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Archivo para diciembre, 2010

Sobre la poesía moderna

viernes, 3 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El poeta y periodista Óscar Piedrahita González –que es además académico y crítico literario– escribió en su columna de La Crónica del Quindío, el pasado 19 de agosto, duro juicio sobre la poesía moderna, donde afirma lo siguiente:

“Lo que están escribiendo los ‘poetas’ de ahora no es poesía. La poesía es una realidad estética, es belleza. Thomas Carlyle dice, en su obra Los héroes: ‘La poesía nunca podrá prescindir de la música’. Y el filósofo francés contemporáneo Maurice Merleau Ponty agrega, en un ensayo suyo de crítica literaria: ‘El arte de la poesía no consiste en describir didácticamente las cosas o en exponer unas ideas, sino en crear una máquina de lenguaje que de una manera casi infalible sitúe al lector en cierto estado poético’. ¿Qué estado poético crean los ‘poemas’ de ahora? No los entienden ni sus autores.

“En el pasado festival de poesía de Medellín oímos y leímos por televisión textos de poetas ‘famosos’ realmente ridículos, que no tenían nada que ver con la poesía. Esos textos son lo que los lingüistas llamamos textos anfibológicos. La anfibología consiste en una ambigüedad, una imprecisión semántica que anula la efectividad comunicativa del texto. Los textos de ahora no son ni prosa ni poesía. Y sus autores no son escritores ni son poetas. Cuando más son descrestadores. Algunos, para justificarse, invocan la poesía surrealista de 1930. Nada más absurdo. La poesía de Breton, de Jacques Prévert, de Antonin Artaud, es una poesía comprensible, a pesar de los intríngulis de la técnica surrealista. Lo de ahora no lo entiende ni Mandrake. En un poemita brevísimo, Pablo Neruda dice: ‘Hay que ser dulces / sobre todas las cosas. / Más que un chacal  / vale una mariposa’. Ese texto lo entiende hasta un niño. Y es poesía. Y es belleza”.

* * *

Trasladé este artículo a poetas y comentaristas culturales que hacen parte de mi red de amigos, y he recibido categóricas opiniones que coinciden, casi en su totalidad, con lo expresado por Óscar Piedrahíta. Opiniones que reúno en esta columna con el propósito de crear inquietud sobre este neurálgico tema cultural de nuestros días, que merece amplio debate. Helas aquí:

“Estoy de acuerdo con los conceptos del artículo. La música fue la amante de la poesía lírica. En cuanto a la poesía épica que yo cultivo, ha de entenderse en su eco e impacto de clarín, que es otro tipo de música. Pienso yo que después de los Nuevos y de los Piedraciliestas, y de algunos pospiedracielistas con Aurelio Arturo a la cabeza, no ha habido un gran poeta que impacte. Y si de poesía de compromiso social o de mensaje testimonial  se trata, ningún poeta de hoy ha llegado a la categoría de un Jorge Zalamea, un Castro Saavedra, un Martán Góngora, para citar solo tres que me vienen a la mente. Bien por la crítica que me envías. La mandaré a mi listado nacional”. Ramiro Lagos, Greensbore (Estados Unidos).

“Estoy de acuerdo con Óscar Piedrahíta. Después de la muerte de Neruda dejé de leer poesía. Lo intenté de nuevo en el óbito de Mario Rivero, a quien cubrieron de elogios en la prensa. Al leer el primero de sus poemas que publicó el suplemento de El Colombiano, no pasé del primer verso, en el que el vate envigadeño decía, palabras más, palabras menos: ‘Estoy en mi cama, no leo pero sí pienso. Advierto el taconeo de la mujer que vive en el segundo piso. Adivino que ella está con su amante. Y se besan y se deshacen de las ropas. Y yo en mi soledad’. ¿Qué tal este esfuerzo mental? Increíble que el autor haya sido  parido poéticamente por la misma tierra que nos regaló a un  Barba, a un De Greiff, a un Epifanio, a un GGG o a un Robledo Ortiz.  Lo peor es que el festival mundial de la poesía, del que es sede Medellín, recoge año tras año toda la basura seudopoética del planeta”. Orlando Cadavid Correa, Medellín.

“Estoy completamente de acuerdo con el artículo, sin sentirme poeta. Muchos escriben una prosa insulsa que después dividen en ‘trocitos’ que creen son versos y pretenden que eso es poesía, y ellos poetas (…) La poesía es más, mucho más. No se puede olvidar la rima, la métrica, la concordancia y en especial el contenido metafórico que tenga mensaje y fondo. Cuando leo poesía busco esto, al igual que cuando escucho canciones les pongo especial atención no solo a la música y al ritmo sino a las letras y sus mensajes”. Jorge Alberto Páez Escobar, Bogotá.

“¿Será que la ‘nueva sensibilidad’ es críptica? ¿Los jóvenes sentirán la poesía de su tiempo prosaica y sin imaginería? ¿Será que la sensibilidad nuestra es anacrónica? ¿Ese hálito poético es eterno? ¿Cambia con las épocas? Buenas preguntas para resolver”. Augusto León Restrepo, Bogotá.

“Óscar Piedrahíta si es un poeta de verdad. Aún recuerdo parte de un soneto suyo que se titula El grito de Adán, que en alguna parte dice: ‘Mujer, depón el surco labrado en tus laderas / que ya va siendo hora de comenzar la siembra». José Jaramillo Mejía, Manizales. “Da tristeza realmente, a tal punto que prefiero ignorar semejantes estupideces. Eso hace parte de la banalización en que hemos caído”. Iván de J. Guzmán López, Medellín. “Hay tanta basura escrita que no vale la pena perder tiempo en ella. La poesía como manifestación es la madre de todos los momentos de nuestra sencilla existencia”. Javier Huérfano, Bogotá.

”Lo singular del tema es la falta de eco que tienen una cantidad increíble de buenos poetas, que descubrimos los jurados del Premio ‘Ciudad de Bogotá’, convocado por la Fundación Alzate Avendaño. Fueron 114 trabajos, de los cuales un 20 o 25% valían la pena. Lo ganó Lucía Estrada, una poeta de 29 años, antioqueña. El problema es con los medios, que no difunden la buena literatura”. Maruja Vieira, Bogotá.

“Estoy de acuerdo. Pero no tengo autoridad para decir mucho, porque no me considero poeta. Creo que es una palabra sublime, como lo es la música. Siento  que son dos lenguajes que nos transportan a las elevadas dimensiones del espíritu donde solamente cabe el silencio. Cuando leo una bella poesía quedo muda, extasiada frente al inmenso universo que se abre ante mí. Cuando leo un ‘remedo’ de poesía el ruido me desgasta, la frivolidad me deja inmersa en un caos”. Marta Nalus Feres, Bogotá.

