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Archivo para jueves, 7 de abril de 2011

El bus

jueves, 7 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El puente de San Pedro lo estropeó este año el paro intempes­tivo en el transporte intermunicipal. Los alegres viajantes que desde días atrás tenían preparada la excursión y soñaban con el confortante veraneo en regiones cálidas, tuvieron que regresar cabizbajos a sus hogares, cargados de maletas, paquetes y mal ge­nio.

La prensa, madrugadora, consagró en sus primeras páginas el personaje del día: el bus. Y evitó por fortuna que otros inadver­tidos aspirantes al codiciado desplazamiento alimentaran sus esperanzas. Era preferible resignarse a la noticia, antes que engrosar el frustrado número de personas que, atavia­das con vistosos atuendos, desfilaban cariacontecidas por las páginas de los periódicos.

Unos y otros, a no dudarlo, renegaban con furia del entroniza­do personaje del día. Pero yo –aunque esta vez ajeno al contratiempo– maticé en mi interior, y como un tácito desagravio a los decaídos fiesteros, la escena similar que años atrás me había correspondido vivir. ¡Que ellos me lo agradezcan, cuando el San Pedro esté más distante! Repasando mi epistolario, hallé copia de la carta que le había dirigido a un amigo, a propósito del viaje realizado entre Cartagena y Montería, cuando ansioso de reco­rrer los caminos de la patria me dio por estrenar el año nuevo en una ciudad que anhelaba conocer. No resisto la tentación de reproducir mi experiencia. Dice así:

Querido amigo: Mi viaje por Montería no fue menos pintoresco que tus aventuras y hazañas por Caracolicito, conforme vas a verlo. A última hora decidí el viaje a Montería, ya que no fue posible confirmar el regreso de San Andrés. Compré con suficiente anticipación el tiquete por la Empresa Brasilia y también me presenté con bastante adelanto a la oficina, queriendo ocupar un presto cómodo que hiciera menos pesado el viaje de ocho horas que iba a emprender.

Pero aquello parecía una verdadera guerra campal y a duras penas pude abrirme paso por entre la efervescente cantidad de pasajeros, con mi maleta a cuestas y con tan mala suerte que dos buses que iban a salir simultáneamente hacia Montería estaban copa­dos.

Quise entonces hacer valer mis derechos y con increíble arro­jo me encaramé en al bus y exhibí públicamente el tiquete; pero los presentes me dieron el pésame con una benévola son­risa que me indignó más aún. Con todo, el bueno del chofer me acomodó como pudo, aunque con la mala suerte para mí de haberme tocado encima de las rodillas de un caballero, que para colmo de males resultó barrigón.

Me dispuse a bajarme del bus, pero mientras el señor barrigón me tiraba de la camisa para no permitírmelo, el chofer cruzaba sus largas extremidades por la puerta de salida, por lo cual la hazaña era imposible. Menos mal que tu­ve alientos para lanzar el último berrido, lo que sirvió para que el señor conductor se condoliera de mi suerte y desalojara a una señorita que, muy oronda y sin tiquete, se había adueñado de mi puesto.

Como mi genio no estaba para consideraciones ni cortesías, acepté el asiento y le cedí el mío a la pasajera, aunque ella no quiso sentarse sobre las rodillas del optimista caballero barrigón y prefirió buscar acomodo en mi maleta. Ya con una o dos horas de camino, al fin ensayé mirar a la dama y, al chocar nuestras miradas, le mostré una sonrisa forza­da como de naranja agria, pero tuve que frenarla en seco al ver que ella me correspondía sacándome la lengua. Renuncié a cederle mi asiento, como ya lo habla pensado «caballe­rosamente» después de la primera reacción.

Al fin llegamos a Sincelejo y entonces oímos un «sálvese quien pueda», que no era otra cosa sino la fulminante invitación a trasbordar a otro bus. Nuestro chofer, muy tranquilo, se había conformado con decirnos: «hasta aquí no más vengo». Intentar ocupar el otro bus era una verdadera hazaña, pues aparte de venir lleno desde Cartagena, se había dado a la tarea de recoger a cuanto caminante se le atravesaba.

