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El fuego: amigo y enemigo

jueves, 14 de abril de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

El edificio de Avianca, erguido como impo­nente grito de la revolución arquitectónica, fue de­vorado en horas por la voracidad de las llamas. Des­de cualquier ángulo de la ciudad, y aun a distancia de ella, en días transparentes como en noches ce­rradas, sobresalía la presencia de este monstruo, cla­vado allí por el hombre como tributo a la vanidad. El afán de herir el espacio con rascacielos, mientras las ciudades extienden sus cordones de hambre y en los tugurios languidecen de inercia míseras cova­chas, es en el fondo una indolente muestra de arro­gancia, por más que en otra forma, y con valederas razones, se entienda como una necesidad de progre­so.

El hombre es ambicioso por ancestro y por conveniencia y no se resigna a per­manecer estático en un mundo que se disputa la supremacía de la atmósfera y el dominio de los ma­res. Y mientras más ciencia acumula, engendra mayor vanidad.

Un gigante maltrecho

La torre de Avianca, sin duda el mayor signo de nuestro avance urbanístico, sigue siéndolo a pesar de que su armazón, ensombrecida ahora por el hu­mo, se ha tornado mustia y ya no resplandece como novia engalanada. El siniestro ha convulsionado sus entrañas, pero pronto resurgirá de su lecho de convaleciente. Se me ocurre ver ahora un gigante maltrecho que será más colosal cuando sanen las heridas. ¿Habrá algo tan majestuoso, tan soberbio y al mismo tiempo tan temible, como un volcán dor­mido?

Bogotá: urbe en evolución

Los registros turísticos, que andan a la caza de señales ostentosas para impresionar la curiosi­dad, han captado en mil perfiles distintos este rin­cón bogotano donde se entrelaza, en formidable con­traste, lo moderno con lo antiguo. El sitio, que pa­rece resistirse al paso de las nuevas concepciones, se ha convertido en referencia indiscutible de la urbe en evolución.

El empuje de la época no ha lo­grado, con todo, borrar el Bogotá antiguo, ni siquie­ra con moles como esta de cuarenta y dos pisos que, por mucho que se empinen, no podrán oscurecer el arte colonial que por allí abunda como la buena si­miente. Por más que se transforme la ciudad, el progreso no será tan arrollador como para derribar la vieja iglesia de San Francisco, ni tan ingenioso que consiga destorcer el hilo de la Avenida Jiménez de Quesada.

Si veloces edificios sur­gen detrás de toda casona en ruinas, quedan aún piedras centenarias, excedidas de peso e historia, contra las que choca el ímpetu demoledor.

Horrible espectáculo este de ver consumirse en llamas, como lo vio todo el pueblo colombiano, al rojo vivo, nuestro edificio insignia. Allí no solo ar­día una estructura, ni se evaporaba un emporio, ni se destrozaban esfuerzos y vanidades. Ardía también el alma de la patria. Avianca, que le ha puesto alas a Colombia y que transporta nuestra bandera por todos los horizontes de la tierra, nos ha enseñado a ser grandes.

Por eso levantó en el corazón del país este monumento, orgullo de nuestra nación subdesarrollada que puede también ostentar lujos de rico. Es la emulación, en fin de cuentas, un resorte que empuja al progreso. Grandes ramas financieras del Gobierno y oficinas no menos importantes del sec­tor privado montaron sus engranajes en el edificio, convirtiéndolo en respetable bolsa de negocios. Un Wall Street colombiano, obviamente menos abru­mador que el neoyorquino, y tan caracterizado como aquel en nuestro mundo de las finanzas, nació ba­jo su influjo.

El fuego, enemigo implacable

De pronto llegaron las llamas y todo lo arra­saron. La ciudad se sintió impotente para contener su furor y presenció aterrorizada cómo estas len­guas del infierno se iban encaramando de piso en piso, de pared a pared, sin respetar nada, hasta co­ronar la altura y dejar un escombro humeante. Fi­nísimos enchapes, suntuosos tapices y cortinajes, toneladas de papeles de negocios y todo un boato de fantásticos contornos avivaron las llamas y le dieron categoría al desastre. Si la vanidad es humo, el ejemplo es patético.

Irónico y doloroso este cuadro donde el fuego, el mayor aliado del hombre y su más antiguo ser­vidor, se convierte en enemigo implacable. Durante siglos la humanidad no conoció este elemento. La vida era así acaso menos complicada, pero al paso del tiempo quiso el hombre explorar los recursos de la naturaleza y terminó encontrando la chispa que produciría mas tarde grandes adelantos, y tam­bién inmensas conflagraciones.

Es el fuego, sin du­da, el mayor descubrimiento de la humanidad. Su importancia en el uso doméstico y en la vida indus­trial no se mide en su justo valor, quizá por su propia elementalidad en un mundo que ya se acos­tumbró a jugar con bombas atómicas.

Pero sería im­posible concebir el progreso del mundo –si progre­so puede llamarse– sin esta substancia de poderes misteriosos; tan misteriosos, que se vuelven en oca­siones contra su propio descubridor, y lo devoran, y lo aniquilan. Siendo su mayor aliado, le ayuda a armar monstruos de cuarenta y dos pisos; aunque también le cobra la vanidad con que pretende cons­truir nuevas Torres de Babel. Y le recuerda que, de no haberlo descubierto, la humanidad viviría mejor. No habría explosiones, ni guerras atómicas, ni seres mutilados. Tampoco toneladas de dinero perdidas en pocas horas.

El hombre, sin embargo, sabe que la ciencia es un honor que cuesta y continuará avanzando con su más poderoso aliado, para bien o para mal.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 12-VIII-1973.

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