“Comparto plenamente el concepto de Óscar Piedrahíta. En realidad, a veces se lleva uno profundas desilusiones. A propósito, ¿has leído los últimos poemas de Juan Manuel Roca? Cuando lo que escribimos pierde la música, deja de sugerir imágenes y de conmover el espíritu, no es poesía. Rosa Montero dice: ‘Todo arte es la búsqueda de la belleza capaz de agrandar el alma’. Allí queda dicho todo”. Esperanza Jaramillo García, Armenia.

“Existe hoy un facilismo aterrador que no sólo maltrata la poesía, sino que, simplemente, no es poesía. Es irreverente nombrarla así. Se ha perdido el verdadero ‘impulso interior’ del poeta y la poetisa, igual que la magia, la belleza, la creatividad, la metáfora, amén del ritmo o música de la misma. Cualquier cantidad de sandeces que a algún iluso(a) se le ocurra nombrar como poesía, es bienvenida en los altos círculos y encuentros literarios que por  desconocimiento del tema aplauden y halagan la mediocridad y la ignorancia que en esta materia se está  viendo en libros, recitales y encuentros”. Inés Blanco, Bogotá.

“Este fue nuestro tema en una tertulia que tuvimos hace dos años, cuando estuve en Armenia. Le comentaba a Óscar, y coincidimos, que nadie, inclusive ‘los poetas’, entendían lo que escribían. Son esperpentos carentes de musicalidad y contenido. Personalmente me quedo con Neruda, Vallejo, Barba Jacob, Quevedo (…)” William Piedrahíta González, Miami.

“Es sin duda una apreciación diáfana y el reflejo de una realidad con la que se encuentra uno de manera permanente y que le hace expresar: ¿Qué se hicieron los poetas? Pero también ese panorama se aprecia en el arte pictórico, en donde cualquier mamarracho es calificado como obra de arte. ¡Qué decadencia!”. Eduardo Durán Gómez, Bogotá.

 Otros conceptos

Del poeta nadaísta Eduardo Escobar, San Francisco (Cundinamarca):

“Me parece un poco injusta la columna. Es cierto que los poetas hoy escribimos a veces simples galimatías. Pero es en busca de la música de nuestro tiempo. Acabo de leer la antología de la poesía nadaísta que publica Sibila en España, y me asombró Amílcar Osorio. Y debería tener en cuenta a Raúl Gómez Jattin, que tiene poemas llenos de belleza y dolor. Soy muy malo para  ventilar mis ideas en este medio de apariencia fría, pero ojalá algún día podamos hacer un taller sobre la poesía moderna, en Armenia. El doctor Jaime Hoyos me amenaza hace tiempos con una invitación para ese fin, pero dice que en la universidad no le han parado bolas”.

* * *

De Juan Ruiz de Torres, director de Prometeo Digital, Madrid (España):

“Leo tu envío, leo la indignación de muchos lectores ante lo que se intenta hacer pasar por gran poesía actual. ¿Qué puedo responderte? Es, claro, un tema de debate que tenemos a priori perdido. Muchos intereses se oponen a una consideración seria del caso.

“Pero, por otra parte, llevo unos treinta años en la creación casi clandestina y en el público ejercicio de la crítica, y debemos añadir que, si mucho de lo que se escribe y anuncia como poesía es, casi por definición, deleznable desde el punto de vista estético, tampoco puedo estar de acuerdo con que se diga que desde los piedracielistas nada se ha escrito de buena poesía.

 «El problema viene de donde siempre: de la definición de poesía. Lamento decir que no estoy de acuerdo con que la poesía sea música y belleza. Puede serlo (y quizás deba serlo como mínimo),  pero eso no es lo más importante, me parece, después de haber escrito 30 poemarios y siempre estar insatisfecho con lo obtenido. Y de  leer millares, sí, millares de libros de poemas de todas las latitudes y épocas.

 “Yo no creo que ‘música y belleza’ sean lo esencial en el poema, con serlo mucho. A mis años creo que la misión del poema es abrir, al lector que se entregue a su lectura  con todas sus fuerzas, una ventana a otra realidad, a otra forma de ver el mundo; descubrirle que las palabras pueden concitar algo que lleva escondido en su corazón y nunca supo expresar.

 “Eso, claro, lo consiguen muy pocos poemas. Pero a aquellos que al menos lo intentan –y una forma casi ineludible de hacerlo es equilibrando el lenguaje hasta sus últimas consecuencias– debe dárseles el beneficio de la duda. Desde luego, estoy de acuerdo con que mucho de lo que nos alimentan revistas y libros es, no ya bazofia,  sino auténtica tomadura de pelo.

 “Leer un poema al día, si vale la pena. Si nos apetece leer uno tras otro todos los poemas de un libro, es que esa poesía no lo merece. Un poema-poema debe bastar para llenarnos durante horas; otra cosa son palabras bonitas. Son, claro, versos, pero no poesía. Creo yo”.

* * *

De Eufrasio Guzmán Mesa, escritor, ensayista, investigador de literatura y  poesía, Medellín:

“El  tema de su columna sobre la poesía es un tema importante y de gran  acogida. Sería deseable un gran debate sobre el tema y en esa dirección de  las opiniones del señor Óscar Piedrahíta está la entrevista que le han hecho en Arcadia al escritor Harold Alvarado Tenorio. Pero me temo que ello es imposible, es decir, esperar un debate constructivo y edificante para los lectores.
 
”En el terreno de esta discusión hay un asunto de fondo y es el del gusto.  Incluido el  tema de la belleza, muchos temas relacionados con el arte pasan  por ese punto del gusto. El arte humano es una búsqueda sin término. Juzgar lo que no se entiende no es  fácil o es lo más sencillo: sencillamente no me  gusta. El gusto se educa en el plexo de la cultura y hasta los más expertos se equivocan al valorar. Se  equivocaron con los impresionistas y con Van Gogh,  y los odios y envidias entre Leonardo y Miguel Ángel les impidieron a ellos mismos apreciarse mutuamente. No hay actividad humana que no se someta a la crítica corrosiva que nace de la envidia. Las pasiones humanas más sublimes y las más abyectas se juegan sus cartas en el arte. Quizás el  gusto  popular sea un buen reflejo de lo volátil del mismo. De Pombo no se recuerdan  versos sublimes que escribió sino  sus macarrónicos pero divertidos ‘cuentos  pintados’; la  consagración del  gusto popular es frívola y equívoca pero no es  ciega  absolutamente.

”El gusto popular jamás habría consagrado a un Mallarme o a un Lezama  Lima, sencillamente no los entiende y no por ello son malos, por el contrario,  han explorado en la lengua de una manera spléndida. El gusto popular ha consagrado a Quevedo pero ignora la grandeza de un Góngora. No hay nada que hacer, al  pueblo no es fácil satisfacerlo.

