vida adquiere otras dimensiones. Seduce con sus misterios y conquista con sus encantos. A ella habrá que volver para extraerle sus mitos y leyendas. Básteme por ahora dejar este ras­tro de una excursión asombrada.

El Espectador, Bogotá, 27-IV-1989.

 

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Un coloso llamado Méjico

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

1 

Méjico fiel, me dueles en la carne,

me dueles en el llanto, me limitas

en la extensión de todos los caminos

porque conmigo viajan tus orillas…

Laura Victoria

La  insigne  poetisa colom­biana, viajera pertinaz por los caminos de América, hace 48 años llegó a Méjico y allí se quedó. Lo mismo ha sucedido con el poeta Germán Pardo García y el escritor Aristomeno Porras. Méjico, país de sólida cultura y embrujados caminos, atrae a los intelectuales. Porfirio Barba Jacob, Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Luis Enrique Sendoya, Marco Tulio Aguilera Garramuño y tantos otros escritores ilustres, del pasado y el presente, han he­cho de Méjico su segunda patria americana.

Al descender el avión sobre la gran planicie de Ciudad de Méjico, brilla  ante nuestros ojos la metrópoli monumental. Su variedad de colores y paisajes perfora las nubes y siembra una sensación de encanto. Estamos en la ciudad más populosa del mundo, con cerca de veinte millones de habitantes. Es un centro que lucha, en forma denodada pero también in­fructuosa, por derrotar la con­taminación de la atmósfera que ahoga pajaritos en los tejados de las casas y mañana, si no se controla el gigantismo, matará hombres por las calles.

Surge ante nuestros ojos el país mítico con el que siempre hemos soñado. El país de le­yenda de Pedro Páramo. Llegan a la mente, todavía sin co­menzar el recorrido, las ma­ravillas que todos nos cuentan sobre esta urbe fosforescente —La región más transparen­te, deCarlos Fuen­tes—, llena de vida y surcada por majestuosas avenidas e imponentes edificios; y nos sa­cude el ánimo la cercanía del pueblo altivo, batallador, jovial y hospitalario que sobre su pasado de epopeyas y rebelio­nes ha construido su presente de luchas y grandezas.

En el aeropuerto nos reciben Germán Pardo García y Aris­tomeno Porras. El poeta depo­sita una flor en manos de mi esposa. Grandioso e inesperado homenaje que abre en cálido abrazo la hospitalidad que nos espera, y a la que se unirán más tarde Laura Victoria y sus hijos, y otros amigos deferentes.

El rumor sobre las mortifi­caciones aduaneras a los co­lombianos resulta falso. Ha­llamos, por el contrario, cortesía y rapidez en los trámites de llegada, y esto, sumado a la atención recibida a bordo de Varig, se presenta como signo promisorio para la feliz estadía con que vamos a cele­brar los 25 años de matrimonio.

El país comienza a llegarnos rutilante. La fiesta se apodera del corazón. El arte colonial, que Méjico resguarda con tanto celo, hace hermoso con­traste con la ciudad de perfiles modernos que se prolonga por grandes extensiones con líneas vertiginosas.

Por doquier se encuentran zonas arqueológicas de gran riqueza cultural, a la par que museos, conventos, iglesias, murales, casas colo­niales. La arquitectura de Méjico es esplendorosa. Desde la Torre Latinoamericana, imponente edificio de 47 pisos y 162 metros de altura, que no se conmovió ante el pasado te­rremoto, se contempla la ciudad como hormigueante y luminoso sendero de construcciones y pedrerías.

Todo en Méjico es monu­mental. Avenidas como La re­forma e Insurgentes, dinámicas y bulliciosas y adornadas de glorietas, fuentes, árboles, edificios y almacenes, son el eje nervioso multiplicado en miles de arterias, por donde se mueve y respira esta urbe de infinitos caminos.

Ante esta sobrecogedora belleza, recordamos que nos hallamos en Méjico, pueblo grande, un coloso de América.

2

Que mi aliento te escriba –así lo ansío–

en  el poncho de un indio ecuatoriano,

en el mero sarape mexicano

o en la miel de un jarabe tapatío…

Henry Kronfle

Cuando penetramos en la Catedral Metropolitana, uno de los tesoros religiosos más deslumbrantes del mundo, nos sentimos sobrecogidos con tanto esplendor. Esta mole de arte y rezo deja en el espíritu una extraña sensación de éxtasis y desconcierto. Sus extraordinarios retablos, sus numerosas capillas iluminadas por la presencia casi viva de los santos, la riqueza decorativa que refulge por todas  partes en irradiaciones auríferas, transmiten fascinación.

En el Palacio Nacional, situado en la misma Plaza de la Constitución –o Zócalo, que llaman los mejicanos–, se encuentra uno, frente a los murales de Diego Rivera, con la historia nacional desde la época prehispánica hasta 1929.

