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Archivo para domingo, 10 de abril de 2011

Bonzo a la colombiana

domingo, 10 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

“Un desesperado padre de familia, enloquecido porque su compañera
había abandonado el hogar,
mató a sus cinco hijos y se autoeliminó”…

Cinco niños miraban un programa de televisión. El barrio Egipto dormía el sosiego de las ocho de la noche y nada ha­cia presagiar que la tragedia rondara en sus contornos. Pero de pronto irrumpió José de la Hoz en estado de embriaguez. Sus ojos se mostraban extraviados y sus ademanes, violentos. El licor había embrutecido su razón. Ordenó a sus hijos, los cinco entusiasmados televidentes en aparato ajeno, que se trasladaran a su vivienda porque tendrían que emprender un largo viaje. Después todo sería pavor y gritos sin respues­ta ni consuelo. Una inmensa llamarada se alargó como un gigan­te y arrasó la habitación donde padre e hijos quedaron inci­nerados en pocos minutos.

Me hubiera gustado conocer a José de la Hoz. Hoy está muer­to, y ni las noticias del periódico, ni su foto de mirada enigmática, me dicen suficiente. Ojalá hubiera podido penetrar en las tinieblas de su mente, antes de que los galones de gasolina iluminaran la oscuridad de su morada.

José de la Hoz era un hombre delgado y moreno. Se hizo más delgado cuando las llamas lo devoraron. Y su piel morena se convirtió en carbón, en carbón sangrante para la sociedad. No quiso irse solo, porque le tuvo miedo al desierto de la muerte. Tomó de la mano a sus cinco hijos, los baño en gasolina –y sabe Dios si en lágrimas–, se roció él mismo la sustancia y luego prendió la hoguera que nadie conseguiría extinguir. La combustión diseminó las vísceras como flechazos sin puntería. ¡Absurda manera de vengar el abandono de Brígida, su mujer!

Hay signos que parecen fatídicos. José llevaba en su apellido, y acaso en la sangre, y acaso en el alma, una herramienta de sangre. Blandió la “hoz” y de un golpe segó cinco cabezas inocentes. En un instante de locura acabó con su propia descendencia. ¿Condenarlo? Dios lo ha juzgado.

Dentro de los misterios del alma, imposible saber si es culpable. Como tampoco sería lícito reprobar la conducta de la esposa ausente, sea adúltera o haya huido asustada. Quiero pensar que Brígida no lleva el vientre abultado, pero si es así, que otro sea el propietario de la semilla, y no José de la Hoz que quiso exterminar su apellido. Es preferible suponer que el horrendo holocausto ha servido para cortar taras y reprimir conmociones sociales.

Un periodista demasiado objetivo y no menos cruel informa que las autoridades buscan a Brígida para hacerle entrega de los cuerpos carbonizados. No prolonguemos, por Dios, la tortura y sepultemos esas cenizas en silencio.

La Patria, Manizales, 15-XI-1972.

Mensaje al dios Baco

domingo, 10 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El alcohol vuelve a ser preocupación del día. Lo ha sido a lo largo de los siglos y dudo que ninguna otra cos­tumbre tenga mayores adeptos. El dios Baco, contagiado de inmortali­dad, se refrescará en su paraíso de uvas con el zumo de las millonadas de liba­ciones que a diario le tributan los borrachitos de todo el mundo.

Hay estadísticas escalofriantes. La última de ellas habla de un millón de alcohólicos en Colombia, que afectan el bienestar de seis millones más. Pero el insuperable inquisidor Alfonso Cas­tillo Gómez contradice categórica­mente tan precaria afirmación y anota que solo Bogotá cuenta con tres millo­nes. 0 sea que los recién nacidos llegan con su botella de aguardiente como biberón. Y el computador de «Coctele­ra» no puede equivocarse, si por algo se licuan allí toda clase de pócimas.

Nuestro Estado cantinero debe ha­cerse el de la vista gorda ante las embestidas de los últimos días. Cerrar o limitar las 18 fábricas de licores que tiene montadas en el país equivaldría a alborotar a los maestros y estos no tienen por qué sufrir los descalabros de las finanzas etílicas. Líbreme Dios de hacer la apología del licor, pero tam­poco me apunto en la lista de los abstemios.

Se dice que el trago es ingrediente de primer orden en las relaciones pú­blicas, y se abusa de su empleo en relaciones que no tienen nada de públi­cas. No se concibe un buen promotor que no sepa empinar el codo. Entonces no solo es cantinero el Estado, sino también la empresa.