 “Hay mucho impostor en el mundo de los ‘poetas’ y una de las imposturas  más eficaces, reconocida como patrimonio nacional, es el Festival de Poesía de Medellín: durante casi dos décadas ha consumido miles de millones de pesos sin mover un centímetro la poesía antioqueña. Lo mismo puede decirse de los Festivales de Ópera o Teatro: son fiestas privadas de grupos humanos que han aprendido cómo tomar para su realización dineros públicos.

“Siendo el problema central el del gusto, no hay forma de que ese debate tenga término. Por ello lo más sano es remitirnos a él y quedarnos con la idea  de que hay buen o mal gusto, y para nadie es un descubrimiento que pasamos  por una época en la cual domina el pésimo gusto y de  eso  pudo  vivir  un  pésimo  poeta como Mario  Rivero y de eso vive un escabroso personaje como el señor Harold Alvarado Tenorio, que  sobra  decirlo, en sus opiniones tiene unas de  mucho acierto y  no está tan mal del gusto en sus apreciaciones.

“Le  anexo ‘Miles’, un supuesto poema de Leonard Cohen, tomado de su último libro, El libro del anhelo, Ed. Lumen, Barcelona, 2006 (pág. 81): ‘Entre los miles / Que son conocidos, / O que quieren ser conocidos / Como poetas, / Quizá uno o dos / Sean auténticos / Y el resto son impostores, / Rondando por los recintos sagrados / Tratando de parecer genuinos. / No hace falta decir / Que yo soy uno de los impostores, / Y ésta es mi historia”.

El Espectador, Bogotá, 27 de agosto de 2009.
Eje 21, Manizales, 29 de agosto de 2009.

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Los cuentos eróticos de Milcíades

viernes, 3 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Dieciocho cuentos conforman el libro Manzanitas verdes al desayuno, de Milcíades Arévalo, director hace 37 años de la revista Puesto de Combate. Antes de hacer una reseña de sus cuentos, quiero destacar el acto de valor que significa mantener, sin patrocinio oficial y con mínimo apoyo privado, esta revista de tipo cultural que ha resistido, sin receso alguno, toda clase de contratiempos por cerca de cuatro décadas.

No solo se trata de una publicación pulcra, ésta de sus cuentos eróticos, sino que explaya historias de vivo interés que despiertan en el lector el entusiasmo suscitado por el verdadero cuento. Tales historias, que parecen extractadas de las propias vivencias del autor en su vida nómada por los mares del mundo a bordo de un barco mercante, tienen la virtud de pintar los ambientes sórdidos de los puertos, donde la pasión que prodigan las mujeres ocasionales es, por supuesto, flor de un día. O de una frágil noche de placer errabundo, para decirlo con mayor propiedad.

Caras femeninas pintadas de incitación y pecado, cuerpos lujuriosos que se compran con las presurosas monedas del tránsito naviero, besos que llegan y desaparecen bajo el vértigo del arrebato, mientras se escucha o se presiente el pitazo del barco en su ruta hacia el puerto próximo, son el panorama que se vislumbra en varios de estos cuentos movidos por la eterna sed de amor y compañía que tiene el hombre.

Hay en estos relatos un hilo común que enlaza las historias: no aflora en ellas el amor verdadero, sino la pasión vagabunda que camina lo mismo en las paradas del barco que en las calles caóticas de la ciudad, y lo mismo en la intimidad del cuartucho hotelero que en la alcoba lujosa. Por doquier deambulan los actores como tránsfugas de la comedia humana. En este ir y venir de un lado a otro, sin afecto ni pertenencia y siempre con el alma mustia, se agiganta la soledad.

Es la soledad el personaje central de estos cuentos de angustia que surgen dentro de un mundo manejado por la frivolidad y el placer barato. Solo en uno de ellos aparece el amor correspondido, y el lector, contagiado de la soledad que recorre las 114 páginas del libro, clama por que se detenga allí la acción, a fin de darle respiro a su propia alma que parece ahogarse en medio de la desesperanza. “Y aunque tú no lo creas –dice uno de los personajes abatidos por el tedio–, donde quieras que vayas siempre encontrarás la misma soledad y la misma lluvia”.

Cuando en otros episodios hace presencia el vendedor de libros que recorre los caminos ardientes de la Costa Atlántica, el autor de la obra no tiene necesidad de disfrazarse bajo otro manto, porque es él mismo, bien lo sabemos, con sus cajas viajeras de pueblo en pueblo a la caza de esquivos compradores de su mercancía insólita. Varias veces se menciona el libro como el alimento espiritual del viandante precario, en sus inicios como vendedor, y del consumado lector que llegará a ser Milcíades en su vida de estudio y reflexión. Tributo afortunado que se rinde al libro como la razón de ser de las mentes superiores, así sea en medio de los ajetreos, los infortunios y la soledad de la dura existencia.

Estos cuentos autobiográficos, con su fondo de mar y de río; de puertos azotados por la miseria, el vicio y el amor mercenario; de calles citadinas donde el hombre vive solitario, vejado y angustiado en medio de la muchedumbre; de libros en perpetua floración, son la cabal expresión de la vida contemporánea. Mejor: de la vida de todos los tiempos, porque la humanidad nunca cambia.

Y brota en estas páginas elaboradas con rigor estilístico y buenas dosis poéticas, el ansia del amor verdadero como el sueño imprescindible que justifica la existencia del hombre en la tierra.

El Espectador, Bogotá, 28 de septiembre de 2009.
Eje 21, Manizales, 29 de septiembre de 2009.

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Laura Victoria, sensual y mística

viernes, 3 de diciembre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Homenaje a Laura Victoria en la Academia Colombiana
de la Lengua, con motivo del centenario de su nacimiento)

Comenzando el siglo XX, en Soatá, pintoresco municipio boyacense con alma agreste y sabor de dátil, nace una poetisa, el 17 de noviembre de 1904. Caso insólito en un país destrozado por las guerras civiles que siguieron al grito de la Independencia, y herido por el morbo de la política sectaria, éste de brotar una flor delicada en medio de asperezas. Colombia era entonces territorio de rústicos caminos y limitados ensueños, con más espacio para el arado y la contienda bélica, que vocación para el cultivo del verso.

Laura Victoria llega al mundo en cuna de noble estirpe, envuelta en edredones y cortejada por voces de sirena. El prestigioso abogado Simón Peñuela, su padre, combatiente de escaramuzas en la hoya del Chicacamocha y al mismo tiempo lector apasionado de los libros de la Revolución Francesa, nunca llega a pensar que su hija será escritora. El canónigo Peñuela inculca en su sobrina el acatamiento rígido de las costumbres imperantes, que él acaudilla como pastor de la Iglesia Católica y vocero de su partido, ambigüedad propia de aquellos tiempos.

Ante los ojos de la niña se levanta un muro insuperable: de una parte está la autoridad eclesiástica de su tío, cuya voz y acción enérgica se hacen sentir en todo el departamento; y de la otra, la figura protectora de su padre, que comulga con las ideas liberales que le llegan de ultramar. Los libros que éste lee están prohibidos por la Iglesia, y su hermano, el canónigo, los censura con furiosos anatemas.

