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Archivo para jueves, 15 de diciembre de 2011

Manual de Redacción

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Al Ma­nual de Re­dacción im­plantado por El Tiempo, aparte del sentido prácti­co y pedagó­gico que po­see, hay que abonarle la sencillez y claridad con que fue elaborado para que sirva de herramienta de trabajo a los redac­tores, y de cartilla de estudio al pú­blico en general. No solo se define el estilo del periódico en diversos usos del idioma y se precisan normas de obligatorio cumplimiento, sino que se sientan pautas sobre la ética profesional del periodista fren­te a la comunidad.

Deseo formularle a la obra algu­nas observaciones, como aporte para la controversia constructiva. El señor Fernando Ávila analizaba hace poco el caso de los «micos» que se cuelan en el Diccionario de la Real Academia Española. Caso concreto: cross, con doble ese (cuando esta letra repetida se eliminó del español hace dos siglos). El Manual registra las palabras ciclocross, motocross y similares, grafía que debe corregir­se en futuras ediciones: cros, bicicrós, ciclocrós, motocrós (las tres últimas con tilde en la o final).

El vocablo directiva significa, según el Diccionario Mayor, «mesa o junta de gobierno de una corpora­ción, sociedad, etc». En las empre­sas, por lo tanto, no hay sino una di­rectiva. En El Tiempo he contado 25, cuando se dice, por ejemplo: «Con autorización expresa de las di­rectivas del periódico», «lo pasará con su visto bueno a las directivas de la Redacción». En cambio, no he hallado  a los directivos, que son las personas encargadas de administrar la entidad.

Se cita el término latino júnior –ya ingresado a nuestro idioma–, pero se omite marcarle tilde en la u, por tratarse de palabra llana no ter­minada en n o s. Es importante anotar que su plural es júniors (y como segunda opción júniores: Dic­cionario de Dudas, de Manuel Seco). Se dice que thesaurus no debe usar­se jamás, sino tesauro. Habría que exceptuar el caso de la revista Thesaurus, del Instituto Caro y Cuer­vo. Respecto a whisky, se dice que es la palabra que debe emplearse, y no güisqui, también aceptada por la Academia. Sería conveniente indicar el plural, que se presenta para equí­vocos: whiskys (los mismo que el plural de brandy es bradys).

Entre los principios que estable­ce El Tiempo para sus periodistas está la prohibición de aceptar rega­los o dádivas de una fuente informa­tiva. Excelente norma Y a quienes se dedican a la crítica literaria se les indica que los libros que reciban de­ben ser entregados a la Biblioteca Eduardo Santos. Esto suena exage­rado y parece contradecir el consejo que se da más adelante cuando se dice que el periodista «debe leer todo lo que pueda conseguir y todo lo que caiga en sus manos».

Creo que un libro regalado no soborna a nadie, ni por más dedica­toria excedida que lleve (que sue­le producir efecto negativo). El libro es insuperable como elemento culturizador. Véase, en concordancia con este concepto, cómo remata el acápite anterior del Manual: «Un pe­riodista ignorante jamás tendrá éxito en su profesión».

Prensa Nueva Cultural, Ibagué, septiembre de 1996

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Raza de periodistas

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De los 109 años cumplidos por El Espectador, este columnista lleva 25 de venir vinculado a la ilustre casa de los Cano. Y muchos más, que ya se pierden en la fragilidad de la memo­ria, de ser lector asiduo de sus pági­nas. Si para el diario es un triunfo su itinerario de combates por la demo­cracia colombiana, ¿cómo no rememo­rar el escritor su cuarto de siglo en el sufrido y glorioso ejercicio del perio­dismo?

No se trata de vanagloria per­sonal, por más que ya se cuentan por centenares las cuartillas elaboradas en la lucha de las ideas, sino de seña­lar el hecho de que, como colaborador fiel y acucioso del diario, también al columnista le asisten razones para compartir, como si fueran suyos, los triunfos de su casa de letras.

