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Archivo para marzo, 2011

Lección sobre Méjico

martes, 29 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

¿Se escribe México o Méjico? Unos escritores utilizan la equis, otros la jota. Para mí la duda desaparece en adelante, después de la respuesta que he recibido de la Academia Colombiana en torno a este asunto. Aduce la entidad que “no hay en español palabras que se escriban de un modo y se pronuncien de otro”. Lo correcto, por consiguiente, es Méjico, con jota.

Esta es la consulta que formulé al doctor Horacio Bejarano Díaz, secretario de la Academia:

En la lengua azteca se escriben las palabras México, mexicano, con jota. En España estas palabras y sus derivados se escriben con jota, como suenan. En México utilizan la equis, pero la pronuncian con el sonido de jota. Me gustaría saber si la Academia tiene alguna norma al respecto. Veo que los escritores –y hablo de personas sobresalientes– utilizan en forma indistinta ambas grafías.

“Una vez el agregado cultural de la embajada de aquel país me anotó lo siguiente: ‘Le rogamos que en sus próximas comunicaciones escriba el nombre de México con x’. Esto, desde luego, hay que interpretarlo como una manifestación del sentido nacionalista del pueblo mejicano (y aquí se me ocurre que, por estar en Colombia, la jota es la auténtica).

“Ojalá la Academia me ilustre sobre la materia. Adelanto en el momento una biografía de Germán Pardo García, nuestro gran poeta que reside hace 59 años en el país azteca, y en ella, como es natural, abundan las dos palabras de la consulta”.

*

El doctor Horacio Bejarano Díaz me contesta lo siguiente:

“Me refiero a su consulta sobre la x que usan más que todo los mejicanos para escribir términos como México, mexicano y Texas. Primeramente es de anotar que ninguno de nuestros grandes escritores, como Miguel Antonio Caro, Rufino José Cuervo, Marco Fidel Suárez y el padre Félix Restrepo usaron la citada grafía sino que siempre escribieron Méjico, Tejas. En segundo término no hay en español palabras que se escriban de un modo y se pronuncien de otro; en realidad si se escribe México, hay que pronunciarlo Mégsico y esto sería ridículo.

“Don Alfonso Junco opina a este respecto: ‘No es devoción a lo indígena el escribir México con equis. Los indígenas no escribían México con equis de ninguna manera, porque carecían de alfabeto. Fueron los españoles quienes escribieron por primera vez la palabra, interpretando con letras el sonido que escuchaban. Los indios pronunciaban aproximadamente Méshico, y los españoles escribieron correctamente México, porque a principios del siglo XVI la x tenía valor fonético, la equis conservó el propio suyo que aún guarda (cs, gs)) y además el de jota. Con sonido de jota se pronunció Méjico desde tiempo inmemorial, a la vez que se escribía México –así invariablemente durante las tres centurias virreinales– puesto que la equis representaba entonces el papel fonético de jota. Convenía quitarle ese doble papel. En 1815, con muy juicioso acuerdo, la Academia Española determinó que se usara la letra jota para expresar el sonido cs y gs, que actualmente tiene…’

“Por la anterior disposición de la Real Academia, en las ediciones del Diccionario Mayor publicadas a partir de 1815, aparecen registradas con jota mejicanismo, mejicano y Méjico, Tejas y tejano”.

*

¿Quién va a utilizar –después de esta cátedra erudita que ojalá trascienda a los periódicos y a los medios cultos– la x de México? La lección es clara: Méjico.

El Espectador, 26 de diciembre de 1990.
Academia Colombiana de la Lengua, N°170, diciembre/1990.

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Corazón renovado

martes, 29 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Vamos a suponer, amable lector, que el día menos pensado, cuando usted camina tranquilamente por la calle o reposa en la paz de su hogar, siente un dolor agudo en el pecho que lo obliga a acudir de urgencia a una clínica. Como no tiene antecedentes cardíacos y no existen en sus sistemas de vida circunstancias propicias para el infarto, piensa en una fugaz indisposición que pronto desaparecerá.

Cuando más tarde el médico le informa que su corazón está enfermo, la  noticia lo deja mudo. Mejor dicho: descorazonado. ¿Enfermo del corazón, cuando lleva una vida sana y reposada –sin ser sedentaria– e incluso placentera, entre gratas lecturas y los propios escritos vivificantes? ¿Enfermo del corazón en un ambiente sin hipertensiones ni agobios asesinos? ¿Y con un alma alegre y una saludable paz otoñal?

