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El estilo

miércoles, 27 de abril de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Es el estilo un distintivo, una marca de fábrica. Se dice que el estilo es el hombre. Por su manera de ser se distingue una persona de otra. Por la for­ma de escribir se diferencia un escritor de otro. Los maestros de la literatura insisten, en variados to­nos, en que el escritor debe poseer ciertas condicio­nes básicas. Se habla también de poderes, de incli­naciones innatas. El estilo se puede superar; no pasa lo mismo con el ingenio, que es algo intrínseco. Se hace énfasis en la pureza y la propiedad, en la espontaneidad, en la fluidez. Ortega y Gasset pe­día: temperatura, densidad y música.

Estas cualidades, de tan complejo calado, son reglas de oro. El catálogo parece simple. Lo arduo, lo inalcanzable a veces, consiste en mezclar esos misteriosos ingredientes para imprimirle vida a una página. El mundo está lleno de eruditos, de acadé­micos, de maestros de la gramática, y hasta de sa­bios, pero no de genios. Un Dalí, o un Chaplin, o un Borges, o un Churchill, o un De Greiff, para rese­ñar algunas de las genialidades de épocas recientes, solo se revelan de tarde en tarde.

Abundan los pontífices que predican teorías y que sin embargo no saben crear. Escribir bien no es saber mucha gramática. Casals na­ció con la música en el cerebro y ya desde niño, ajeno aún a solfeos y partituras, era un virtuoso. En la literatura deben observarse cier­tos cánones y no atropellar la lengua, pero no escla­vizarse a gramatiquerías ociosas ni a reglas ortodo­xas. Los preceptos son cambiantes, nunca rígidos ni estáticos.

El arte de escribir, dice Silvio Villegas, no está en un vocabulario muy rico, sino en darles una cadencia o un sentido nuevo a las palabras comunes. La cadencia de que habla el maestro no es otra cosa que la musicalidad, la fluidez, la elegancia, dones que solo son posibles en el gusto fino; o refi­nado, mejor, para que el término indique con mayor propiedad la lucha constante que debe imponerse el escritor. Silvio Villegas, que nos ha legado pági­nas sublimes en la magia de la expresión, asombra con la sencillez, con la sonoridad, cuando al propio tiempo nos deslumbra con el esplendor y la profundidad de su pensamiento.

El lenguaje ampuloso es basura. Es fácil dis­tinguir lo superfluo, lo afectado, de lo sobrio y lo exquisito. Incapaces muchos de crear una imagen o expresar un pensamiento, acuden al término sofis­ticado, torturante para el buen gusto, para ocultar su impotencia. Abusan del circunloquio, de la va­guedad, porque son inhábiles para la concisión y la elocuencia. Construyen frases perfectas frente a la gramática y martillan puntuaciones refor­zadas que hieren la fluidez. Así, el contenido es hueco, sin consistencia y sin altura.

El buen escri­tor, el artista, con un brochazo pintará un pai­saje y con pocas palabras inquietará la mente. Sin palabras altisonantes, sin términos misteriosos —de esos que hacen consultar el diccionario a cada momento—, deleitarán sus argumentos y harán pensar. Vivir es saber pensar.

El lenguaje sobrio, ajustado, bien medido, es un condimento pa­ra el buen paladar. El pintor, lo mismo que el poeta, lo mismo que el músico, lo mismo que el escultor o el escritor, llevan en el subconsciente esa vena, esa rara inspiración que no en todos aflora con igual propiedad. Por eso, lo que en unos es mediocre, o apenas común, en otros se sublimiza y se manifies­ta en brotes de genialidad.

Los puristas, esclavos del perfeccionismo —y ya se sabe que el perfeccionismo, como todo ex­tremo, es vicioso—, pierden sus prédicas atacando giros o palabras que, por no haber recibido las aguas bautismales de los académicos, los consideran un atropello. Son, con todo, de uso común y expresan, mejor que las sacrosantas, el verdadero sentido, la verdadera traducción vernácula.

Trate usted de en­contrar en el diccionario de la Real Academia un sinnúmero de palabras en boga, empleadas en el lenguaje popular y también culto, y no solo estarán ausentes sino que de pronto recibirá un regaño por tratarse de un galicismo, de un barbarismo, de una asonada contra el idioma. Esa palabra, hoy bárbara, medio sacrílega, en pocos años entrará con todos los honores a los registros académi­cos, con una larga lista de acepciones que ni siquie­ra habíamos sospechado.

La Academia, en fin de cuentas, no hace otra cosa que investigar para en últimas protocolizar lo que la costumbre se ha encargado de imponer. Por eso, nuestro real diccionario vive desactualiza­do. Alguien le replicó a un académico: «usted sabe gramática, yo sé escribir».

El estilo es el hombre. Lo mismo en la vida pri­vada que en la intelectual. En un mismo periódico, en una colección de libros, se encuentran el estilo pendenciero con el sencillo; el complicado con el llano; el altruista con el ególatra; la modestia y el narcisismo; la humildad y la soberbia; lo florido y lo estéril. Se unen, en fin, la cima y la sima. Es inevitable, porque tal es la miscelánea de la huma­nidad.

Lo que se escriba, o se ejecute, o se cree, será siempre el espejo del alma. Y el alma es sensitiva, como puede ser burda. Imposible remediarlo.

La Patria, Manizales, 2-XII-1973.
El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 27-I-1974.

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