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Archivo para jueves, 12 de mayo de 2011

Alberto Ángel Montoya: el caballero romántico

jueves, 12 de mayo de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

«Se principia a dejar de ser niño cuando se comienza a jugar a ser hombre», medita Alberto Ángel Montoya, el vibrátil poeta de la juventud ardiente que «amaba el juego, la mujer y el vino» y que retrocede, en un paréntesis del octubre de 1933, a la añoranza de la adolescencia sanguínea y sensual en que limó los primeros versos que le hervían en la sangre y que estaban desbrozando la herida de poeta que ya nunca habría de cerrarse. Comenzó, en aquella prístina aurora de su mocedad, el juego de la vida.

El hombre, que no es sino el eco de sus prime­ros movimientos y cuya arcilla se hace roca desde bien temprano, regresa muchas veces a los pasos que le dieron impulso, que le imprimieron consistencia, a rebuscar en sus propias raíces la ex­plicación de su transitar por la tierra.

Se nace y se muere en perenne actitud de regreso, de introspec­ción, con la mirada titilante y el ánimo indeciso. Con peregrina necedad se supone que fueron mejo­res los tiempos pasados, y cuando se le prenden velas al futuro no es sino la manera de alimentar el optimismo vacilante que se hace cada vez más caduco conforme se desgajan las hojas del atardecer.

Eso pienso mientras me adentro en la exquisita, en la fragorosa personalidad de Alberto Ángel Montoya. Y es la noche silenciosa, radiante de luna y de sosiego espiritual, noche de recónditas medita­ciones y serenos soliloquios. Veo al poeta reclina­do en su silla de mimbre, como regresando entre la niebla de sus melancolías, con los ojos perdidos en la inmensidad de su alma, absorto su espíritu en el crepúsculo que sus pupilas no ven porque se derri­tieron en la llamarada de encendidos placeres

El poeta, que hizo brotar con su parábola enardecida lujuriosos desenfrenos, que fue el perfecto dandy de la época, desdeñoso y virilmente arrogante, que convirtió a la mujer en la razón de su vida, que fun­día en el verso el desenfado de una noche de vino y de torrenciales devaneos, que fue mundano, peca­dor y penitente, y siempre poeta, rabiosamente poe­ta, declina como la amapola que, habiendo poseído raro encanto, solo se dobla para fertilizar la tie­rra con el polen que maduró en su lozanía.

Alberto Ángel Montoya, en su retiro de El Cor­so, rodeado de frondosa vegetación que le em­briaga los sentidos con fragancias de mujer, repasa, con los ojos marchitos y el talante meditabun­do, su época de adolescente, cuando comenzó a jugar a ser hombre. Difícil postura esta para él que fue todo movimiento, de no estar inspirado por el hálito de su mundo interior, manantial de inagotable poesía. Y allí, hundido en el sereno paraíso del cre­púsculo, brotan páginas inmortales, maduras a fuer­za de soledades, iluminadas por su taciturna bohemia.

Así lo veo, en esta radiante noche de luna plena, y se me ocurre que el mundo cabe en su alma, si el mundo se eclipsó en sus ojos, después de haberlo abarcado todo. Apagada la vista, suenan en su inte­rior las marchas triunfales de épocas ardorosas y por su mente cruzan, acaso como fantasmas, velo­ces imágenes de mujeres, y es cuando cincela esos cuerpos alargados en el recuerdo erótico, colocán­doles el alma estética de la mujer.

Dandy de perfumados salones, fue por excelencia el artista galan­te de la mujer. Esclavo de la voluptuosidad de los sentidos, conoció el placer en sus frenéticas dimen­siones y se entregó a degustar la voracidad del sexo. Tal el hombre, el hombre instintivo que, des­pués de haberlo probado todo, recoge sus arreos y edifica sobre la dura experiencia de sus recuerdos un mundo diferente, su mundo espiritual. La mu­jer, que ha sido la razón de su existencia, surge más diáfana. Sin esa fuerza interna, llena de luces y de arrebatos estéticos, no habría tolerado el ocaso y, como tanto poeta del infortunio, se habría sepul­tado en las penumbras suicidas.

Alberto Ángel Montoya es el caballero del ade­mán romántico y el verso encantado. Si probó los deleites del sexo fue para idealizar más a la mujer. Su grandeza, su sensibilidad lírica, producto son de su alma enamorada. Amó la vida, amó la belleza, a través de la mujer.

Y en súbito golpe de su remanso sentimen­tal se detiene, como Pablo el pecador, en el camino de El Corso, y se encuentra con Jesucristo, en cu­yos brazos abiertos está la luz que ya la vida ha dejado de prodigarle. «Así eran los caballeros de antaño», son palabras suyas.

La Patria, Revista Dominical, Manizales, 28-IV-1974.