Al tomar hoy las páginas de El Es­pectador y encontrar una edición remozada, donde la maestría de la diagramación juega con la calidad de los escritos, y la frescura de las tintas con el aire renovador que se respira en todos los espacios, es como sentir­se uno mismo joven y rebosante de vida.

Sin embargo, hasta hace poco no faltaban los profetas de desastres que predecían el derrumbe del periódico. Se hablaba de la inminente quiebra y las alianzas extrañas. No aconteció ni lo uno ni lo otro. Y El Espectador, otra vez, como ha sido su estilo a lo largo del tiempo, surgió airoso, no ya de las cenizas que le causaron las bombas incendiarias, que apagó al día siguiente, sino de su raza de titanes.

Hace 25 años veía la luz en el Magazín Dominical la primera colabo­ración con que el ignoto escritor de provincia, entonces gerente de banco en la ciudad de Armenia, iniciaba larga travesía. Tiempo después, tras seguros escarceos en el suplemento literario, uno de mis artículos pasaba a la página editorial.

No conocía a nadie del periódico. Había llegado solo, con la única carta de presentación de las cartillas tra­bajadas con empeño y convicción. Los eternos envidiosos de la literatura me atribuían padrinos y palancas que no poseía, y que yo, para guardar el enigma, nunca revelé. Quizá esta experiencia sirva de lección para los noveles periodistas que bus­can el acceso presuroso a los medios de comunicación.

Años más tarde, cuando ya el dia­rio le había dispensado mucha tinta al escritor en cierne, vine a conocer en persona a Guillermo Cano y José Salgar, maestros de periodistas, que­ con generosidad y reto me tenían abiertas las puertas de su casa.

Y aquí he permanecido hasta el día de hoy. Gracias a ellos, en primera instancia, he podido rea­lizar la clara vocación de perio­dista.

En 1986 asesinaron a Guiller­mo Cano por atacar la corrup­ción del narcotráfico que por aquellos días irrumpía en el país, y que tantos desastres causaría en los años sucesivos. Murió en defensa de sus principios como el periodista más valiente que haya tenido Colombia. No tuvo la satisfacción de celebrar en 1987 los 100 años del periódico, pero abonó con su sangre el terreno de la dignidad y de las causas que otros preten­den vulnerar. Esta es su gloria.

La nave no quedó a la deriva. Al mando saltaron dos jóvenes ti­moneles de la reserva, Juan Gui­llermo y Fernando, preparados por su maestro para desafiar las tempestades.

Hoy son los nuevos capitanes que dirigen este invicto barco de papel, retocado de tintas y vigoroso de entusiasmo, hacia las aguas procelosas del siglo XXI.

La Crónica del Quindío, Armenia, 19-V-1996

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Hernán Palacio Jaramillo

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Pocos sabíamos en el Quindío, hace 20 años, que Hernán Palacio Ja­ramillo tenía inquietudes intelectuales. Esta faceta la mantenía oculta. La gente se había acostumbrado a verlo bajo otros aspectos: médico, líder cívico y cafetero, alcalde de Armenia en dos ocasiones, gobernador del Quindío. Fue uno de los promotores de la creación del departamento y ejerció la presidencia del Comité de Cafeteros por espacio de 20 años.

Descubrí su vena culta cuando ocupaba la presidencia de esta última entidad. Un día fue a mi oficina y me preguntó por los libros que el Banco Popular le había editado a Alberto Ángel Montoya. Mientras el empleado encargado de su venta me los traía, Hernán recitaba, con emoción, varios de aquellos poemas famosos. Este suceso me permitió ver un hombre distinto al que veía el común de la gente.

Tiempo después me comentó que el Comité de Cafeteros tenía interés en  rescatar la novela inédita de Eduardo Arias Suárez, Bajo la luna negra, y me pidió que dirigiera la edición, como en efecto lo hice. La entidad cafetera, bajo la orientación de Palacio Jaramillo, había apoyado a través del tiempo la obra de otros escritores de la región. Varias veces hablamos de diversos ­proyectos, como el de la edición de las novelas indigenistas de Jaime Buitrago Cardona, plan que se habría realizado si el amigo no se hubiera retirado del Comité.