Voy a echar un cuento, que es histo­ria. Un buen amigo, de esos que nacen con la botella debajo del. brazo, fue bebedor empedernido durante bue­na parte de su vida. El oficio de viajero fue cómplice de su dipsomanía. Y de tanto consumir aguardiente, la nariz se le esponjó, los cachetes se ilu­minaron, la mujer se la llevó el vecino, lo botaron de cinco puestos, se volvió neurasténico y se le afectaron el híga­do, el corazón, los riñones, el cerebro, la estabilidad emocional y varios etcéteras. Sospecho que también su po­tencia sexual, pero no me atreví a pre­guntárselo.

Cualquier día el médico le dio este ultimátum: «Deja de tomar, o se va camino  del manicomio o del cemente­rio». Al correr de los días lo encontré totalmente reformado. Me habló mara­villas de los alcohólicos anónimos y hasta me entregó una tarjeta de presentación por si pudiera serme útil con el tiempo. Se había producido el milagro. El hígado y los otros órganos que he nombrado o sugerido estaban repo­niéndose, la nariz ya no era la breva monstruosa de antaño y los cachetes habían cambiado de color; o mejor, se habían tornado desteñidos (para no mezclarle política al asunto).

Cansado de viajar, pidió que lo ubi­caran en determinada plaza, donde lle­varía nada menos que la representa­ción de la firma y sin duda le daría lustre al cargo. Se reunió la junta di­rectiva, fue examinada cuidadosa­mente la hoja de servicios, se pondera­ron múltiples virtudes del aspirante, pero se dejó una anotación en el acta, que decía: «Magnífico elemento, pero no nos sirve por abstemio».

Quería contar otra historia semejan­te, pero salgo para un coctel.

La Patria, Manizales, 26-IX-1972.

La Virgen rica y pobre

domingo, 10 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El delito tiene muchas modalidades. No respeta personas ni cosas. Ni lugares sagrados. Mucho menos los no sagrados. Es por lo general ingenioso y en ocasiones irónico. Ahora las ba­terías han sido enfocadas contra los intereses de la Virgen. Preciosas joyas acaban de ser ro­badas del Santuario de Las Lajas. El asalto se cometió a plena luz del día, sin me­tralletas ni antifaces.

A estas horas los malhechores se reirán de su proeza. Han dejado un mensaje mordaz. «Laja», en sentido literal, es una piedra lisa. Se ha de­bido, entonces, entronizar allí una Virgen pobre. Pero la jactancia del hombre, tan apegado a lo material, colocó una Virgen rica, excesivamente rica. La llenó de costosas “alhajas”, en lugar de justificar el sentido de «laja», de liso, de mo­desto. Era suficiente la simple evocación. Pero el hombre no se conforma con los símbolos y pre­fiere colmarlos de riqueza.

Quiero imaginarme a la Virgen deshacién­dose de su corona repleta de piedras preciosas, y de su gargantilla de oro purísimo, y de sus aretes de esmeralda, para entregarlos sin resistencia al asaltante. Quién sabe si este llevaba el estómago vacío y lo esperaban en su casa siete cria­turas desnutridas Y de pronto la Virgen se hizo cómplice del asalto.

En Boyacá

Recorriendo los caminos de Boyacá, llegué un día a Monguí. Fue preciso esperar algún tiempo para que se permitiera la entrada a este monumento religioso, que permanecía cerrado con fuertes candados y enormes trancas, como si se tratara de una fortaleza. En su interior el espíritu se conmueve ante el arte, ante la magni­ficencia. Se respira olor a santidad. Los cuadros son verdaderas reliquias.

Es un museo de extraordinario valor, que debe conservarse y protegerse. Me encontré allí con otra Virgen rica. Confieso que me deslumbró tanto derroche, tanta suntuosidad. Abandonando el recinto, pregunté si esta era más milagrosa que la de Morcá, su vecina. Pregunta ingenua, casi que infantil. La respuesta era lógica:

—Es más milagrosa la nuestra. Y también más rica. ¿No sabe que a la de Morcá acaban de robarla?

A Monguí se llega por carretera asfaltada, muy bien mantenida. El camino a Morcá es abrupto, casi de herradura. Pero experimenté una grata sensación al visitar a la Virgen pobre. La iglesia estaba abierta y solitaria. En la plaza dos parroquianos espiaban. De seguro no desconfiaban, pues la patrona había perdido todos sus bienes. Cuando los recobre, la puerta de la iglesia no permanecerá tan desamparada.

Si de mí dependiera, haría rápido un traslado: me llevaría la Virgen de Morcá a Las Lajas, desprovista de atuendos y fantasías, como yo la vi. En el vacío, mi paisana exhibiría como una reina su pobreza boyacense. La de Las Lajas no tendría inconveniente en ascender el escarpado camino, tan transitado como el de Ipiales en tiempo de romería.