Por otra parte, si usted no fuma, bebe con moderación y no es millonario ni ejecutivo desaforado, y tampoco gobernante deshonesto, y se mantiene en la línea –de peso físico y de pesos normales–, y controla el colesterol y los triglicéridos, la conciencia y tantas cosas más… tiene derecho a quejarse a la ciencia. Se lo dice al médico, y este le contesta que su caso es atípico. El profesional le menciona la carga genética y le pide resignación. ¡Vaya consuelo!

Sea como fuere, usted tiene una arteria obstruida que ya casi no deja pasar la gasolina –en este caso, la sangre– al motor.

Allí se acumularon residuos de grasa, quién sabe a través de cuánto tiempo, y esto no lo vio el laboratorio en los controles periódicos. Ahora, ya un poco tarde, el electrocardiograma señala serias anormalidades en el ritmo cardíaco. Y usted escucha por primera vez palabras extrañas, como cateterismo –método por medio del cual se llega a las cavidades cardíacas y se visualizan las arterias del corazón– y angioplastia –procedimiento no quirúrgico para destapar, dicho en términos profanos, la tubería averiada.

Los científicos de la Clínica Shaio determinaron que es más aconsejable la cirugía. Una eminencia en estas lides, el doctor Víctor Caicedo Ayerbe, habla de la revascularización miocárdica, y usted queda en Babia. Luego le explica que se trata de construir unos puentes, o bypases, para salvar los tramos tapados en las arterias a fin de que el corazón reciba con generosidad –ojalá por el resto de la vida– todo el torrente sanguíneo.

Si usted no se encuentra preparado para esta contingencia, es posible que reciba la noticia como una condena de muerte. Su vida se alterará en un instante. No es lo mismo operarlo de una hernia umbilical o de un quiste en el testículo, que del corazón. Este órgano noble y sensible –me refiero al corazón– todo lo regula y todo lo engrandece.

Por eso, cuando a uno le hablan de la operación coronaria siente angustia. ¿Qué tal con un corazón disminuido? ¿Acaso se puede vivir sin un corazón joven y romántico? Pero si ha sido operado por mano experta y en excelente clínica, canta victoria.

Es como si le quitaran un peso de encima, es decir, del corazón. Con un corazón lozano y optimista surge la esperanza. Y crece la capacidad de amar.

Ha asistido usted a una delicada cirugía que mañana puede ser la suya y, que siendo riesgosa, ya no produce el pánico de otras épocas y permite, con los recursos de la ciencia moderna, reírnos de los asaltos coronarios. Esto de tener el corazón renovado es un lujo que no todo el mundo puede darse.

El Espectador, Bogotá, 3 de junio de 1997.

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Oración por un asesino

martes, 29 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Extraño ser éste, Campo Elías Delgado Morales, ex combatiente de la guerra de Vietnam, quien en la Navidad de 1986, cuando apenas comenzaban a titilar las luces decembrinas y a prenderse las esperanzas de paz hogareña –que para muchos son mustias–, disparó 200 proyectiles sobre el corazón de Colombia y dejó fulminados, en silenciosos apartamentos y en la animación del suntuoso restaurante Pozzetto, a 30 compatriotas suyos.

Comenzó por su propia madre, con quien convivía y a quien odiaba con furor, y no contento con asesinarla a sangre fría, le prendió fuego. Así, pensaría la fiera, rasgaba las ligaduras de la sangre y removía los últimos rescoldos que aún pudieran quedarle de sensibilidad humana. Era como un estrujón que se daba en la conciencia del hombre bueno –y recuérdese que nadie es malo por completo, como tampoco es bueno en absoluto–, y ya con ese impulso quedaba fácil cometer las mayores atrocidades.