A los cinco años de edad inicia en el pueblo el estudio de las primeras letras. De diez años es matriculada en el Colegio de Hermanas Terciarias de Boavita. Dos años después es matriculada en el Colegio de la Presentación de El Cocuy. Las nieves eternas penetran en su alma con ráfagas de soledad. Apenas es una niña. Su madre, que se ha ido para Bogotá a hacerse practicar una operación quirúrgica, no ha regresado. El crecimiento de la niña, en este vagar de pueblo en pueblo y en este despertar traumático de las primeras emociones, pesará para siempre en el corazón adulto de la poetisa.

El ambiente del hogar y de la comarca trae confusión a la futura cantora del romanticismo. Cuando ella tiene capacidad de pensar, se rebela contra las convenciones y las falsedades sociales. Un día el canónigo pone el grito en el cielo cuando lee el primer verso erótico, y la llama la “loca de la familia”. Démosle la razón, ya que en aquella época la mujer era solo de la casa y le estaba prohibido expresar sus ideas.

En el pueblo se habla de la selecta biblioteca de Simón Peñuela, hombre de letras y de vasta cultura, que induce a su hija a leer los tesoros que guarda en sus archivos. Así despierta la mente de la joven hacia el hallazgo de los grandes maestros de la literatura francesa.

Por último, pasa a estudiar al Colegio de la Presentación de Tunja. Allí queda bajo la protección del canónigo, que goza de prestigio como historiador y polemista y que por sus dotes pedagógicas ha sido nombrado rector del Colegio de Boyacá. La familia Peñuela tiene señalada prestancia tanto en Boyacá como en el país. Otro hermano del religioso, el ingeniero Sotero Peñuela, ocupa el cargo de senador de la República y más tarde será ministro de Obras Públicas. Rómulo, graduado en la Sorbona de París, goza de prestigio como médico y está casado con la marquesa Sara del Castillo.

Por el lado materno, uno de los antecesores de su madre es Sebastián de Eslava, virrey de Nueva Granada, que se hizo famoso por haber causado la derrota de los ingleses en el ataque a Cartagena en 1741. A esta rama pertenece también la familia Villarreal, que contará con figuras notables, como la de Camilo Villarreal, jefe político de Soatá, y la de José María Villarreal, gobernador del departamento, ministro y diplomático.

Laura Victoria nace a la vida del verso cuando las mujeres en Colombia no hacían versos. A los 14 años escribe en Tunja su primer poema amoroso en el colegio de monjas, y esto escandaliza a sus compañeras. El siguiente poema, para sacarlas de la duda, es un acróstico dedicado a la más escéptica.

Su vida se volverá una novela. Novela apasionante, manejada por el triunfo y el fracaso, el aplauso y el olvido, la disipación y el recogimiento. Su figuración en la poesía y en la sociedad es sorprendente. Investigando estos entresijos, aparecieron para el biógrafo episodios ocultos de una fantástica leyenda de amor -que es la vida toda de la poetisa-, hitos que hay que saber buscar en su obra literaria.

Esta biografía es, además, un libro de reconocimientos. Un libro-testimonio. Escritores y personalidades que rozaron la vida de la poetisa contribuyen a marcar el perfil de los tiempos idos. Esas personas resurgen hoy para darle vivacidad a la historia. El personaje más importante para ella es su hija Beatriz -la célebre Alicia Caro del cine mejicano, protagonista estelar de La vorágine-, su compañera y confidente de todas las horas.

Luego de varios romances, aparece en su vida el ingeniero Eduardo Segura Archila, integrante de una comisión que va a trazar la carretera entre Soatá y Boavita. Tras un año de idilio, se casan. Y comienzan a llegar los hijos. Su amor por ellos se vuelve la luz cenital de su existencia, y a través de tiernos poemas maternales expresa los más puros afectos de su corazón.

Establecida la familia en Bogotá, se inicia para la soatense una larga cadena de sucesos. Su vocación literaria, hasta entonces desconocida y titubeante, encuentra en la capital del país el escenario preciso para levantar vuelo por los cielos de la poesía. En la casa silenciosa que ocupa en la carrera 13 con calle 62 comienza a relacionarse con destacadas figuras de las letras. Sus primeros versos despiertan interés en los círculos literarios, donde se habla de una revelación. Se trata de una fina entonación lírica con acento sensual, que ennoblece el sentimiento humano como nunca antes lo había hecho otra mujer, y de paso provoca una revolución en la literatura colombiana.

Ella ha descubierto el territorio libre de las emociones. Sabe que por encima de su ilustre apellido y de la censura social o eclesiástica está su derecho a ser escritora. Ese es su destino. Vino al mundo para pulsar en su lira la pasión amorosa, connatural al hombre como lo es el agua a la sed. Su corazón de fuego es receptivo a lo más sagrado que tiene el ser humano: el amor.

Despega en un escenario grande, pero debe luchar contra las críticas de la gente retrógrada, si bien son muchas las personas que aplauden su osadía y su fibra romántica. Esta mujer inesperada escandaliza con sus poemas a la pacata sociedad, por expresar el lenguaje ardiente del amor. Colombia no estaba preparada para este acontecimiento. A Laura Victoria hay que considerarla, sin duda alguna, como la abanderada de la emancipación femenina en Colombia.

La salida de su primer libro, Llamas azules, constituye en 1933 todo un suceso editorial. Libro que se agota en ocho días. Se reedita y vuelve a agotarse. El éxito es arrollador. El país se pone de pie para escuchar la palabra iluminada. Las correrías líricas se suceden unas tras otras en ciudades diversas, tanto de Colombia como del exterior. Juan Lozano y Lozano escribe en la revista Política: A la poesía femenina de la América Latina ha aportado Laura Victoria muchas notas originales: un hondo acento de pasión, una versificación fluyente y cristalina, extraordinarios acentos de expresión y una delicadeza magistral de gran dama.

La pasión que corre por sus venas viene de ella misma. Emana de la mujer, porque Dios creó el género humano con alma y sentimientos. Algunos censores despistados confunden el “divino soplo de la sangre”, de que habla Rafael Ortiz González, con la acción pecaminosa. Vuelven obsceno lo que es diáfano. En la serena capital de trescientas mil almas que es Bogotá por los días en que Laura Victoria inicia su carrera literaria, el poema En secreto repercute como una explosión en el ambiente recoleto de la urbe.

A partir de 1933 su fama vuela como un meteoro. Y recibe los aplausos más calurosos de su carrera. Es la mujer fulgurante que vive en los jardines del elogio y en los cielos de la fascinación. Eduardo Segura Archila, introvertido y suspicaz, termina hastiado de la vida huidiza de su consorte. Un día le dice que debe alejarse de los poetas y abandonar las tertulias y los recitales. Pero ella no puede renunciar a la poesía. Es su razón de ser. Las grietas del desamor comienzan a horadar la relación conyugal.