Otro día nos vamos a las pirámides, situadas a una hora en automóvil desde el centro de la ciudad. Teotihuacán (o lugar de los dioses) era la ciudad más importante de Mesoamérica. Centro fundamental de la mitología mejicana. Allí los aborígenes se encontraban con los dioses, el cielo, la tierra y los hombres. Y ahora, los turistas colombianos se comunican con los aborígenes en las pirámides del Sol y de la Luna, o en la Calle de los Muertos, o ante la Serpiente Emplumada.

Y por la noche, para matizar el programa, nos escapamos a la Plaza de Garibaldi. Miles de mariachis, que hacen de este recinto musical su bolsa nocturna de empleo, salen de la entraña del pueblo y ponen en el ambiente su sonora imagen folclórica. Entre rancheras y tequilas le gritamos un viva a Méjico.

El médico Humberto Segura Peñuela, hijo de Laura Victoria, nos invita al Ballet  Folclórico de México, en el Palacio de Bellas Artes. Es éste un majestuoso edificio construido casi todo en mármol blanco de Carrara, en cuya ejecución se gastaron treinta años. Comentan que debido a su peso considerable el edificio ha descendido varios centímetros bajo tierra. Es el Teatro Nacional del país y está reservado para espectáculos culturales muy destacados. En él se han presentado Germán Pardo García y Laura Victoria.

El Ballet Folclórico, creado en 1952, recorre el mundo en exhibición de arte, de elegancia y autenticidad mejicanas. Los mitos, las costumbres, la música, las danzas, las bellas mujeres, los bravos pistoleros de la canción y el duelo amoroso, la revolución, todo se repasa en estos fastuosos escenarios, al conjuro de misteriosas coreografías. Cuando hay arte verdadero, es como si los ritmos y alegorías se fueran alma adentro para crear un mundo hechizado.

No cabrá en estas crónicas veloces todo cuanto vimos, oímos y saboreamos. Méjico no cabe en pocas cuartillas. Sólo pretendo, en este vuelo fugaz, recrear una emoción. Dejar constancia del asombro. Viajar será siempre un placer de la vida. El ocio más estimulante es el de los caminos.

No siempre son realizables los deseos. Irene Silva, dama de cultura del Huila, se lamenta en su poema Los imposibles viajes del recorrido por Méjico que había acariciado con su hijo Gustavo Fernando —arquitecto, pintor y poeta prematuramente fallecido— y que no pudo realizar. Con esta estrofa de su poema, cierro la crónica de hoy:

Habríamos querido presenciar / un auténtico ritual del vuelo, / transmitido desde los Totonacas, en Papantla / y quizá sentirnos envueltos / en la profunda actitud mística de los protagonistas. / Explorar los  trescientos setenta y ocho nichos / de El Tajín / en el templo de la diosa del Maíz, / porque buscabas las Culturas del Maíz, / «tan nuestras en sus raíces” /  como decía Neruda…

Yo,  un habitante de inertes páramos,

con mis diluvios acá llegué

y con las brumas que no olvidáramos

cuando los Andes abandoné….

Germán Fardo García.

El ancestral Bosque de Chapultepec, que mide 223 hectáreas, es la zona ecológica más importante de la ciudad. Está sembrada de viejos ahuehuetes (cipreses), árboles que en Méjico alcanzan dimensiones gigantescas. El área, antiguo asentamiento del pueblo mexica, es centro recreativo y cultural donde entre lagos y parques se respira aire puro y se admira, en el Museo Nacional Antropología, la valiosa colección prehispánica, complementada con otra de los tiempos modernos.

Imposible estar en Méjico sin saludar a la legendaria Virgen de Guadalupe. La Guadalupana la llama el pueblo con cariño, con sentido de posesión y orgullo nacionalista. Es la novia de los mejicanos y la patrona de Hispanoamérica. También el turista se enamora de ella. El indio m Diego, a quien la soberana se apareció en el año de 1531, es otro símbolo del país. Símbolo de humildad y fe religiosa.

Tampoco quedará completa la excursión sin un paseo por los canales de Xochimilco, entre flores y mariachis. O sin presenciar la imponente perspectiva de la Ciudad Universitaria. O sin subir al metro, uno de los más modernos del mundo. O sin recorrer, en Tepotzotlán, el viejo convento de los franciscanos, museo gigante, como todo en Méjico, de arte colonial y religioso. O sin conocer las cadenas de grandes almacenes populares que impresionan por su dinámica y organización. Los atractivos son múltiples y lo único lamentable es que no alcance el tiempo para tanta maravilla.

Quien vaya a Méjico debe aprender a saborear los platos de la cecina criolla, cuya variedad es infinita, como lo manifiesta Beatriz Segura –o Alicia Caro– mientras revuelve y condimenta –y hay que saber lo que esto significa– los suculentos manjares con que nos agasaja, al tiempo que su marido, el actor Jorge Martínez de Hoyos, nos estimula el ape­tito bajo la efusión de los quemantes tequilas.

Otro día, en casa del ingeniero Mario Segura y su espesa Consuelo –dueños en Cancún de un complejo turístico–, probamos otras formulas y conocemos otros secretos. La gastro­nomía mejicana es de las más apreciadas del mundo. Hay que aprender a picarse con chiles (o ajises), que se reproducen en más de 200 variedades, y mostrar al regreso la lengua y el paladar enrojecidos para que la gente crea que estuvimos en Méjico. Quien en su experiencia de viaje no pueda hablar de tacos, quesa­dillas o chalupas –y para qué provocar el gusto de los lectores con otros antojos–, no sabe lo que es bueno.