Quien tiene valor para matar a su progenitora, que destruya también el mundo, porque la madre es el supremo universo que cada cual tiene. Es un templo sagrado y de imposible profanación para la persona normal, pero hay que admitir la teoría de que Campo Elías tenía el cerebro demente. Y el corazón yerto. Un loco desenfrenado. Un monstruo de la naturaleza, que hubiera sido el verdugo ideal para las sicopatías de Hitler, de Herodes, de Atila, de Nerón, de Duvalier, de Idi Amin, de Gadaffi…

El asesino se hubiera crecido si una bala certera no acaba con su existencia en mitad del campo de batalla –otro Vietnam fantasmal–, en que había convertido el pacífico restaurante desde donde pretendía, sin contendores, exterminar a la humanidad entera. Tal el odio con que apuntaba a sus semejantes y tal la ferocidad con que jugaba a la guerra.

Hoy todos lo condenan, lo maldicen y lo aborrecen, pero pocos se detienen a estudiar las causas de su mente desviada. Como tamaño acontecimiento sirve de pábulo para el periodismo sensacionalista, no faltan, y nunca faltarán, los enfoques enfermizos que se complacen en saborear las vísceras del monstruo. Para algunos paladares el muerto es jugoso y extraen de él, como si fuera un manjar, toda la podredumbre que destila la condición humana. Y hay quienes lo idealizan como héroe y hasta desean superar, en inconfesables y fantasiosos desvaríos, la marca criminal.

Campo Elías es un producto de la sociedad. De esta sociedad que lleva en la sangre gérmenes fratricidas. De esta sociedad que incentiva sus pasiones y sus morbosidades frente a la pantalla del cine o del televisor. Consecuencia es él del hogar mal ajustado que en lugar de sembrar principios y afectos deforma la personalidad. Es, además, víctima de la guerra. Y no sólo de la de Vietnam, o la de Irán, o la de Nicaragua, o la de Colombia, sino sobre todo de la guerra alojada en la conciencia y transmitida por el odio universal.

Este sicópata de moda encarna la semblanza de una época bárbara. Campo Elías es la sociedad. Es un loco del montón que no resistió sus tensiones, estimuladas por los despotismos, los rencores, las crueldades del medio ambiente, y con cerebro enceguecido sacrificó a quienes se atravesaron en su mira tenebrosa. Se vengaba así, torpemente, de la humanidad que le había enseñado a ser perverso.

El asesino ha muerto. Un neurótico menos, pero el mundo está poblado de ellos. Colombia está grave de demencia. Por la calle, en el hogar, en el trabajo pululan infinidad de Campo Elías furiosos, listos para volarles los sesos a quienes se expongan a sus arrebatos. ¿Acaso los amos supremos del mundo no mantienen a la mano la palanca, en Estados Unidos y en Rusia, para hacer explotar este planeta desequilibrado si el hombre insiste en sus necedades?

Nadie quería hacerse cargo del cadáver hasta que un sacerdote valiente, que también fue calificado de loco e irrespetuoso con la sociedad, recordó la lección cristiana de enterrar a los muertos. Se enfrentó al dolor nacional y pronunció una plegaria silenciosa por el hombre a quien todos repudian.

La ocasión da pie para escrutar en las cavernas de la propia conciencia, en las profundidades del hombre lobo, para ver si no brotan sustancias malignas. Y recemos una oración por nosotros mismos.

Carta Conservadora, Tunja, 28 de febrero de 1987.
Revista Nivel, Ciudad de Méjico, 30 de junio de 1987.

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Comentarios:

Yo no había tenido oportunidad de leer este articulo y permítame manifestar mi admiración por la forma como plasmó un hecho que conmocionó a toda la sociedad de su época, especialmente la bogotana. La forma sencilla, dúctil y hasta poética como describe el hecho y el análisis certero que hace de la persona que lo cometió, dan cuenta de su habilidad como escritor. Al  leer el artículo me trasladé en el tiempo hasta la fecha en que ocurrieron los hechos y pude apreciar con claridad, sólo hasta ahora y por su escrito, que este señor tenía profundamente trastornada su mente y que sólo así uno se puede explicar cómo un ser humano llega a cometer un acto tan abominable. Pedro Galvis Castillo, Bogotá, 13-VIII-2010.

La agonía de una flor

viernes, 25 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El ruido de la motosierra, el fatídico instrumento con el que se destrozan los cadáveres causados por la violencia, se escucha, como  maldición de los montes, a lo largo de la nueva novela de Fernando Soto Aparicio, titulada La agonía de una flor. Tomo de ella la siguiente conclusión que define el drama que el escritor ha querido patentizar como fondo de su historia: “¿A dónde van este pueblo, este país, el mundo? Los seres humanos somos sembradores: diariamente le sembramos a la tierra centenares de miles de cadáveres”.