Numerosos amigos y simpatizantes surgen en sus días gloriosos. Todos quieren conocerla, tenerla cerca, obtener algún miramiento suyo. Grandes personajes de las letras, la sociedad y la política integran la nómina egregia. Se le denomina la “amada ideal” de la poesía colombiana. Guillermo Valencia declara: “En su manera de escribir no hay artificio, ni rebuscamiento, ni alarde ni falsía, ni engañosos brillo, ni tortura de formas: es el libre fluir de la vena poética”.

La cadena de triunfos termina en 1938. Este año le propina serios reveses. Representa el final de sus giras y le da fuerte viraje a su existencia. Varios golpes la derrumban: la separación conyugal, la lucha por sus hijos, la muerte de su madre, la huida a Méjico. El destino ha destrozado su gloria. El recuerdo de su marido se vuelve glacial, estremecedor. Desde el barco contempla el mar rugiente, y a lo lejos una gaviota se pierde en la inmensidad. El mar y la gaviota: dos símbolos para el poema que no ha escrito. Más tarde ese poema dibujará el estado de su alma herida por la soledad y la ventisca.

El mes de febrero de 1939, cuando desembarca en Acapulco, significa el comienzo de una nueva vida. Huyendo de su marido, llega a Méjico con un objetivo claro: proteger y educar a sus hijos. Ha logrado un puesto diplomático gracias al cual podrá subsistir. Luego se vincula al periodismo, labor a la que se dedica por más de veinte años. Cuando desea regresar a Colombia, ya no es posible. Ha echado tan hondas raíces en el suelo azteca, que no le resulta fácil alzar el vuelo. Su arraigo allí es poderoso, pero su alma gira alrededor de su tierra colombiana.

La dama refulgente, que tanto había amado con sus versos de fuego, un día se detiene cual otro Alberto Ángel Montoya y se encuentra con Cristo. Cual otra Teresa de Jesús, o Juana de la Cruz, o Francisca Josefa del Castillo, se va detrás de la vida contemplativa y se sumerge en los temas bíblicos. ¿Desde cuándo siente la vocación mística? Desde el momento en que se desencanta del mundo y sus vanidades. La “cortesana”, como ella misma se nombra en sus versos, se detiene y se va detrás del Salvador de almas. La pecadora queda embelesada cuando oye el toque de la oración, y se dice que sus caminos están desviados.

En 1963, el doctor Guillermo León Valencia, presidente de Colombia, la nombra agregada cultural en Italia, misión que se prolonga por tres años, hasta febrero de 1966, cuando regresa a Méjico. Valencia, captando la fibra mística de su amiga, sabe que llevarla a Roma es el galardón preciso que la hará sentir en el corazón de la cristiandad.

Su palabra febril recorre todos los senderos de la poesía, desde el soneto hasta el verso libre. Su obra está manejada por la armonía de la expresión y la fulguración de las metáforas, y sus cantos son aromas que excitan el deseo y fortalecen el alma. Su biografía, que hoy tengo el honor de presentar en la Academia Colombia de la Lengua, es un tratado de los sentimientos. Cuando me propuse escribirla, la primera idea que me brotó, aparte de rescatar del olvido a esta mujer admirable, fue la de incursionar en las experiencias que ofrece su vida en el plano sentimental, para extraer temas de reflexión sobre el amor.

Es una vida tan rica en sucesos, que se vuelve inabarcable. Vida que posee ingredientes de aventura y suspenso, pasión y entrega, dolor y desengaño. El amor enriquece la existencia del personaje y vuelve fascinante su obra. El amor es inevitable, porque el hombre nació para amar. Perder el amor, o degradarlo, o ajarlo, es lo mismo que envilecer la dignidad humana. “Ama y haz lo que quieras”, dijo San Agustín. Es decir, ama y engrandécete, ama y conquista el mundo, ama y encuéntrate con Dios. El amor une, el desamor destruye.

En España, Montaner y Simón le edita en 1960 el libro Cuando florece el llanto. Hermosa edición, tanto por la maestría editorial como por el contenido poético. Han pasado 22 años desde el último poemario. Ahora sus cantos son melancólicos y expresan acentos de soledad y olvido. Con Crepúsculo (1989) finaliza su obra poética. El título lo dice todo: crepúsculo es el tiempo en que el sol se oculta y comienzan a entrar las sombras de la noche.

Y es, en la vida de Laura Victoria, el período donde aumenta la tristeza con ráfagas de frío. Ya su nombre no se menciona en Colombia, y a los pontífices de las letras no se les ocurre difundirlo. Admitamos esta cruel realidad: los 65 años de ausencia de la patria han borrado sus rastros.

La Academia Colombiana de la Lengua la eligió académica correspondiente en la sesión del primero de junio de 1998, atendiendo la solicitud presentada por Dora Castellanos. Y aprovechando un viaje de Maruja Vieira a Méjico, la entidad la comisionó para hacerle entrega del respectivo título, acto que se realizó en el apartamento de la poetisa, donde su familia le celebraba los 95 años de vida.

Deseo contar cómo se llevó a cabo la escritura y edición de la biografía que sobre ella escribí, que lleva por título Laura Victoria, sensual y mística. El primer contacto que tuve con la poetisa ocurrió en 1985, por medio de una carta donde le expresaba mi admiración por su obra y la extrañeza porque su nombre se hubiera silenciado en el país.

Ella me contestó con una sentida manifestación de pesar por su lejanía de la patria y por la dificultad, casi insalvable, de su regreso, dadas las hondas raíces que ya había echado en Méjico. Añoraba su propia tierra, sus paisajes, su gente. Recordaba su época de gloria en los años 30, cuando revolucionó la literatura colombiana con su poesía erótica. Y evocaba a Soatá, nuestro pueblo.

De pronto aparecía yo como un eco lejano de Soatá y de Colombia, y esta circunstancia le produjo al mismo tiempo sorpresa y regocijo. Le entusiasmaba, por supuesto, que en mi carácter de escritor, y no obstante la diferencia de años que nos separaba, me ocupara de su nombre y de su poesía, cuando sus propios coterráneos la habían relegado al olvido y apenas quedaba un pequeño círculo de amigos que hablaban de ella de tarde en tarde.

Nada fácil resultaba escribir su biografía, tanto por la distancia con los sucesos que la llevaron a la celebridad, como por la falta de documentos o referencias que facilitaran dicho propósito. Después de leer todos sus libros y obtener datos dispersos sobre su itinerario humano, me impuse la tarea de escudriñar mayores testimonios que ampliaran mi visión sobre esta vida extraordinaria.

Como parte de la investigación, le hice un reportaje extenso, que fue publicado en un periódico bogotano. En 1988 viajé a Méjico en compañía de Astrid, mi esposa, y durante 15 días tuve con la escritora amplias tertulias sobre el objetivo que perseguía. Cuando años después le manifesté, de manera formal, que quería escribir su biografía y le pedí que me facilitara el mayor acopio posible de documentos, cartas, fotografías y recortes de prensa, accedió gustosa a mi deseo.