Pero había que proseguir el camino. Y así, dentro del revoltijo más espantoso, chorreando 30 grados de temperatura y percibiendo mil olores diferentes, prose­guimos la marcha. Mi pobre contextura, aporreada y maltrecha, a duras penas se defendía de los titanes que llevaba al lado.

Cuando quise respirar mejor, haciendo un esfuerzo sobrehumano lo­gré al fin, después de dos horas más de camino, sacar la cabeza por entre aquel abigarrado tumulto. Pero, todo confundido y avergonzado, volví a esconderme como el avestruz, cuando por segunda vez me encontré con la mirada de mi involunta­ria rival, que esta vez marchaba muy bien acomodada en el puesto delantero.

La señorita, sin embargo, fue galante y en vez de sa­carme de nuevo la lengua, como me lo merecía, me lanzó una mirada piadosa. Su venganza, así, resultaba irónica. El desquite, mezclado de amabilidad, duele más. No lo resistí y me bajé del bus.

Contraté con un hacendado de la reglón un auto­móvil expreso y me di el lujo de pasar también por hacendado, pues la cuenta me salió por doscientos pesos, mermando considerablemen­te mi presupuesto de viaje. Pero al fin llegué a mi destino, no sin antes darle gracias a Dios por haber terminado ese calva­rio.

El regreso lo hice por avión y allá, desde muy alto, contem­plaba, entre satisfecho y engreído, la polvorienta carretera por la que se arrastraban puntos diminutos, con su cargazón de «raci­mos humanos». Pensé inconscientemente en mi compañera de viaje y, para asimilar la lección y corresponder a su mirada piadosa, preferí no imaginármela de regreso en semejante suplicio.

El viaje, mi querido amigo, a pesar de los percances que te describo, resultó divertido. Conocí muchos sitios: Sincelejo, Lorica, Carmen de Bolívar, Sampués, Chinú, Montería… Es una región maravillosa y ojalá tengas oportunidad de conocerla. Pero para que la asimiles bien y sientas  el sabor de la tierra, debes viajar en bus.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 1-VIII-1971.

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Corrida de toros

jueves, 7 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace varios años asistí, por primera vez, a una corrida de toros. Era una tarde espléndida, llena de colorido y emoción. La plaza delirante se estremecía de bote en bote. Y yo, que siempre había rehusado el espectáculo por no sé qué oculta repulsión, aquella tarde me sentí contagiado, casi que arrebatado, del éxtasis colectivo. ¡Poder de las multitudes!

Aunque yo diría –y que esto quede muy claro, porque a las cosas hay que darles su exacta dimensión–, que el espectáculo no podía ser sino fascinante, maravilloso, si a mi lado se hallaba la dama con quien meses más tarde subiría las gradas del altar, como aquel domingo había ascendido, entre curioso, enamorado y valiente, los pel­daños del circo. En esto sucede lo de las películas: que no importa que sean malas, si la compañía es buena.

No he vuelto desde entonces a una plaza de toros. Y conste, para evitar equívocos, que mi mujer comparte igual actitud. La fiesta no me apasiona precisamente por “brava”. Tampoco me agradan las riñas de gallos. Ambos espectáculos me hacen recordar el circo romano. Y es que en la fiesta brava, con todo su esplendor y su colorido, con sus barras delirantes y sus mujeres bonitas, existe –y perdónenme los fanáticos– un fondo de tris­teza y de violencia.

Pero seamos sinceros. Si se le quitara su final trágico, inhumano, absurdo, del sacrificio del po­bre bruto, resultaría sensacional. No es justo que el noble animal, que ha divertido, que ha emocionado, que ha enardecido las multitudes, termine siendo el rey de burlas. Se dirá acaso que sin ese desenlace, la fiesta no sería fiesta. En honor de los aficionados, respeto la opinión; pero no la comparto, por no ser aficionado. ¡Vuelvo a pedir perdones!