Pero el regionalismo y el exceso religioso no permitirán estos canjes. Entre tanto, seguirán llegando donaciones convertidas en coronas, y en gargantillas, y en aretes. Quizá la evolución de la Iglesia permita que se transmuten esos obsequios en obras benéficas, sin herir sus­ceptibilidades. La Virgen no necesita oro. El mundo tiene hambre. Su vida transcurrió entre los tablones y virutas de un taller modesto. Allí no había el menor atisbo de opulencia. ¿Para qué tentar ahora la codicia?

Esta multiplicación de Vírgenes es separa­tista. Los bienes tienen carta de propiedad en ca­da región. Y los ladrones van también a romerías, a explorar mercados. Se abusa de la fe religiosa, hasta el punto de inventar símbolos, o piendamós, como imán para los incautos.

Pero la Virgen está prevenida después de los últimos atentados y es posible que ilumine a alguien para que el patrimonio que se le ha acomodado sirva para calmar penurias, antes de que los vivos sigan apuntando sus baterías.

El Espectador, Bogotá, 4-IX-1972.

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La foto favorita de doña Sofía

domingo, 10 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Doña Sofía Ospina de Navarro ha preparado una suculenta receta matrimonial. La encantadora reminiscencia que nos entre­ga como su “foto favorita” en la edición dominical de El Es­pectador se convirtió en el plato fuerte del día. Fuerte, so­bre todo, para los maridos, que solemos ser glotones.

Hay en su ameno y espiritual relato todo un manual de buena cocina do­méstica. Y esta vez, rompiendo tradiciones, ha condimentado la fórmula con pequeñas píldoras de humor, sin faltar desde luego la sal y la pimienta, para hacerla digerible de nuestras caras esposas. Conste que no hablo de esposas caras. Que si así fue­ra, la sabiduría de doña Sofía no hubiera recomendado esta sa­zón al alcance de todos los bolsillos y al gusto de todos los paladares.

La costumbre, muy dominguera en mí, de saborear ciertos apartes de los periódicos, me llevó rápido a una de las seccio­nes predilectas. Resultó fácil saludar en el recuadro a la ad­mirable matrona antioquena, con su inextinguible sonrisa de bon­dad, con canas pero sin lentes; y sin el «bisnieto de gesto llo­roso», que seguramente recortó la tijera del periódico, pues la cosa no era para llorar, si arriba, en las dos estampas fiesteras, los contornos tenían colorido.

Como quien juega a las adivinanzas, comencé a buscar puntos de referencia para acomodar a la ilustre dama entre el garboso traje flamenco. Regresé el almanaque lo suficiente para lograr el encaje perfecto. ¡Y allí quedó usted, doña Sofía, soberbiamente sevillana! Le quité –con perdón suyo, que quiere tanto su edad– los años necesarios para que un mal cálculo no echara a perder la arrogancia de la foto.

Pero se los restituí de in­mediato, aunque a la inversa; es decir, los agregué a la sevillana, y aquí sí la cosa falló, pues ya no cupo usted en el cuadro. La actitud taciturna del corcel me hizo sospechar que había gato encerrado. Mirando mejor el animal, lo encontré re­belde, sin ganas de arrancar. Y usted estaba escondida, teme­rosa, como si alguien la estuviera espiando. ¡No podía ser usted! De serlo, se habría mostrado airosa. Y su Salvador no ten­dría esa mirada que llama usted desafiante (¡amor conyuga!), y que a mí se me ofrece asustada.

No hubo otro remedio que leer la solución. El truco quedó desarmado. El sombrero cordobés y el clavelito en la solapa desaparecieron en el acto. Y el bueno de su marido tuvo que trenzarse de nuevo la corbata que había escondido en el bolsi­llo trasero. Con sus 64 años a cuestas, y sin la linda sevilla­na agarrada a su cintura, regresó en busca de su media naranja. Allí estaba usted, detenida en el jolgorio, sonriéndole con risa franca y cómplice de su inofensivo esparcimiento.

Se rubrica la nota con un mensaje para las esposas celosas, recomendándoles que no confundan la sana alegría con la infi­delidad. Ya llegando a esta parte de la dedicatoria, el teléfo­no me recordó el compromiso de visitar la feria artesanal de Cartago. Partimos eufóricos con un matrimonio amigo. Para mati­zar el viaje, me referí a la alegre historia fotográfica, que recibió amplio refuerzo por parte de mi amigo, también adicto a los platos bien condimentados. Pero no tuvimos suerte, esti­mada doña Sofía. Poca gracia causó a nuestras caras esposas tan ameno relato. Los maridos somos malos para los cuentos, o no  sabemos explicarlos.