Terminada la obra, resaltó ante mis propios ojos el perfil cabal de la gran dama que deseaba rescatar del olvido. En este trabajo ha quedado retratada en cuerpo y alma, así lo espero, la mujer valerosa y la brillante poetisa que se fue contra las hipocresías sociales y la esclavitud femenina de su época, y que con sus poemas ardorosos estremeció el sentimiento de los colombianos y llevó en alto el nombre de Colombia por toda América.

El libro fue puesto en manos de la Academia Boyacense de Historia. Su edición quedaba sujeta a la provisión de recursos por parte del gobierno departamental. Meses después, Javier Ocampo López, presidente de la Academia, me llamó con urgencia para contarme que la noche anterior se había soñado con Laura Victoria, y que ése era un signo para apresurar la publicación de la obra.

Desde entonces la idea del libro se convirtió en una obsesión para el patrocinador y, desde luego, en dulce esperanza para el escritor resignado al calvario de las ediciones. Días después, ¡oh milagro!, el acariciado proyecto veía la luz en la editorial ABC de esta ciudad.

Y cinco meses después, Laura Victoria fallecía en Méjico, faltándole medio año para cumplir el centenario de vida. Murió con la dicha de haber saboreado, en amorosas y detenidas lecturas que le hacía su hija Beatriz, las páginas de su propia vida, forjadas con empeño y afecto por su paisano y amigo, como tributo a su mérito.  Puede decirse que Laura Victoria murió leyendo el libro que hoy se presenta en este homenaje. Homenaje entrañable a la gran poetisa de antaño, donde de paso se evocan nuestras propias raíces vernáculas y se exaltan los valores de la cultura nacional.

En el justo reconocimiento que le tributan a Laura Victoria la Academia Colombiana de la Lengua y la Academia Boyacense de Historia, nos hemos reunido este grupo de amigos de la cultura; de escritores, académicos, poetas y periodistas; de representantes de Soatá y Boyacá, para conmemorar el centenario de su nacimiento, ocurrido el día de ayer, y refrendar nuestra admiración hacia la poetisa más famosa que tuvo Colombia en los años treinta del siglo pasado. Figura ilustre de las letras nacionales, de las letras boyacenses y soatenses, cuyo nombre merece los honores de la patria.

Bogotá, 18 de noviembre de 2004.

Laura Victoria

jueves, 2 de diciembre de 2010 Comments off

(Texto elaborado para el XXX Encuentro Internacional de Escritores de Chiquinquirá, Fundación Jetón Ferro)

Por: Gustavo Páez Escobar

Laura Victoria nace en Soatá el 17 de noviembre de 1904. Al año siguiente, la familia se traslada a Bucaramanga, donde su padre se posesiona como magistrado del Tribunal Superior. Tres años después, regresan a Soatá. A los cinco años de edad, la niña inicia el estudio de las primeras letras. Los estudios secundarios los concluye en el Colegio de la Presentación de Tunja.

A los 14 años escribe su primer poema amoroso, y esto escandaliza a sus compañeras. El siguiente poema, para sacarlas de la duda, es un acróstico dedicado a la más escéptica. Laura Victoria nace a la vida del verso cuando las mujeres en Colombia no hacían versos.

En Soatá se habla de la selecta biblioteca de su padre. Es él hombre de vasta cultura. Y descubre en su hija una mente accesible a las ideas progresistas. Con esta certidumbre, le abre las puertas de la inteligencia francesa, y Laura Victoria aprende a pensar.

Ya casada, se establece en la capital del país. El primer literato en llegar a la escritora es Nicolás Bayona Posada, que goza de amplio prestigio como poeta, ensayista y crítico, y quien escribe un sugestivo artículo sobre esta poesía encantada. De inmediato el nombre de la autora salta al primer plano de la popularidad. La revista Cromos publica su poema más audaz, titulado En secreto, rebosante de fino erotismo, que sacude el alma de los enamorados y a ella le significa el ingreso a la fama.

Aún no ha cumplido los treinta años cuando aparece Llamas azules, que Rafael Maya considera “el mejor libro poético publicado por mujer alguna en Colombia”. La poetisa viaja por los escenarios de América, donde recibe calurosos aplausos de los públicos delirantes. Se trata de una fina entonación lírica con acento sensual que ennoblece el sentimiento humano, como nunca antes lo había hecho otra mujer, y de paso provoca una revolución en la literatura colombiana.

Laura Victoria ha descubierto el territorio libre de las emociones. Sabe que por encima de su ilustre apellido y de la censura social o eclesiástica está su derecho a ser escritora. La cadena de triunfos termina en 1938, año que le produce serios reveses. Representa el final de sus giras. Con Cráter sellado, publicado ese año, concluye su poesía sensorial.

En Méjico ocupa el cargo de agregada cultural de la embajada colombiana. Y se vincula al periodismo, labor que desempeña por más de veinte años. Allí escribirá el resto de su obra, compuesta por siete títulos, y su vida dará un viraje al misticismo y a los temas bíblicos, en los que se vuelve erudita.

Nunca conoce el amor ideal. Los hombres se sienten seducidos por la diosa de la poesía y la asedian con pasión. Muchos se imaginan que lo que dicen sus versos es lo que ella practica en la intimidad de su propia vida. Pasado el tiempo, un periodista le pregunta si ha encontrado el amor verdadero, y ella responde: “Desgraciadamente no. Me consagré entonces al estudio bíblico para lograr el conocimiento de Dios. Y ese amor verdadero lo encontré al fin en Cristo”.

En España se edita, en 1960, el libro Cuando florece el llanto. Ahora sus poemas son melancólicos y expresan acentos de soledad y olvido. Con Crepúsculo (1989) finaliza su obra poética.

El primer contacto que tuve con Laura Victoria ocurrió en agosto de 1985. En aquella ocasión le envié una carta a Méjico, donde residía desde su viaje de Colombia, 45 años atrás, cuando por insuperables problemas conyugales y buscando la custodia de sus hijos, se radicó en el país azteca. Allí permaneció por el resto de sus días, apenas con un receso de tres años, correspondiente a su desempeño como agregada cultural de la embajada de Colombia en Roma.

En aquella carta le expresaba mi admiración por su obra y la extrañeza porque su nombre se hubiera silenciado en el país. Ella me contestó con una sentida manifestación de pesar por su lejanía del suelo patrio y por la dificultad casi insalvable de su regreso. Añoraba su propia tierra, sus paisajes y su gente.

Desde entonces comenzó a perfilarse en mi mente el libro que 18 años después vería la luz bajo el auspicio de la Academia Boyacense de Historia, y que lleva por título Laura Victoria, sensual y mística. Es la única biografía que se ha escrito sobre la sublime cantora del amor, a quien el maestro Valencia calificó como una revelación de la poesía colombiana.