Las «Culturas del Maíz» se remontan a las épocas prehispánicas y han pasado a los tiempos actuales co­mo un patrimonio indestructible. El maíz es en Méjico la diosa que todo lo preside y todo lo sazo­na. Es no sólo el alimento indispensable de las mesas sino la inspiración de los poetas.

Hablando de poetas, Germán Pardo nos obse­quia, como símbolo de amor en nuestro aniversario de bodas, la rosa que mantiene en un mueble de su residencia, cerca de sus tres dioses: Einstein, Cayo Julio César y Jack Dempsey. Final grandioso y conmovedor de este viaje inolvidable.

Méjico, coloso de América. País rico en turismo y prehistoria. Pueblo grande. Raza sufrida y victoriosa. Su historia es una epopeya. El mejicano, golpeado hoy por su dura economía y temeroso ante el incierto futuro político, sabe, sin embargo, querer su tierra. Es tal vez el pueblo más nacionalista del mundo. Ya la canción lo definió: “Méjico lindo y querido”.

El Espectador, Bogotá, 12, 21, 30-IX-1988.

 

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Colombianos en Méjico

martes, 1 de noviembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Ha sido Méjico país hospita­lario para los colombianos. Tierra generosa para el cultivo de las letras, las artes y las ciencias. Viven allí muchos colombianos (universitarios, poetas, escritores, profesiona­les, comerciantes) que sobre­salen en sus respectivas áreas y le dan honor a nuestro país. En viaje realizado con mi esposa tuvimos la suerte de encontrarnos con varios compatriotas que más grato hicie­ron el  recorrido por el gran país azteca.

Laura Victoria, residente allí hace 48 años, fue la primera mujer que irrumpió en Colom­bia con su sensual romanti­cismo. Revolucionó la poesía colombiana. Se puso a la altura de las grandes líricas (Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agustini y Rosario Sansores) y entre todas escribieron la poe­sía amorosa más bella de que pueda enorgullecerse el conti­nente americano.

Mientras Laura Victoria me contaba con tono nostálgico sus épocas luminosas entre giras interna­cionales y aplausos, yo me dolía de que en Colombia no circularan hoy los libros que le dieron la fama (Llamas azules, Cráter sellado y Cuando florece el llanto).

Beatriz Segura Peñuela, la hija de Laura Victoria, fue a su vez la primera colombiana que conquistó las cumbres del cine mejicano, donde hizo famoso el nombre de Alicia Caro. Actuó en cerca de 40 películas, entre ellas María y La Vorágine. Casada con Jorge Martínez de Hoyos, uno de los artistas con mayor popularidad en el cine y la televisión, la pareja goza de mucha estimación en el mundo de la farándula.

Humberto y Mario, los otros hijos de Laura Victoria, ocupan importantes posiciones, el uno como médico y el otro como ingeniero civil. Esta familia colombiana ha descollado en la gran nación.

Germán Pardo García, el poeta del cosmos, es uno de los creadores más densos del mundo, cuya producción se aproxima a 40 libros. Al igual que Borges, el Premio Nóbel de Literatura ha sido indolente con su mérito. Hoy nuestro compatriota ve declinar su existencia entre dolores y pesadumbres, lejos de lo que más quiere: Colombia. Yo lo visité en su residencia en Río Támesis, privilegio que pocos logran, y me sentí absorto ante el misterioso universo de sus dioses y fantasmas.

Aristomeno Porras es otro colombiano destacado, natural de Boyacá, que vive en Méjico hace mucho tiempo y añora también el suelo nativo. Es el brazo derecho de Germán Pardo García, junto con el poeta y diplomático ecuatoriano Henry Kronfle. Aristomeno Porras, pro­motor de cultura que escribe en la prensa mejicana con el seudónimo de Luis D. Salem, es el principal animador de la re­vista Nivel, hoy en peligro de extinción por falta de recursos económicos, después de 30 años de duro batallar.

Henry Kronfle, aunque ecuatoriano, está muy ligado a Colombia tanto por su admiración por Pardo García como por sus nexos familiares con políticos e intelectuales nuestros. Leo ahora con deleite dos de sus libros, Los sonetos de las defi­niciones y Vibraciones del alma.

Otra colombiana distinguida es Diana López, hija de Adel López Gómez, que se mueve en el mundo cultural de Méjico y desde allí escribe para el pe­riódico La Patria, de Manizales.

En la actividad comercial sobresalen los hermanos Cortés Forero, propietarios de Indistri Mex, empresa que consolida amplia trayec­toria de progreso y ha logrado superar los reveses de la economía mejicana.

Cuando uno se encuentra en el exterior con gente de la propia tierra, y sobre todo con gente de prestigio, es como si la patria se prolongara en amable resonancia más allá de las fronteras.

El Espectador, Bogotá, 28-VIII-1988.

 

 

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