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La fiebre industrial

domingo, 10 de abril de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

A mis amigos los acopistas de Armenia se les ocurrió convertirme en temario de sus deliberaciones. No podía yo rehusar la ocasión para explicar las políticas de crédito y cooperación del Banco Popular hacia la industria. Honrado con la distinción, me trasladé puntual a la cita y me resigné a la suerte de ocupar el banquillo de prueba. Como soldado prevenido no muere en guerra, me eché al bolsillo algunos datos y cifras que hicieran menos complicada la cordial embestida. El fogueo resultó intensivo. Pero la entrevista fue amena y constructiva. Todos quedamos contentos.

Como cada día trae su noche, la sesión se movilizó en pleno a matizar la armonía en un centro social. Seguimos hablando de industria. La industria nos bullía aquella noche en las arterias y se hizo más consistente después de la tercera libación. Hubo discursos y parloteos y euforia… Todo en aras de la fiebre industrial que mancomunaba la mesa e inspiraba el espíritu.

Y como el entusiasmo es prendedizo, en el momento menos esperado resolví convertirme en industrial. Idea utópica en mí, que era ajenas abanderado de unos programas, simple administrador de cifras y, cuando más, vendedor de servicios ajenos. El inmortal brindis del bohemio tuvo calurosos intérpretes, con matices diversos.

Se rindió tributo a la madera, labrada en ornato de oficinas y residencias. A la tela y el hilo que, armónicamente trenzados, cubren desnudeces y descubren exuberancias; rellenan y agracian parajes recónditos; y hasta provocan sanos e insanos apetitos. Al cuero, que protege y engalana; aumenta centímetros a la mujer, y es látigo para los enemigos. A la aguja, que da ejemplo de paciencia y mansedumbre; desentierra parásitos y recuerda a las  abuelas. A la lámina, que acoraza. Al cemento, que imprime solidez. A los poderosos complejos, que arman automóviles cada quince minutos…

Creo que a estas alturas la imaginación ya se había exaltado, pues ni el automóvil se produce cada cuarto de ho­ra –y se entrega después de seis meses de pedido, si es Renault, como el mío–, ni la próxima ensambladora será montada en el Depar­tamento Piloto de Colombia, como lo afirmó el ora­dor de turno. ¡Todo en gracia del constructivo optimismo por la diversificación industrial del Quindío!

Contagiado por la fiebre colectiva, resolví entonces, en un solo y prodigioso instante, hacerme industrial. La inspiración me la transmitió en ondas crepitantes don Javier Londoño Botero, pro­pietario de Quin-Gráficas, mi silencioso vecino dominado por 39 puntos da fiebre industrial, y también física, en razón de no sé qué desmán. Anuncié que iba a fabricar… un libro. No ignoré rá­pidas miradas de incredulidad que rozaron mi copa. Un aplauso so­litario, algo desnutrido, me animó a ser valiente. «Seré indus­trial como ustedes», sostuve. «Fabricaré un libro».

Alguien me pre­guntó por la materia prima y, como el momento se presentaba desafiante, repuse que estaba fundida en 200 folios  y  muy guardada en mi casa. Al mostrar la intención de trasladarla ya, si era preciso, a Quin-Gráficas, creo que a su propietario le subió el calor de 39 a 42 grados. Casi se nos funde.

Conocía yo  muy bien la capacidad de la casa editora de Armenia y consideré que estaba desperdiciada. Los escritores quindianos en­comendaban sus libros a editoriales foráneas, desaprovechando los propios recursos. Llegado yo de otras latitudes, vi quizá más ní­tida la imagen y puse fe en la empresa. Contribuía en esa forma a impulsar el desarrollo industrial, así pareciera para algunos de los presentes quimérica mi proclama.

En la propia languidez de la resaca, al otro día transporté a don Javier la materia prima que alguien quiso poner en duda, o atribuir al momento de extroversión. Poco tierno después la im­prenta dio a luz una obra gestada con gusto y refinamiento, para sorpresa de muchos que estaban acostumbrados a los fatigosos vo­lúmenes do ordenanzas y disposiciones oficiales como la prueba más avanzada de nuestra pujante industria.

A mis manos ha llegado un nuevo libro salido de Quin-Gráficas. En cortos meses se completan con él cuatro títulos: Destinos cruzados (la cuña y la antelación son obligatorias); Invasión del rocío, poesía de Mario Sirony; Los héroes lloran en la obscu­ridad, novela de Jesús Arango Cano; Pasión  creadora, ensayos de Héctor Ocampo Marín. En todos se ha puesto en evidencia la des­treza del ilustre don Javier. Para él y sus eficientes colaboradores es preciso dejar constancia de reconocimiento y admiración. Y existen proyectos inmediatos, como la antología de Baudilio Montoya y un nuevo libro de Euclides Jaramillo Arango.

Epílogo: Piense hoy, varios meses después, que un minuto bien aprovechado es suficiente para crear una empresa. Lo hice aquella vez. No me detuvo la duda en torno a los consumidores del produc­to y cometí acaso la ligereza de no explorar mercados inciertos. Pero gracias a la subestimación de tales miedos y prejuicios, soy ahora industrial. Industrial de las letras. Cuatro nuevos indus­triales esperan de Acopi su credencial. Llegarán más y repetirán otros. Y que nos perdone el bueno de don Javier si le hemos aumentado demasiado su cartera. Cartera que, por fortuna para él, aún no es de dudoso recaudo.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 23-IV-1972.
La Patria, Manizales, 18-IV-1972.

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