Era un diletante secreto de la poesía. No la producía, pero la paladeaba. Uno de sus autores favoritos era León de Greiff. Alguna vez, en su casa campestre de la represa del Prado, se entusiasmó cuando tres contertulios ocasionales debatían en la mesa vecina, al calor de unos vasos de whisky, los po­deres musicales de la poesía greiffiana. Les pidió permiso de pasar a su mesa, y con ellos formó un foro prolongado, de amplia erudición, sobre la obra del poeta.

Después de mi venida del Quindío supe que se había de­dicado a escribir. Esto no podía tomarme de sorpresa: era uno de los testigos, casi secretos, de esa afición que apenas dejaba entrever en ocasiones especia­les. Radicado yo en Bogotá, con frecuencia leía los sesudos ar­tículos que Hernán publicaba en El Informador Socio-Econó­mico del Quindío, la revista de Ernesto Acero Cadena, lo mis­mo que en La Crónica y La Pa­tria, lo que confirmaba más aún sus dotes de escritor.

Creo que al sentirse enfermo se refugió en la literatura, de tiempo completo, como fórmula ideal para alimentar el espíritu. Y produjo los tres libros que enriquecen las letras quindianas: Quindío, territorio invadi­do, El tesoro de los quimbayas y La fabulosa vida de don Se­bastián de Belalcázar.

Supe, desde aquella tarde le­jana en que Hernán Palacio Jaramillo recorría mi despacho bancario recitando los poemas de Alberto Ángel Montoya, que el hombre público era también hombre de versos. Promotor y hacedor de cultura. Este testimonio –digno homenaje a su memoria– me brota al saber la infausta noticia de su muerte.

El Espectador, Bogotá, 19-III-1996

El eterno femenino

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Conseguí cambiarle el sexo a una gran periodista: Patricia Lara, dueña de Cambio 16. Ella debe estar jubilosa con mi cirugía. Una cirugía que también van a agradecerme los honorables académicos de la lengua. Que sean los documentos los que hablen.

(Agosto de 1994). Señor director de Cambio 16: Al abrir uno la revista recibe la impresión de que hay dos hombres en las presidencias de la empresa: Juan Tomás de Salas en el Grupo 16, y Patricia Lara Salive en la edi­ción para Colombia. En ambos casos aparece allí el título de presidente, sin distinguir el bello sexo que adorna a doña Patricia. La tendencia del idioma es que los oficios o profesiones de la mujer tengan la debida precisión: médica, abogada, presi­denta, gerenta, jueza, jefa, ministra, poetisa…

Consciente de esta evolución de la lengua que rompe el acartonado machismo de otras épocas, cuando el médico, por ejemplo, era hombre o mujer, doña Patricia Lara suscribe su correspondencia como presidenta, según aparece en la car­ta que dirige a usted en la edi­ción número 61. Demuestra así que ella no está dispuesta a re­nunciar a su sexo en la planta editorial de la revista.

(Febrero de 1996). Periodis­ta Patricia Lara Salive: En agos­to de 1994 escribí una protesta porque a usted le habían cambia­do de sexo. Pero no me hicieron caso: en las sucesivas ediciones siguió siendo usted hombre. Y yo me decía, para mis adentros, que hasta razón tendrían (en este momento de trasmutación de los sexos).

Hoy no se sabe quién es más hombre, si el hombre o la mujer. En esta hora aguda de machismo, ambos se pelean la varonil posición. De lo cual se despren­de que el mundo se está quedan­do sin aroma, sin delicadeza femenina. Por eso vamos como vamos.

Me llega el número 137 y veo que usted ha sido restituida en su legítima condición: presidenta. Tuvieron que correr 17 meses para que sucediera el milagro: una bella conquista, o re­conquista, para la mujer y para el idioma.

Prensa Nueva Cultural, Ibagué, febrero de 1996.