Desde que hace medio siglo escribió Soto Aparicio La rebelión de las ratas, considerada su novela cumbre, su temática ha estado dirigida a la denuncia social. Desde entonces se convirtió en fiel intérprete de este país sacudido por los odios y las atrocidades, y movido antaño por la pasión política, más tarde por la fiebre del dinero, y ahora por el comercio de los narcóticos.

El hombre disociador de la moral pública, que trafica lo mismo en las altas posiciones del Estado que en las redes oscuras de los estupefacientes y del despojo de tierras (e incorporado en los dos últimos casos a los movimientos guerrilleros) es el causante de la violencia que se enseñorea de la vida nacional. En medio de esta hecatombe, surge en la novela de Soto Aparicio un pueblo pequeño y miserable como símbolo de la corrupción y la barbarie que se apoderaron del país.

A dicho pueblo lo bautizó el novelista con el nombre apropiado de Villatriste, y en él crepita la olla de los odios, las venganzas y las torturas, bajo el ruido incesante de la motosierra encargada de fracturar los cadáveres y hacerlos desaparecer en la profundidad de los ríos. Este personaje siniestro que es la motosierra se retrata en la obra como un ser vivo que flagela, con saña infinita, las 160 páginas del libro. Páginas de brevedad alucinante y estremecedora que uno quisiera que no terminaran, dada la intensidad dramática que les imprime el autor, y a pesar de que por ellas se transita como por entre un túnel de sombras y terrores. Por eso mismo, se busca la claridad que espera encontrarse al final de la cadena de oprobios.

“Villatriste –dice el escritor– no pasa de ser un espejo diminuto donde se mira el mundo”. Y trae a escena otro método inaudito de esta época sanguinaria: las minas antipersona (o quiebrapatas, en su exacta definición salvaje), que se siembran en los campos, a lo largo de todo el país, como una semilla maldita que mutila a las personas y les produce dolores y traumas atroces. No matan –que sería preferible–, sino que someten a las víctimas a un calvario de torturas que deben soportar por el resto de la vida. Mayor sadismo no se puede concebir.

La agonía de una flor es el drama de una humilde muchacha de pueblo para quien todo termina al caer en el campo sembrado de minas antipersona. La ilusión, la esperanza, el amor, todo se evapora para ella cuando se abren los garfios de la ignominia y la dejan lacerada para siempre. Sus carnes frescas, que poco a poco se van marchitando en la pieza del hospital, se convierten en desperdicio de la belleza y la juventud.

Novela de desgarros, de gritos angustiados, de impotencia, de desconcierto ante la brutalidad del hombre. Es un “yo acuso” en la conciencia de este país anestesiado por la sed de oro, la distorsión de los valores y la corrupción del Estado. Por fortuna, un hálito de poesía ventila las páginas de esta tragedia griega, tan bien captada por la sensibilidad del escritor.

Liria, la protagonista principal, es la representación viva de este país bárbaro que parece no tener cura ni salvación. Soto Aparicio, promotor en su literatura de grandes causas populares, y que no se cansa de denunciar los desequilibrios de la sociedad y los atropellos de los políticos y de la clase gobernante, pone de nuevo el dedo en la llaga para impetrar la dignidad del hombre. En esta mirada perpleja que lanza el novelista desde la puerta del hospital, clama por los maltratados y los mutilados, por los heridos y los muertos que engordan las páginas de la violencia colombiana.

No es una novela más. Ni una historia de ocasión. Es la novela del momento actual. La de las minas antipersona que se inventaron los monstruos de las guerras en el mundo entero, para aterrorizar, con sevicia y en forma  indiscriminada, a todo el género humano. En Colombia se copió la moda. Y es que aquí sabemos refinar los sistemas más sofisticados de la crueldad. Más que una persona, Liria, la niña desgarrada por los zarpazos de la maldad humana, es una poesía, una flor que emerge del dolor e irradia con su aroma una parábola de ternura.