Nada fácil resultaba escribir la biografía de Laura Victoria, tanto por la distancia con los sucesos como por la falta de documentos que facilitaran dicho propósito. Luego de leer todos sus libros y obtener datos dispersos sobre su itinerario humano, me impuse la tarea de buscar mayores testimonios que ampliaran mi visión sobre su vida extraordinaria. A medida que lograba nuevos avances, comprendía que la existencia de la poetisa, por lo batalladora, ardorosa y liberada de prejuicios, era apasionante. Y descubrí que allí se escondía una verdadera novela.

Como parte de la investigación, le hice un reportaje extenso que fue publicado en un diario bogotano. En 1988 viajé a Méjico con mi esposa, y durante 15 días tuve con la escritora amplias tertulias sobre el objetivo que perseguía. Al año siguiente, ella nos visitó en compañía de su hija Beatriz –la célebre Alicia Caro del cine mejicano–. Fue esta de 1989, hace 20 años, su última visita a Colombia.

Creo que la biografía que elaboré sobre su existencia humana y poética presenta el perfil cabal de esta gran protagonista de su tiempo, que rompió los moldes obsoletos de la sociedad puritana y le abrió a la mujer horizontes de libertad. En mi libro está retratada en cuerpo y alma, así lo espero, la mujer valerosa y la brillante poetisa que se fue contra las hipocresías sociales y la esclavitud femenina, y que con sus poemas ardientes estremeció el sentimiento de los colombianos y llevó en alto el nombre de Colombia por los aires de América.

Poesía que no brote del alma no es poesía. Para escribir sobre el amor hay que vivir el amor. No hay poesía sin carne, sin sangre, sin desgarro interior. “Escribe con sangre y verás que la sangre es espíritu”, dijo Nietzsche. La expresividad de la obra erótica de Laura Victoria nace del fuego que calienta su corazón. El mundo de los sentidos se derrama en sus versos, porque ella es el calor.

Vive las emociones. Es la suya una obra de latido, de resonancia interior. Expresa los sentimientos de manera natural y los embellece con deslumbrantes metáforas. Es arrullo y cadencia y delirio. Dice Neruda: “¡Ay del poeta que no responde con su canto a los tiernos y furiosos llamados del corazón!”.

Para que el poeta se conecte con el mundo tiene que ser realista. Tiene que impregnar su obra con su llama interior. Si no la tiene, no es poeta. Hay que escribir poesía humana. El poder de la poesía consiste en traducir la realidad y volverla emoción estética.

El erotismo –metáfora y filosofía del sexo– es un pedestal de la vida y del arte. Con esa llama es posible avivar el espíritu y derrotar la tristeza. Laura Victoria, apasionada y romántica, convierte el amor erótico en el eje de sus versos. Su vida está llena de pasión y coquetería, como arma eficaz contra el hastío. En su obra crepitan los sentimientos. Por eso es poesía humana: se hizo para conmover.

Laura Victoria muere en Ciudad de Méjico, el 15 de mayo de 2004, faltándole seis meses para cumplir cien años de vida. La Academia de la Lengua, de la que era miembro, le rinde un homenaje con motivo del centenario de su nacimiento. Allí se presenta mi libro biográfico, como tributo a su memoria.

Fue la poetisa más famosa del país en los años 20 y 30 del siglo pasado. Olvidada en Colombia en los últimos tiempos debido a su estadía de 65 años en Méjico, su muerte ha hecho revaluar su nombre como una de las figuras ilustres de las letras nacionales. Orgullo para Boyacá, su comarca grande, y para Soatá, su patria chica.

Eje 21, Manizales, 17 de septiembre de 2009.
El Espectador, Bogotá, 22 de septiembre de 2009.

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Comentarios:

Qué hermosa sorpresa encontrar tu artículo sobre mamá. Hacía días estaba pensando en ti, por lo que se me ocurrió entrar a El Espectador y fui directo al mismo. Lo leí con mucha atención y emoción.  ¿Lo presentí de alguna forma? Me parece magnífico,  escrito con maestría y se siente el vínculo, la amistad, la profunda relación que hubo entre mamá y tú. Abarcas toda la vida de mi madre siempre amada, siempre viva en mí. Vas paso a paso por su vida, resaltando su poesía, su personalidad, su desarrollo literario, su vida -etapa por etapa-, al tiempo que muestras cómo y en qué circunstancias surgió a la fama; su recorrido ya triunfante por varios países y finalmente su llegada a México. Paso a paso vas resaltando sus valores como poetisa, su lucha y su fuerza ante la vida. Con gran inteligencia defines, exaltas y afirmas los valores profundos de su poesía,  y mi corazón se conmueve ante ti, Gustavo, por tu fidelidad ante la obra de mamá. Desde muy dentro, mi gratitud. Un largo y entrañable abrazo, Beatriz Segura de Martínez de Hoyos, Ciudad de Méjico, 27-IX-2009.

Fernando Soto Aparicio

jueves, 2 de diciembre de 2010 Comments off

(Palabras en el XXX Encuentro Internacional de Escritores de Chiquinquirá, Fundación Jetón Ferro)

Por: Gustavo Páez Escobar

Para hablar de Fernando Soto Aparicio tengo que retroceder al día ya lejano en que él creyó en mi literatura e hizo posible la llegada a la televisión de mi primera novela, Destinos cruzados. Novela de juventud que había escrito en el silencio recoleto de Tunja, a la edad de 17 años, y que 18 años después publicaría en el sosiego bucólico de la campiña quindiana.

Se trataba, claro, de una obra precoz, y por consiguiente inmadura, en la que el maestro encontró, sin embargo, un tema interesante movido por la espontaneidad, la fluidez y la emoción puras de la época adolescente. Elementos valiosos para realizar, como lo hizo Fernando con el brillo que le es proverbial, los libretos que la convirtieron en la primera telenovela nacional de RCN. Con mi gratitud infinita hacia el colega hasta entonces distante, desde ese día nació entre ambos la fraterna cercanía que ha unido nuestros destinos de escritores.

En Armenia, donde ocupé por largos años la gerencia de un banco, y al mismo tiempo inicié en 1971 mi carrera literaria y periodística, había leído varias de las novelas ejemplares del escritor estrella de mi tierra boyacense, cuyo prestigio traspasaba las fronteras patrias. Hoy, cuatro décadas después, me jacto en afirmar que poseo un conocimiento amplio de toda su obra, que al asimilarla con admiración y sindéresis, la he tomado como la guía y el reto procedentes de este trabajador incansable de las letras que enseña a los escritores a no detenerse en la búsqueda del arte y la belleza.

Cuartillas a toda marcha, libros en constante elaboración, artículos, ensayos y conferencias que no dan espera, asesorías universitarias, lecturas impenitentes, todo afinado por un cerebro inquieto y dirigido por la vocación imparable del artista, componen su mundo cotidiano. Apenas cumplidos los diez años de edad, Fernando inicia la escritura de  dos novelas a la vez, que guarda en secreto durante algún tiempo, y destruye más tarde, sin consulta con nadie, ante el temor de que su tierna edad no le haya permitido captar mejor su pequeño entorno.

