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Dolores y travesuras del libro (3)

miércoles, 23 de marzo de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Me precio de ser el descubridor de Quingráficas como la editorial quindiana que a partir de Destinos cruzados, mi primer libro, llamaría la atención de los escritores regionales para la publicación de sus obras. El propietario, Javier Londoño Botero, gran profesional de las artes gráficas, estaba más dedicado a trabajos de tipografía que a la elaboración de libros.

Era una empresa desperdiciada. Cuando apareció Destinos cruzados, mis futuros colegas de las letras abrieron los ojos ante la calidad editorial que se había mantenido oculta para tales menesteres, y que vino a descubrirla un escritor foráneo. A partir de entonces, todos comenzaron a desfilar por Quingráficas. Esto llevó a Héctor Ocampo Marín a escribir en el Magazín Dominical de El Espectador, en enero de 1973, el artículo que tituló Explosión bibliográfica regional, donde daba cuenta de la publicación de diez títulos en un año, durante el arranque de la casa editora de los autores quindianos.

El propio Ocampo Marín publicó allí su primer libro, de ensayos, Pasión creadora. Y otros escritores de la comarca, como Euclides Jaramillo Arango, Julio Alfonso Cáceres, Mario Sirony, Jesús Arango Cano, Humberto Jaramillo Ángel, Fernando Arias Ramírez, hicieron lo propio. Era tal la fiebre que se había despertado, que el editor no daba abasto para atender tanta demanda. El clima literario que se vivía en la región me llevó a escribir mi segunda obra, la novela Alborada en penumbra, que se publicó en 1974.

Y nació la tercera, Alas de papel, una recolección de notas periodísticas, donde buscaba dejar rastros de mis iniciales incursiones por El Espectador y La Patria, y de paso rendir un tributo al periodismo, tarea que al paso de los días me ha permitido coronar la cifra de 1.800 artículos de prensa que representa hoy mi haber literario en esta materia, recogido en la página web que me han obsequiado mi esposa y mis hijos.

Con este tercer libro me sucedió algo curioso e irónico. Llevados los originales a Quingráficas, me encontré con la evidencia de que eran tantas las obras en vía de publicación, que había que revestirse de paciencia para realizar un proyecto. Aunque el editor había modernizado sus equipos, no lograba evacuar los trabajos con la celeridad deseada, entre otras cosas porque, fuera de los autores locales, acudían a la editorial escritores de los departamentos vecinos.

En fin, acepté los dos meses de plazo que me fijó Javier Londoño. Cuando el término iba por el tercer mes, presenté al editor un reclamo por la demora. Cuando se cumplió el cuarto mes, me entró la impaciencia. Mientras tanto, el atareado empresario no cesaba de recomendarme… paciencia. ¡Claro que la tenía!: mi capacidad de resignación, que había sido acondicionada para 60 días, ya había excedido el doble del tiempo. Quien es escritor conoce la ansiedad que hace crecer en su espíritu la expectativa de la publicación de su libro.

En los días siguientes, fui varias veces más a la editorial, y me causaba desazón el ver tanto arrume de hojas en elaboración, tantas carreras de los operarios, tanto sufrimiento del editor. En cierta forma, yo era víctima de mi propio invento: el haber descubierto a Quingráficas. No me dolía de eso, claro está. Por el contrario, me ufanaba ante el hecho de esa explosión bibliográfica que tanto hervor producía en los hornos de la literatura. Y al mismo tiempo sufría con la demora de los ocho meses, y los diez, y luego el año entero que había pasado desde el día que entregué los originales de Alas de papel.

Para resumir la historia, quiero contar que, entregado el material a la imprenta en febrero de 1976, este permanecía inédito en octubre de 1977. Ahí se desbordó mi resistencia. Mi tolerancia no daba para más. Envié entonces una carta perentoria al editor en la que le comunicaba que teniendo en cuenta los 20 meses transcurridos –¡600 días!–, había resuelto desistir del proyecto. ¡Adiós libro, adiós ilusiones! Me quedé esperando la devolución de los originales. Y no volví a pensar más en el libro.

Cuál no sería mi sorpresa cuando una tarde, al regreso del trabajo, encontré atiborrada la sala de mi casa con los numerosos paquetes que contenían la impresión de la obra. El editor acudió a mi esposa para rogarle que no me pusiera sobre aviso acerca de ese hecho, pues quería darme la sorpresa, y de paso remediar su tardanza involuntaria. Sorpresa, por cierto, muy grata, que en un solo instante, ante la sola contemplación de la carátula, hizo borrar los momentos  ingratos.

El libro se había realizado a mis espaldas, con la elaboración de la carátula que se consideró más apropiada, y la revisión meticulosa de los textos. Edición inmejorable, que redimió todas mis contrariedades y dolores. Padecido el vía crucis de la edición, y disfrutado luego el milagro de la resurrección, ha subsistido a lo largo del tiempo el emocionado recuerdo sobre esta epopeya oculta que sufren muchos libros y autores por los caminos de la edición.

El Espectador, Bogotá, 26 de marzo de 2010.
Eje 21, Maizales, 27 de marzo de 2010.

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Comentarios:

Todos tenemos interesantes anécdotas de nuestra vida literaria. Nunca se me ocurrió recopilarlas, pero esta buenísima nota de Páez Escobar me hizo venir a la memoria alguna. Recuerdo que cuando presenté mi libro lunfardesco Poemas de la media gamba, el presentador fue mi amigo el poeta Mosquera Montaña. Creo que no tuvo tiempo de leerlo, por lo cual, al tomar la palabra, comenzó a divagar sobre la poesía en general y a nombrar a poetas que habían pasado por su amistad y por el viejo café Tortoni, de cuya Asociación de Amigos él era presidente. Terminó sus palabras y de mi libro ni el título mencionó. Fue entonces cuando, imprevistamente, subió al proscenio el escribano Carlos Novellino, amigo común, y se dirigió al auditorio con estas palabras aproximadamente: «Hemos escuchado los recuerdos de Alberto Mosquera Montaña. Permítanme que yo hable sobre este libro que nos ha convocado hoy». Los aplausos y las risotadas resonaron por todo el sótano del café. Tanto Mosquera como yo, no sabíamos cómo escondernos. Ricardo Ostuni, Buenos Aires, 28 de marzo de 2010.

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