Han pasado varios años desde aquel lejano domingo. De entonces a hoy el mundo ha evolucionado, y la técni­ca nos sorprende y nos asusta. Recuerdo con cuánta di­ficultad, con cuánto esfuerzo vital y económico pude hacerme aquel día a los dos gloriosos boletos que final­mente me permitieron lucir la novia, engalanada con precioso vestido azul marino, ante no pocos envidiosos y nada menos que en sitio de privilegio y en asiento nu­merado; esto último, por si las moscas.

Hoy, en plena era espacial, ocho años después, nos reunimos mi mujer y yo, ya rodeados de nuestros tres pequeños retoños, ante el cuadrante del televisor, a pre­senciar la «corrida del siglo». Se transmitía dizque vía satélite, desde España, la capital de la tauromaquia. ¡El progreso de las comunicaciones! Ya no era menester, co­mo ocho años antes, enfrentarse al fanatismo de las gentes, ni perder el zapato, la paciencia, y hasta la propia novia, en medio de la multitud abigarrada y frenética. Ahora, con sólo oprimir un botón, podía presenciarse la fiesta en medio del sosiego del hogar.

La tentación del programa pudo más que la renuncia a los toros. Tratán­dose de semejante acontecimiento, pecaríamos de ignorantes y desactualizados si al día siguiente, y du­rante no sé cuánto tiempo, no lográbamos mantener un diálogo afortunado con nuestras amistades. No se re­quería en esta ocasión, por otra parte, ningún esfuerzo vital ni económico, así que la pantalla se fue iluminando prodigiosamente, mientras el comienzo de la fiesta apa­recía soberbio y fascinante.

Salió el primer toro. Era un ejemplar de raza, bravío, enorme, desafiante. Su sola presencia sacudió el entusias­mo general. ¡Qué señorío, qué arrogancia! Sus ancas lus­trosas parecían dar más brillo a la pantalla. Criado y amaestrado para la lidia, no podía esperarse de él sino bravura. «Su Majestad», El Viti, le hizo los primeros pa­ses; y el público se estremeció; y cada nuevo lance pro­vocaba más y más delirio. Al animal le hervía la sangre. Al torero lo tentaba la fama. Acaso éste, en su fuero hu­mano, se condoliera de la muerte de su rival, pero su vida también estaba en juego. A él también le hervía la sangre; y sabía que para triunfar tenía que matar.

Yo ignoraba que los toros tuvieran nombre. Este se llamaba «Doctor». Se enfrentaban, pues, dos personajes con títulos de nobleza. Pero «Su Majestad» era más que «Doctor». Al escuchar el nombre del toro, mi mujer y yo nos miramos. También a nuestro pequeño hijo lo lla­mábamos familiar y cariñosamente «Doctor». O mejor: «Doctorcito», en honor a sus tempranos cuatro meses y como inocente homenaje a la vivacidad e inteligencia con que Dios nos lo trajo al mundo. Nuestro «Doctorcito» también estaba presente en la faena, reclinado en su co­che y entretenido con el movimiento de la pantalla, pero ajeno a la fatalidad de su tocayo.

La fiesta brava, bravísima, continuaba trenzada con arrojo y denuedo. La lucha era a muerte. Implacable. Mas era desigual. Las banderillas provocaban más bríos, mayor pujanza en el animal.Pero lo herían, lo martiri­zaban. «Su Majestad» desembozó la espada. Esta brilló en el aire. El público quedó en suspenso, contuvo la res­piración. La estocada fue certera. Se hundió en la cerviz hasta la empuñadura.

El público, fuera de sí, ex­plotó frenéticamente. La monumental plaza se estremeció en el colmo del delirio. «Su Majestad», sudoroso pero triunfante, recorrió el ruedo ante la vibrante emoción de millones de espectadores del mundo entero. El animal tambaleó, enturbió el ojo y fue doblándose dolorosamente sobre su esbelta anatomía.