Pelea de compadres

jueves, 15 de diciembre de 2011 Comments off

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

La reyerta recalcitrante entre el presidente Samper y su exministro de Defensa, Fer­nando Botero, pone de mani­fiesto la clásica pelea de com­padres. Es la peor de todas las peleas. Más peligrosa que la de novios, ya que estos suelen cubrirse mutuamente la espalda y proteger sus secretos, por más que cada cual se vaya por otro camino. (La espalda: una pa­labra que puso en boga el pre­sidente, con estas connotacio­nes de la hora: escapismo, si­mulación, mentira).

Cuando los compadres se enemistan, todo se rompe. Se acaban las lealtades. Los se­cretos (iba a decir de alcoba, y casi lo son) se pregonan a gritos. Lo primero que se destroza es el sentido de la caballerosidad. Se sacan los cueros al sol. Nada se deja oculto. La luna de miel, que parecía eterna, se vuelve luna de hiel.

Entre el candidato presidencial y su ministro de táctica electoral, y luego de guerra, todo era armonía. To­do era amor. Esos amores po­líticos despertaban celos. A Fernando Botero se le miraba como el niño consentido del régimen. El cerebro gris del Gobierno. El enfant terrible. Mantuvieron ellos tanta cer­canía e intimidad, y maneja­ron tantos secretos peligrosos (luego vendría a saberse que su formación y temperamen­tos no eran afines), que el ma­trimonio parecía irrompible. Asunto de ficción, tan común en la política.

Cuando el proceso 8.000 co­menzó a destapar la peor olla de podredumbre que ha vivido el país, el ministro estrella, a quien la inmoralidad lo tocaba de refilón, se rompió las ves­tiduras y se entregó a la cárcel. Por su jefe, para salvarlo. El acto era heroico. Ya se sabía que el Presidente estaba compro­metido con los dineros sucios del narcotráfico, pero su hom­bre de confianza, manejador de cifras y estrategia, aseguraba que la campaña había sido lim­pia.

Hasta que al sentirse solo y abandonado, cantó. Dijo todo lo que sabía, y algo más. La cárcel, que suele reblandecer las inten­ciones más obstinadas y los sentimientos más equivocados, lo hizo reaccionar. Por eso can­tó: para liberarse del peso de la conciencia. Para atacar la men­tira. La mentira que él mismo había consentido cuando ma­nifestó, en sacrificio que pocos le creyeron,  que el Presidente era inocente y él iba a probar su inocencia (la de ambos, se en­tiende).

Y el Presidente contraatacó. Le dijo que era un mentiroso. Botero le respondió que el men­tiroso era él. Ambos no han he­cho otra cosa que tratarse de mentirosos. El país sabe que ambos lo son, y nada nuevo se ha descubierto, ya que esa es la enseña de los políticos en los últimos tiempos. ¡Qué horror!

Donde hay mayor sinceridad, aunque ésta sea rabiosa, es en la pelea de compadres. En ella todo se destapa. La verdad sale a brillar, porque la mentira no deja vivir. No permite un minuto de paz: ni en el Ministerio de Defensa ni en la Picota; ni en la espalda ni en la Presidencia de la República.

La única verdad absoluta e incallable es la conciencia. Para monseñor Rubiano la verdad es como un elefante im­posible de ignorar cuando entra a la casa. El deprimente espec­táculo de la farsa nacional nos sitúa en lo que somos: el país de cafres calificado por Echandía, el estadista que sabía de patria y grandeza. Ambos conceptos andan hoy de capa caída.

La pelea de compadres, en la que están involucrados los Me­dinas, los Giraldos, las Ma­rías… (y no pararemos de con­tar) se convirtió en el mejor filo de la justicia. Nos puso, eso sí, a dudar sobre dónde está la ver­dad. Ya no se le puede creer a nadie. Esto es tan cierto, que si el Presidente dijera que va a renunciar, no se lo creeríamos.

El Espectador, Bogotá, 12-III-1996.