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Archivo para lunes, 21 de noviembre de 2011

La noche de Zamira

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Palabras en el acto de

presentación de la novela)

Cuando hace 27 años publicaba en Armenia mi primer libro, la novela Destinos cruzados, no alcancé a sospechar hasta qué punto pesaría ese hecho en mi vida futura. Por aquellos días desempeñaba la actividad de banquero, una brillante posición social, aunque incompatible con el oficio de escribir. El extraño encuentro de las letras de cambio con las letras del espíritu producía en mí un conflicto de intereses. Es el mismo choque de trenes que en otro sentido se menciona hoy en la vida nacional.

Hace ocho años el escritor se bajó del tren de las finanzas para recorrer a pie el camino solitario de las letras. Liberado de las seducciones y las esclavitudes del dinero, encontraba en el sosiego de la biblioteca la libertad y el ambiente que no podía tener en la atmósfera febril de la banca. Había previsto ese refugio para los años maduros, por instinto de conservación. Por eso no resultó difícil cambiar la fábrica de dinero –de dinero ajeno– por la fabricación de los propios libros. Mal negocio, si el asunto se mira sólo bajo el aspecto monetario. Por fortuna, esta noche estamos reunidos alrededor de afanes superiores a los del vil metal.

En la banca aprendí a conocer la humanidad. Pocos escenarios tan propicios para explorar el alma y entender los conflictos de la sociedad. Al escritor doblado de banquero esta circunstancia le permitía obtener, en su trato cotidiano con la gente, valiosas experiencias sobre la condición humana.

Mi nueva novela, La noche de Zamira, pretende captar un cuadro dramático del suceso social y económico que se conoció en el país como la bonanza cafetera. Al amparo de la ficción, pero sobre la base de hechos ciertos – función primordial del novelista como testigo del tiempo y escritor de la historia–, estas páginas ofrecen un perfil de los campos pródigos del café convulsionados por la riqueza repentina. Riqueza que le trajo prosperidad al gremio productor y fortaleció las arcas nacionales, pero al mismo tiempo creó intensos dramas en las zonas cafeteras y en la vida de los hogares.

Hace veinte años le nació al novelista la idea de escribir esta historia. Y hace siete años logró realizar su sueño. Pero el editor no aparecía. Una editorial de prestigio se interesó en la obra, calentó la ilusión del autor durante largos meses, y a la postre fracasó la publicación.

Vino después el vía crucis tan conocido por los escritores en general, de puertas que se entreabren y luego se vuelven herméticas; de entidades culturales cuyas rotativas sólo alcanzan para el sanedrín de los privilegiados; o de amigos que se tornan sordos o evasivos cuando se les pide ayuda para un proyecto editorial. Este es el trato común que se da a la literatura en Colombia, patria grande de escritores inéditos. Los mecenas, que florecieron en otros tiempos, son hoy una especie en extinción.

Contra este estado de cosas se rebelaron mis tres hijos, Liliana, Fabiola y Gustavo Enrique. A ellos les dolía, como si fuera en carne propia, que el esfuerzo heroico que hace del escritor una victima de la indolencia colectiva, se frustrara en la desesperanza. Y se convirtieron en mis propios editores. Mayor solidaridad y estímulo no se puede esperar. Ellos, en realidad, son los campeones de esta noche.

Mi libro fue elaborado con amor. Si el escritor no escribe con amor, está perdido. Sin embargo, no busco dejar mensajes sino entretener. Tal es el fin de la narrativa, lo cual significa que la novela no es un documento ni una proclama. Alguien le preguntó a Nabokov si en sus novelas había mensajes, y él respondió: «Señor, no soy telegrafista».

Muy honrado me siento porque la obra, forjada en una región tan cara a mis afectos –el Quindío–, reciba las aguas bautismales en la Academia Hispanoamericana de Letras y Ciencias, presidida por un quindiano ilustre, Horacio Gómez Aristizábal, gran promotor de la cultura y noble amigo de todas las horas.

No menos enaltecedora la presencia del novelista Fernando Soto Aparicio, figura insigne de las letras boyacenses, cuyo nombre trasciende las fronteras patrias. No puedo olvidar, con honda gratitud, que fue él quien llevó a la televisión mi primera novela. Siempre me han acompañado su guía y ancha solidaridad. Aquí están representadas mis dos tierras amadas: Boyacá, mi cuna nativa; y el Quindío, que me acogió como hijo adoptivo.