Años después, huyendo del mundanal ruido, se interna en un monasterio abandonado y escribe, cual un ermitaño detenido en la Edad Media, una novela en dos semanas. Ese es Fernando Soto Aparicio: mente laboriosa, reflexiva, insatisfecha por conseguir el esmero literario, y que nunca ha sabido lo que es el ocio improductivo, ni se ha conformado con la mediocridad.

Para recuperar las dos obras infantiles sacrificadas en aras del rigor literario, se propuso volverse, como novelista, historiador del tiempo. Con todo, no comienza como novelista sino como poeta. A los 17 años publica Himno a la patria, y a los 20, Oración personal a Jesucristo, poemas promisorios con los que se asoma con unción al panorama nacional.

Y vendrían, con el correr del tiempo, poemarios de sublime belleza con los que consolida su patrimonio lírico. Son ellos: Diámetro del corazón, Palabras a una muchacha, Sonetos en forma de mujer, Lección de amor, Motivos para Mariángela, Las fronteras del alma, Alba de otoño. Con la música y el don de la belleza que lleva en el alma ha trabajado su producción poética. Sus cuentos y novelas poseen también altas dosis de poesía. Como orfebre de la palabra, nunca se ha conformado con las medias tintas, sino que impregna sus versos y sus prosas de emoción, contenido y melodía. Poeta total, en suma.

De verso en verso, de rigor en rigor, de libro en libro, ha coronado una de las carreras más prominentes de la poesía colombiana. Y lo ha hecho en silencio y con humildad, calibrando cada vocablo y cada frase, y dándole a la expresión el ritmo y la magia que solo consiguen los maestros de la creación estética. Sus sonetos son dechado de perfección y están a la altura de las mejores joyas de la lírica castellana.

Su vena romántica es connatural a su sentido idealista de la vida. Desde siempre comprendió que el ejercicio de vivir es, o debe ser, un acto de amor. Por eso, la mujer en su vida y en su obra es el faro que ilumina todos sus pasos. No existe poema ni libro suyo que no estén imbuidos de amor. Amor hacia la mujer y hacia todo lo noble y lo hermoso que rodea el tránsito del hombre por el planeta. La medianía está desterrada de sus códigos de escritor. En cambio, la grandeza de alma y la galanura de su pluma se elevan sobre el sinsentido de la ruda existencia.

En el campo de la novela, Fernando Soto Aparicio ha cumplido uno de los itinerarios más extensos y exitosos de la narrativa colombiana. Hace medio siglo –en 1960– publica su primera novela, Los bienaventurados. Dos años después aparece La rebelión de las ratas, que se convierte en la obra cumbre de su carrera. Apenas con 29 años de edad ya le sonreía la fama.

A partir de ese momento, su carrera vuela como un meteoro por los escenarios del aplauso. Trabajador infatigable y dueño de mente privilegiada para contar historias, sus obras se propagan en las librerías y se vuelven materia obligada en los colegios. Llega a ser el novelista más prolífico del país. Bedout, la famosa editorial de Medellín que instituye en Colombia el bolsilibro, lanza al mercado continuos tirajes que ofrecen al gran público todos los textos de esta obra en permanente ascenso.

Se decía por aquellos días que Soto Aparicio se contaba entre los dos o tres escritores que podían vivir de sus libros. Cosa insólita en este país donde el oficio de escribir, aparte de ser mirado con desdén por el Estado y la clase burguesa, nunca ha producido medios decentes de subsistencia. El escritor en Colombia es un huérfano de los gobiernos y de las editoriales.

Vino luego la piratería del libro, a cuya sombra se amasan grandes fortunas usurpadoras de los derechos de autor. Y nada se hace por exterminar esta plaga maldita que destroza las energías del “pobrecito escribidor” de que hablaba Larra. Soto Aparicio ha sido una de las mayores víctimas de este vil atropello. Pero su nombre ya se ha ganado, con creces, el beneplácito de la gente. Esto, contra el sentimiento de muchos envidiosos de las letras que no toleran el triunfo de los demás. Es la envidia una alimaña con patas invisibles que se agazapa en los predios de la literatura y carcome el mérito ajeno.

En sus novelas toma al hombre como factor esencial de su creación. En ellas se agita el llanto de las clases desvalidas que claman justicia en medio de la prepotencia de los poderosos. El trabajador de las minas, la mujer abandonada, el huérfano sin esperanza, el recolector trashumante de las cosechas, la obrera ultrajada por el patrono… son actores de la comedia humana que el novelista ha buscado redimir de la ignominia con estremecida sensibilidad.

Mostrando la miseria de los humildes, pone el dedo en la llaga de una sociedad indolente que crea injusticias y desequilibrios y pretende al mismo tiempo liderar las causas populares, como con desvergonzada prevalencia ocurre, y siempre ha ocurrido, con las clases dirigentes del país. Echemos una mirada al panorama actual de la nación para concluir que las novelas de protesta social de Fernando Soto Aparicio conservan la misma vigencia y la misma razón que tuvieron hace 40 o 50 años. Esa es Colombia, Sancho.

En sus narraciones predomina el amor como la única sustancia capaz de redimir al hombre. “El amor –lo dije hace un año al serle concedido a Fernando el Premio Aplauso, y lo reitero en esta solemne ocasión– es el impulso vital que mueve toda la obra de este escritor silencioso en su vida cotidiana, a la par que elocuente en sus libros, en sus conferencias, en sus talleres literarios y en sus artículos de prensa, que ya conquistó, para honra de Boyacá y de Colombia, los lauros de la gloria imperecedera”.

El Espectador, Bogotá, 15 de septiembre de 2009.
Eje 21, Manizales, 15 de septiembre de 2009.

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Comentarios:

Leyendo la prensa y buscando sobre elementos de la literatura encontré su columna sobre Fernando Soto Aparicio. Este autor es para mí un genio y me alegra en decirle, con toda modestia, que he leído casi el 80% de la obra de este mago de la literatura y nunca puedo olvidar sus textos, en especial cinco novelas que para mí marcaron una parte de mi vida: Los funerales de América Latina, Hermano hombre, Camilo el cura guerrillero (cómo olvidar el poema del hombre de fusil), La demonia, La cuerda loca. Le cuento que hace aproximadamente tres años, cuando aún era estudiante, realicé una ponencia sobre Soto Aparicio, la cual llamé “Fernando Soto Aparicio, un pensador poco pensado”. Mauricio Albeiro Montoya Vásquez.

Varios libros he leído del maestro: Los funerales de América Latina, La rebelión de las ratas. Y el que considero el mejor de todos: Y el hombre creó a Dios. Andrés Granada, psicólogo.