Con esta bella edición que dentro de la Feria Internacional del Libro pone en circulación la Editorial La Serpiente Emplumada, Soto Aparicio agrega un peldaño más a su vasta producción de protesta social. Tras medio siglo de infatigable labor en los géneros de la novela, el cuento, el teatro y la poesía, corona hoy la meta de los 55 libros publicados. Entrega total la suya, y por otra parte admirable, al noble ejercicio de hacer de la palabra un canto a la vida y al amor, y un compromiso irrenunciable con las causas del hombre.

El Espectador, Bogotá, 17 de agosto de 2010.
Eje 21, Manizales, 17 de agosto de 2010.

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Comentarios:

El título es bellísimo. Si sólo conociera éste, creería que se trataba de un libro de poemas; sin embargo, es paradójico, con el contenido de crueldad y realismo  de lo que  vive el país desde hace más de 50 años: la violencia, pero totalmente coherente con la agonía de una niña que apenas abre sus pétalos a la vida y se encuentra física y parcialmente destruida. Inés Blanco, Bogotá.

Ojalá lo lean más lectores que los que leen la basura usual que se publica para ‘embellecer la realidad’ y embobecer los sentidos del colombiano testigo de lo que documenta Soto Aparicio. Gloria Chávez Vásquez, Nueva York.

Ojalá que los profesores les dejen como tarea a los estudiantes la lectura de esta gran obra de Soto Aparicio, así fue como yo leí La rebelión de las ratas y muchas más obras. La buscaré. Ladesplazada (correo a El Espectador). 

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Los años de Otto

viernes, 25 de marzo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En estos días llamé temprano a Otto Morales Benítez a su oficina (en su casa me informaron que ya había salido a trabajar), y al preguntarle cómo estaba, me respondió con alegría: “Feliz, mañaneando en mi oficina”. Hacía mucho tiempo que no escuchaba el término “mañanear”, verbo de grato sabor que transmite aire fresco, vitalidad y optimismo.

En tan cortas líneas, he mencionado los tres rasgos fundamentales que  definen el temperamento de Morales Benítez: la alegría, la vitalidad y el optimismo. Con esas prerrogativas que le dio la vida, y que él ha fortalecido con su vasta cultura intelectual y el ejercicio de un humanismo integral, llega este 7 de agosto a la cumbre de los 90 años.

Vida plena la suya que le permite disfrutar de una salud de roble, sin duda enriquecida por su interminable carcajada, y de una exuberante lucidez mental que no le da tregua en el oficio de escribir libros y más libros, sin marginar el hábito impenitente de la lectura. Y como si fuera poco, asiste con regularidad a las academias de que hace parte, patrocina infinidad de actos culturales, pronuncia conferencias en cuanto sitio requiera su presencia, y escribe una columna semanal para el periódico El Mundo de Medellín.

Alguna vez le oí decir que él nunca se preparó para la etapa del jubilado. No concibe la quietud ni el ocio. Por eso, desde su retiro del último ministerio se dedicó de lleno a su oficina de abogado, sin preocuparse por fomentar una pensión de jubilación. Es trabajador independiente e incansable que se da el lujo de “mañanear” –a sus 90 años– para hacer crecer los negocios, estar en sintonía con sus amigos y con el país, y no dejarse deteriorar. Lo salvan su espíritu jovial y su mente fresca y laboriosa. Además, todo lo ve con ojos optimistas.

Siempre ha sido madrugador a toda prueba. Eso determina que no se haya dejado atropellar por los años. Una vez, residente yo en Armenia, me invitó a su hacienda Don Olimpo, en Filadelfia (Caldas), y muy temprano me llamó a su alcoba para que nos tomáramos un café y… dialogáramos.

Otto no ha hecho otra cosa en la vida que dialogar. Dialoga con sus libros, con sus ensayos, con sus amigos, con el país, con su alma. El diálogo es su savia vital. Esa entrega a la gente, trátese de altas personalidades o de seres humildes, le imprime el carácter abierto y generoso que le hace ganar amigos al instante.

Aquella vez en Filadelfia, lo encontré dedicado a la lectura de los periódicos, con unas tijeras a su lado. Conforme encontraba un artículo o noticia de interés para alguno de sus amigos, lo recortaba y escribía a mano el nombre del destinatario, con su cordial saludo, para que a su regreso a Bogotá la secretaria lo pusiera al correo. Yo mismo había sido muchas veces favorecido con ese gesto de sin igual gentileza. Y recordé una memorable referencia suya: que la amistad había que merecerla y se ganaba con el detalle oportuno, y en su caso, utilizaba los adjetivos para encomiar a sus amigos.