«Doctor» había perdido, pero había hecho una buena faena. Acaso, así, su sacrificio se ennoblecía. Involunta­riamente recordé el reportaje de ese mismo día, de Ga­briel García Márquez, a propósito de su doctorado honoris causa que le habían otorgado en los Estados Unidos. Sus amigos, los choferes de Barranquilla, le grita­ban días antes al verlo pasar por las calles: «Adiós, doctor  Gabito». Y éste comentaba: «¿Ves cómo maman gallo? Son como yo: no creen en los doctores».

Asocié ideas. Tenía delante de mí a tres doctores: García Márquez, que se reía de sí mismo; el toro, doblegado por el infortunio; y mi «Doctorcito», una esperanza al mundo, que recostado en su coche se entretenía inocentemente con el movimiento de la pantalla, mientras a su tocayo le llegaba la hora del arrastre.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 27-VI-1971.
Revista Ventanilla, Banco Popular, junio 1974.

* * *

Comentario del director del Magazín al publicar este artículo: “Una pieza de humor por Gustavo Páez Escobar, de Armenia, de quien supimos era banquero de prestigio en el Quindío por el informe pasado de Euclides Jaramillo Arango. También sabemos que es un ameno escritor por el presente escrito”.

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Un homenaje a la amistad

jueves, 7 de abril de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con todo acierto ha sido bautizada Armenia La Ciudad Milagro. Porque, siendo tan joven, ha crecido con extraordinario vigor y, lo que ayer era apenas comarca, hoy es pujante cen­tro que ha alcanzado su mayoría de edad.

El progreso de Armenia se confunde con el pro­greso del Quindío, el más pequeño de los departamentos y, sin embargo, una de las regiones más fecundas para la economía del país. Este de­partamento, que sólo tiene 1.811 kilómetros cua­drados, parece enfrentarse a extensos te­rritorios nacionales para recordarles que, aunque pequeño, es el Departamento Piloto de Colombia.

Región privilegiada por la naturaleza, ubicada en el corazón de la República y circundada por innumerables ríos y riachuelos, lo mismo que uni­da al país por todos los medios de comunicación, es el Quindío un pedazo de tierra que ha apren­dido de sus mayores a forjar fortuna para el en­grandecimiento de la patria.

De generación a generación se ha transmitido, como el mejor legado, la invitación a trabajar, a crear riqueza. Con ese espíritu altruista y llevan­do en la sangre el ancestro de la arriería, este pueblo que creció rodeado de leyendas no ha ol­vidado su pasado glorioso, pero tampoco se ha detenido a vivir del recuerdo y continúa entre­gando el esfuerzo creador en manos que no quie­ren, ni pueden, dilapidar la herencia.

El hacha clavada en el tronco legendario es el mejor emblema de la ciudad de Ar­menia. Porque allí reposa el símbolo del trabajo y no solo le rinde homenaje a una época, sino que se levanta como motivo de inspiración para el futuro. Con insuperable acierto, el hacha y el leño se erigieron en monumento a los fundadores de Armenia y, por extensión, como homenaje al pueblo trabajador.

Llega Armenia a sus 80 años de vida rodeada del aprecio y la simpatía del país. Ciudad noble y hospitalaria por tradición, ha crecido con puer­tas abiertas para recibir al forastero, y lo alberga sin egoísmos. La amistad en Armenia es algo na­tural, algo que se respira todos los días. La mano amiga y el gesto afectuoso son características irrenunciables que no han logrado disminuir ni el vertiginoso crecimiento de la ciudad ni su con­tagio con una época nueva. Pero si esos dones, que son tan propios como sus riquezas materiales y culturales, se borraran con el devenir de los días, no valdría la pena el progreso material.

Estas líneas son un modesto homenaje a Ar­menia en su fecha aniversaria y llevan implícito el cordial saludo a sus gentes de un forastero agradecido.

Revista Ventanilla, Banco Popular, N° 8, septiembre de 1969.

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