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Marañas aduaneras

viernes, 11 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Iván Ulchur Collazos, catedrático y escritor colom­biano, nacido en Timbío (Cauca), vive hace algún tiempo en Ecuador. Y allí la Universidad San Francisco, de Quito, le publicó su primer libro, Imágenes de la vio­lencia, valioso ensayo sobre la obra de teatro Los papeles del infierno, de Enrique Buenaventura.

Con el propósito de divulgar el ensayo dentro del Festival de Teatro Iberoamericano realizado en Bogotá a comienzos del año, en marzo remitió el autor varios ejemplares desde el país vecino para que los reclamara su hermano Luis Hernán, abogado de profesión. Y aquí comenzó Cristo a padecer. Han transcurrido seis meses sin que el destinatario haya conseguido retirar la mer­cancía (aparatoso nombre asignado a la sencilla remesa de libros) de las bodegas de la aduana.

Cuando en los laberintos de las aduanas algo se con­vierte en mercancía, o sea, en materia negociable, todo se complica. Y como allí el hombre también se vuelve mercancía, o sea, dispensador de dinero, aumenta la voracidad. No importa si, como en el presente caso, la pretendida mercancía carece de todo ánimo de lucro y sólo tiene eminente sentido cultural.

Luis Hernán Ulchur, agotado hoy por los trámites desesperantes de la aduana, traslada su caso a esta co­lumna con la esperanza de que Salpicón les cuente a los lectores cuánto hay que sufrir para hacer cultura en Colombia.

El aforador de turno, tal vez acostumbrado a ver deshonestidades por todas partes, manifestó de entrada que no podía entregar la mercancía por tratarse de un contrabando. Ante lo cual el doctor Ulchur explicó que la caja, transportada por Avianca con la correspondien­te guía de embarque, sólo contenía libros. Libros de un colombiano que habla sobre la obra de otro colombiano.

El cuento, por más evidente que era, fue rechazado de plano por el aforador, que continuó firme y victorioso con la versión del contrabando. Es en estos momentos cuando comienza a operar el consabido dinero de las mordidas, pero como el reclamante no tenía qué ocultar ni temer, pasó al despacho siguiente, que tampoco le resolvió nada. Y de allí se trasladó a otra oficina, tan sorda e inefi­caz como las anteriores.

En estas vueltas y revueltas, que los colombianos co­nocemos de sobra, el ciudadano se va reduciendo como la piel de zapa y termina destrozado por las normas (en Co­lombia hay normas para todo) o por la desidia oficial. Los burócratas miran al usuario con gesto olímpico y lo confunden en tal forma que el pobre se vuelve impotente para adelantar la diligencia más simple.

El doctor Ulchur terminó, después de varios días de lucha y sinsabores, en la Administración de la Aduana Interior. Por todas partes dejaba el vaho inequívoco del contrabandista profesional. Los libros, mientras tanto, provocaban el apetito de las ratas. A los prepotentes empleados públicos no les interesa, desde luego, que Enrique Buenaventura o Iván Ulchur se devanen los sesos escribiendo testimonios sociales cuando ellos –los burócratas– sólo tienen tiempo para entrabar más aún las obso­letas reglamentaciones y mortificar al público.

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El mártir de mi historia solicitó en la Aduana Inte­rior, con fecha 4 de junio, el reaforo de la mercancía, y para esto tuvo que registrarse ante la Cámara de Co­mercio, obtener matrícula mercantil, tramitar el carné de importador, solicitar la legalización de la mercancía –o sea, del presunto contrabando–, cambiar de régimen arancelario, pagar impuestos y… maldecir de su país.

El libro, como es natural, no pudo circular en el fes­tival de teatro. La aduana lo censuró. Parece que hoy lo leen, a dentellada limpia, las ratas que por allí pulu­lan. Sin embargo, a Salpicón le llegó un ejemplar de contrabando.

El abogado que es Ulchur no logró su propia defen­sa. Tampoco la conseguirá Salpicón, según parece. Los funcionarios de la Aduana invocarán –así lo presiento– la vigencia de códigos mandados a recoger. Pero la ley es ley… «Tengo que confesar –dice Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano–  que creo poco en las leyes. Si son demasiado duras, se las transgrede con razón. Si son demasiado complicadas, el ingenio humano encuentra fá­cilmente el modo de deslizarse entre las mallas de esa red tan frágil».

¿Qué habrá de pasar con esta remesa de cultura hoy a punto de pudrirse en una bodega? ¡Que hable la Aduana!

El Espectador, Bogotá, 3-X-1990.

 

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