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El milagro de Galán

jueves, 10 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Para nadie es secreto que el doctor Luis Carlos Galán, varias veces derrotado en sus campañas políticas, pero siempre victorioso en sus tesis ideológicas, cami­naba directo, en el último debate electoral, hacia la conquista del poder. Un inmenso número de colombianos situados en diversas corrientes de opinión miraba con simpatía el crecimiento de la imagen galanista. Por fin la voluntad de sus copartidarios iba a permitirle acce­der al primer puesto de la nación.

Galán era, ante todo, un luchador. De las derrotas salía fortalecido para librar nuevos combates. Había aprendido del doctor Lleras Restrepo, por quien siempre tuvo especial admiración –lo mismo que de Winston Churchill, otro forjador de la grandeza histórica–, que la victoria es consecuencia de muchas derrotas. No se des­moralizaba por la incomprensión y los obstáculos que recibía de su propio partido, para seguir adelante con sus tesis sociales y sus empeños de conquistar mayor número de adherentes, hasta coronar, como iba a suceder, la presidencia de la República.

Nunca toleró la corrupción administrativa ni el re­lajamiento de la moral pública. Buscaba la depuración de su colectividad, para lo cual arremetía con denuedo contra el clientelismo y las concupiscencias del mando. Era moralista por excelencia, y por eso sus campa­bas herían muchos intereses. Caminaba contra la corrien­te. A las mafias del narcotráfico, sus mayores enemigas, las fustigó con decisión e implacable entereza.

La fuerza de  Galán estaba en el peso de sus convic­ciones. Colombia veía en él al dirigente de multitudes, cada vez más arrollador, y confiaba en que fuera la solución para este pueblo a la deriva que carece de líderes realmente trascendentes.

Ya en la recta final de su última batalla, que esta vez resaltaba el triunfo indiscutible, tuvo un gran acierto: nombrar al doctor César Gaviria como su jefe de debate electoral. Lo había escogido por encontrar en él fundamentales coincidencias políticas y de esti­lo para impulsar la fórmula ideal que garantizara la vigencia de sus programas. Gaviria, hábil parlamenta­rio y dotado de atrayente personalidad, demostraba profundas convicciones democráticas y clara vocación de reformador.

Y por los caprichos insondables del destino, el jo­ven caudillo de Pereira pasó, a la muerte de Galán, a sustituirlo en la jefatura política. Recibió las bande­ras y las sacó victoriosas de la contienda pública. Nadie se había imaginado, ni él mismo, que pudiera conver­tirse con tanta rapidez, cuando aún le faltaba mucho terreno por recorrer, en el presidente de los colom­bianos. Hoy es el heredero de esa inmensa fortuna que no puede dilapidar, y además el depositario del mila­gro de Galán.

El doctor Luis Carlos Galán ha ganado, ya muerto, el mayor triunfo de su vida. Su espíritu sigue vivo. Su pensamiento es ahora más diáfano.

No es fácil el compromiso que asume el nuevo presi­dente de los colombianos, aunque tampoco improbable el éxito de su misión. Todo depende de la inteligencia con que sepa ejercer el reto histórico. Es cuestión de talante, expresión favorita del doctor Gómez Hurta­do, otro dirigente que piensa en grande.

Se trata de poner en práctica las tesis galanistas, que per­seguían la reestructuración del Estado y la purificación de las costumbres políticas. Ha llegado el momento de meditar, por encima de todo, en la suerte de la patria. El pueblo que lo eligió pide cambios radicales, tanto en la adopción de estrategias audaces como en la acertada selección, prescindiendo de imposiciones y perso­nalismos, de las personas encargadas de ejecutarlas.

Las discriminaciones sociales, las injusticias y los atropellos son los mayores causantes del malestar público. En muchos sectores parece que se viviera toda­vía en épocas de esclavitud.

Dice Gaviria que tomará sus decisiones con autono­mía y ofrece renovar la atmósfera de vicios que hoy asfixia al país. Ese sería el primer paso para que las ideas de Galán, que lo llevaron al poder, comenzaran a desarrollarse. Si hay continuismo vendrá la frustración. El país no resiste más. Colombia tiene fe en que el mi­lagro completo se produzca en la administración que se inicia en medio de tantas expectativas y de signos tan alentadores.

El Espectador, Bogotá, 1-VIII-1990.

 

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