¡Cuán arduo y desprotegido el camino de las letras! Pero la alegría de esta noche, rodeado el escritor del cariño insuperable de la esposa y los hijos –el mejor regalo de la vida– y de la gratísima compañía de todos ustedes, borra las asperezas y los sinsabores. El oficio de escribir es un estado del alma. Una vocación irrenunciable. Ya lo dijo Robert Frost: «Escribir es muy difícil, pero no escribir es mucho más difícil».

Bogotá, 23-VII-1998

Revista Manizales, N° 688, septiembre de 1998

(Además, la obra fue presentada en el Centro de Estudios Colombianos (Bogotá, 27-VIII-1998), Universidad del Quindío (Armenia, 7-IX-1998) e Instituto Caldense de Cultura (Manizales, 10-IX-1998).

 

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Tierra de leones

lunes, 21 de noviembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Novela escrita en 1983 por Eduardo García Aguilar, oriundo de Manizales y residente hace varios años en Méjico. La obra fue reeditada a fines de 1997 por el Instituto Caldense de Cultura, cuyo di­rector, Carlos Arboleda, expresa lo siguiente en las palabras del prólogo:

«Para Eduardo García Aguilar Manizales es una ciudad que existe de­bido al desvarío de sus fundadores. Se le antoja alucinada en el vértigo de la montaña y le parece significativo que se haya erigido un panóptico al pie de su cerro tutelar, el Morro de San Cancio, al cual se asomaron los primeros colonos como intuyendo que en ella iba a levan­tarse un cerro mayor, como monumen­to al oscurantismo y a la ‘caverna’, la Catedral de Manizales».

En estas palabras de Arboleda queda definida la intención del novelista y localizado el escenario de la obra. Obra que en lenguaje vehemente e irónico describe la identidad de Manizales, desde su creación en las la­deras del volcán –lugar inhóspito y agresivo que no puede corresponder a un razonable planeamiento– hasta los días de su mayor esplendor social y cultural, donde surge la figura legenda­ria de Leonardo Quijano, intelec­tual fracasado y espíritu burlesco que parece deambular aún por las ca­lles congeladas de su esclarecida urbe.

Leonardo Quijano, de noble cuna, tuvo también su época de resplandor como personaje local en época de fulgentes bohemias y ensalzados abolengos. Hijo auténtico de la ciudad, representa a la clase prestante que en la atmósfera de la política y de los clubes lleva el privile­gio de los altos designios que parece no han de terminar nunca. Pero no: au­sente de la ciudad por varios años, cuan­do regresa a ella, decaído por las fatigas de la vida, y logra que el gobernador Rebolledo lo nombre secretario de Be­llas Artes, descubre que ni Manizales ni él son los mismos.

Todo está cambiado. O acaso todo en el pasado era diferente de como él lo había visto con otros ojos, y ahora des­cubre que la transformación negativa que lo trastorna, define la verdad de su tierra. Al no ser el Quijano de otros días, recorre pesaroso las calles y se tropieza con ruinas y desencantos, has­ta determinar que se encuentra ante el hun­dimiento inevitable. De él y de su solar nativo.

Y empieza, con la memo­ria retrospectiva, el juicio se­vero de su entorno. Ya los fundadores no son los gran­des prototipos de la historia; la clase dirigente ha careci­do de propósitos de civilización; la re­ligiosidad ha creado almas pacatas y voluntades inanes; la monumentalidad (plasma­da en la soberbia catedral y en otras obras suntuarias y de relumbrón) es un  espejismo; la cultura, de que tanto se jactaron en el pasa­do los grecolatinos, es un embeleco; Manizales, en fin, opaca y desfigurada, os­cila en el precipicio.

Quijano, intelectual de­cadente y frustrado, se mueve en la novela como es­píritu delirante que no quisie­ra admitir la realidad impla­cable. Regresa de sus viejas glorias y se estremece ante la urbe ignorada. Entre trago, sexo y desvaríos, sus lares se desfiguran y terminan con­vertidos en un símbolo. Tam­bién él es símbolo del pa­sado irrecuperable. Siente que la ciudad lo olvidó, y vuela como fantas­ma que debe regresar a la os­curidad.

Novela dura y crítica, de realidad y demencia, perturbadora e irreverente, y al mismo tiempo de un verismo inocultable para cualquier sociedad. Es la divagación metafísica de un hijo notable de Manizales que quie­re su ciudad e invita a reflexio­nar sobre su pasado, presente y futuro.

Este libro de García Aguilar recuerda otra obra memorable: Manizales bajo el volcán (1991), de Hernando Salazar Patiño. Ambos autores, oriundos de Manizales y críticos de su en­torno, coinciden en que el paisaje de la ilustre ciudad se ha oscurecido. Y es preciso despejarlo.

La Crónica del Quindío, Armenia, 1-VI-1998

 

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