Preferimos callar. De todas maneras, íbamos para una feria y bien pedíamos hacer ciertos cálculos mentales, que no verbales, pues la conversación habla terminado en punta. En la feria buscamos la primera venta de sombreros y cada cual se caló de afán el atuendo, con la mala suerte de que nos habíamos  embocado en una tienda que no tenía nada de flamenco y a la salida alguien nos retrató para mandar la muestra al exterior sobre una de las tribus del Putumayo que aún no se habla extinguido.

Nuestras queridas esposas nos recibieron con amplia mirada, esta sí desafiante, y nos en­cimaron algunos pellizcos. Y por más que nos esforzamos, respe­tada señora, no conseguimos corcel, ni clavel, y mucho menos sevillana, ni nada que se pareciera.

Pero como nuestras medias naranjas son grandes admiradoras de usted, al día siguiente sazonaron una de sus recetas, pero sin sombrero cordobés, ni faldas flamencas… Y por fortuna nos llamaron al entendimiento. Habían leído, despacio, la delicio­sa aventura. Y descifraron el mensaje. Lo entendieron al pie de la letra, pues nos dieron libertad de hacer otro tanto, pe­ro a los 64 años, edad ideal, según ellas, para que a nuestro turno les demos la oportunidad de rubricar otra foto históri­ca, no importa la flamante sevillana. Y de paso nos recomien­dan que presentemos a usted su cariño y admiración.

El Espectador, Bogotá, 23-VIII-1972.
La Patria, Manizales, 26-VI-1974.

* * *

Comentario:

Nos ha complacido mucho recibir su colaboración sobre la foto favorita de doña Sofía Ospina de Navarro. Ese estilo de lecturas es el que quisiéramos siempre ofrecer en nuestras páginas y en adelante estaremos atentos a prestar la mayor acogida a las colaboraciones que usted nos envíe. El Espectador, José Salgar E., subdirector.

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El milagro de Armenia

domingo, 10 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El paisaje oscilante que de Bogotá a Armenia va impresionando la pupila y nutriendo el espíritu con acuarelas y sensaciones de variados contrastes, parece que llegara a su clímax al coronar el punto más empinado de la cordillera. La Línea, con su eterno manto de nieve, aproxima al cielo. El sitio, álgido y siempre brumoso, calienta el corazón. Porque el corazón se tonifica con el rocío.

Comienza el descenso mientras el miedo se va descolgando entre riscos y sobresaltos. Y de pronto, desde un recodo se divisa una pincelada en el paisaje. A las pocas vueltas se deja la última piedra melancólica y el panorama cobra repentina vivacidad.

Estamos en el Quindío. Calarcá, la señorial, nos tiende su mano afectuosa. En contados minutos se llega a Armenia. Arribamos a una ciudad maravillosa donde la cordialidad se respira al instante.

El desprevenido transeúnte, o acaso el hijo pródigo desterrado por la violencia, quienes seguramente la consideran aún como un punto, algo así como una referencia geográfica, tienen que descubrirse ante el milagro. La adolescente de pocos años atrás sigue siendo joven, pero joven con mayoría de edad. Aldea ayer, y hoy centro pujante, es un desafío al desarrollo. La ciudad avanza a ritmo desconcertante. Todo se planea, todo se avizora, y nada la detiene. Los edificios se levantan en cada esquina, en cada hueco ocioso. Avenidas engalanadas y parques florecidos cautivan desde el primer momento. Y como ingrediente impulsor, la hospitalidad.

El forastero es recibido sin celos ni recelos. Ciudad noble y cosmopolita por instinto, no requiere de motes inútiles para atraer turismo. El encanto está por dentro, se inhala en el ambiente. La gente llega y se va quedando. Y la ciudad crece todos los días.

Es el Quindío región privilegiada por la mano de Dios. Sus tierras pródigas lo mismo engrandecen la economía de la patria, que embrujan el espíritu. Por entre los cafetales de racimos copiosos y los platanares doblados por la exuberancia y bruñidos de sol, se deslizan ríos de leche. La naturaleza es agresiva y rechaza la esterilidad.

Si algún día me toca desandar el camino, en el ascenso a La Línea me detendré de trecho en trecho para no irme del todo. Desde cualquier balcón colgado en el vacío miraré al fondo para aprisionar la imagen, antes de que los copos de nieve la opaquen en lo más alto de la cordillera. De la cordillera que aproxima al cielo.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 10-IX-1972.
La Patria, suplemento especial, 23-VIII-1972.

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