Ese es Otto Morales: conocedor, como el que más, de la vida nacional; denodado luchador de las causas sociales; escritor interminable –como su tonificante carcajada– que se ha ocupado de los grandes temas de la historia colombiana y del quehacer literario; brillante estadista que le ha prestado invaluables servicios al país, y que ha debido ocupar la Presidencia de la República; y ante todo, amigo de sus amigos.

Qué mejor homenaje, en sus 90 años, que acompañarlo a “mañanear” con estas letras colmadas de vieja amistad y de perenne admiración.

El Espectador, Bogotá, 2 de agosto de 2010.
Eje 21, Manizales, 3 de agosto de 2010.
Noti20 del Quindío, Armenia, 5 de agosto de 2010.
Impronta, Academia Caldense de Historia, Manizales, noviembre de 2010.

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Comentarios:

Qué bien merecido homenaje a quien considero por su moral y trayectoria el “Presidente honorario de Colombia”. Ramiro Lagos, Greensbore (Estados Unidos).

Ese es él, de cuerpo entero, incansable, alegre, comprometido hasta la médula con él, con los suyos, con el país y con las letras. El sólo hecho de ser un madrugador impenitente a su edad es un ejemplo para muchas generaciones. Ya quisiéramos alcanzarlo al alba con un café, un libro, papel, lápiz y tijeras y un rato de exquisita e enriquecedora conversación. Inés Blanco, Bogotá.

Estoy de acuerdo con usted en que el doctor Otto debió ser presidente de Colombia.  Es un personaje de grandes valores y usted los destaca. Esta columna es una de las mejores, de las que he tenido el agrado de leerle. Gustavo Valencia García, Armenia.

He mañaneado leyendo la estupenda nota que con ocasión de los 90 años de Otto has publicado. Me uno en un todo a ella y a esa vitalidad sin límites que ha mantenido el gran amigo. Gustavo Álvarez Gardeazábal, Tuluá.

Estupendo homenaje al maestro Otto. Te felicito por tu afortunada pluma. Eduardo Durán Gómez, Bogotá.

Qué señor tan admirable es Otto. Más que por sus libros, se convierte en una enseñanza para todos nosotros por su saber vivir. Ha sido un privilegiado, sobre todo porque se les concede a muy pocos arribar a esa edad tan vivos y activos. Yo apenas lo conocí, lo vi un par de veces en el apartamentico de Gonzalo Arango, en La Raqueta, pero siempre sentí una gran simpatía por él, y por su hermano Omar, otro hombre que irradia optimismo, entusiasmo, ganas. Eduardo Escobar (nadaísta),  San Francisco (Cundinamarca).

Esta hermosa columna nos entusiasma y alegra, así como el doctor Otto nos ha llenado la vida con su generosidad y afecto. Sonia Cárdenas, Bogotá.

Muy oportuno tu homenaje a nuestro común amigo el doctor Otto Morales Benítez. Yo no sabía que él también era un Leo como el que esto escribe. Te ruego el gran favor de saludarlo de mi parte cuando vuelvas a llamarlo, y que siga optimizando a sus amigos con sus  carcajadas «mañaneantes». Tu artículo me hizo recordar a mi papá quien nos hacía acostar temprano porque «tenemos que mañanear». La «mañaneada» era a las cuatro de la madrugada con un frío de cero grados o menos. José Antonio Vergel. Ibagué.

¡Qué hermosa página y qué merecido homenaje! Jamás dejaremos de admirar a ese pensador, dueño de una alegría desbordante, de un alma demasiado noble. Esperanza Jaramillo García, Armenia.

Qué hombre estupendo es Otto Morales Benítez y cómo lo retratas de adecuadamente en esa nota que me enviaste.  90 años y sigue teniendo esa voz bella, fuerte, animosa y cálida de toda la vida y, por lo que tú dices, no es solo la voz sino que él mismo sigue siendo ese incansable trabajador de siempre. Diana López de Zumaya, Ciudad de Méjico.