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El Cementerio indígena de Córdoba

jueves, 12 de mayo de 2011 Comments off

Por Gustavo Páez Escobar

Es Córdoba un simpático municipio del Quindío con nombre de prócer y alma montañera, dis­tante media hora de Armenia y al que se llega por una carreterita serpenteante y siempre en ascenso, que algún día será pavimentada, ganando catego­ría y elegancia, aunque perdiendo el encanto de verse invadida por la exuberante vegetación tropi­cal que riega al paso del vehículo el aroma del ám­bito campesino.

A lado y lado de la vía se entrela­zan dos frutos de la tierra, símbolos de prosperidad y poderío: el café y el plátano, el uno coquetón y con mejillas sonrosadas tocadas de sol y brisa, y el otro, el de las largas alas protectoras, abanicando y prodigando sombra al grano que se sacrifica, ape­nas en su despertar, para enriquecer las arcas de la patria.

Algún día, digo, quedará asfaltada la carretera, pues no otro puede ser el destino de esta comarca quindiana enganchada al progreso. Prefiero, con todo, el pedregoso camino que avanza con lentitud por entre agrestes parajes, esquivo al tráfago del vértigo, el mismo que me llevó en una saludable evasión hasta Córdoba, movido por la curiosidad de conocer el cementerio indígena que acababa de ser descubierto.

Sería un inmenso tesoro arqueoló­gico cubierto por muchas capas de tierra y gran­des murallas de piedra, de donde emergerían, como en uno de los pasajes de las mil y una noches, vi­siones fantásticas del grandioso ayer que en esta región de guaquerías, de leyendas y de misterios sigue en gran parte sepultado, casi intacto, entre cafetales y platanares, como una riqueza inextingui­ble, por más que la piqueta y la codicia perforen aquí y allá, y a todo instante, y sobre todo bajo el sigilo de largas, de sudorosas horas noctámbulas, las entrañas de la tierra.

El sitio, como era de suponer, debía estar res­guardado por la fuerza pública en previsión de atropellos y piraterías, y muchas gentes llegadas de diversas latitudes del país y del exterior desfilarían en agitada romería. Algo debió entender el vehículo de la impaciencia que a mi amigo y a mí nos embar­gaba, pues apuró la marcha al tocar la primera calle del pueblo y solo se detuvo, medio desconcertado, en lo más alto de la plaza, lugar que se hallaba sosegado, vacío de ventorrillos y de aglomeraciones, y solo habitado por los pocos contertulios que se ven en Córdoba en un día que no sea de mercado, de visitas del Comité de Cafete­ros o de manifestación política.

La maestra del pueblo, que todo lo sabe, nos indicó el camino por donde llegaríamos al punto del hallazgo. Por entre gredas y malezas se deslizó el automotor, no apto para terrenos escabrosos, y luego de avanzar y retroceder muchas veces, de penetrar por trochas equivocadas, de aporrear ca­fetales, de rugir entre los charcos y, finalmente, de destrozar los resortes y quemar medio motor, hllamos el campo de promisión. Estaba desierto, silencioso. ¿Y las multitudes? O estábamos mal informados, o se habían levantado con el tesoro. ¡Triste soledad la del cementerio indí­gena! Pensé, entonces, con Bécquer: «!Qué solos se quedan los muertos!»

Dos muchachos, escondidos tras un matorral, se decidieron al fin a confirmarnos que ese era el cementerio indígena. Pero no hallamos nada. Ni una calavera, ni un hueso, ni una alcarraza, menos ninguna estatua en oro, y ni si­quiera el más simple olor que denunciara la presen­cia de cualquier extraviado cacique. Mi amigo, con un costal al hombro, y yo con una pala miedosa, intentamos en vano, movidos por súbito entu­siasmo científico, encontrarnos con los espectros.

Pero todo fue inútil. Con sonrisa socarrona nos confesaron los dos campesinitos que el buldocero, que explanaba el terreno para una cancha deporti­va, y el policía, a quien habían mandado para que lo cuidara, habían saqueado las tumbas.

Por allí vimos unos boquetes y un manantial de agua límpida. Bajo nuestras plantas el piso se sintió flojo, quebradizo, con denuncia de caverna, y algo se movió en el intestino del monte. Pensé que los dioses tenían sed y preferí escapar con mi amigo.

Cuando oigo hablar del cementerio indígena de Córdoba, me acuerdo del buldocero y el policía. Y también de los dos muchachos escondidos en el monte, que terminaron esfumándose como por obra de encanto. Quizás el episodio pertenece a la fantasía, al misterio con que se escondieron los quimbayas en los predios quindianos.

La guaquería, complicada profesión, está rodeada de secretos, de leyendas y mentiras. Me he puesto a veces a pensar, y que Dios me perdone, que mi amigo regresó cualquier noche de luna llena con la pala y el costal, pues lo noto ahora más erudito en arqueología. Aunque también sospecho que él supone lo mismo respecto a mí, y que Dios lo perdone por mal pensado.

La Patria, Manizales, 15-IV-1974.

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