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Archivo para sábado, 28 de enero de 2012

Ecos de la Feria

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Dentro de la pasada Feria del Libro de Bogotá, Guiomar Cuesta recibió de Ediciones Cóté-femmes de París el VI “Premio Internacional de Poesía Latinoamericana y del Caribe Gabriela Mistral» a que se hizo acreedora por su obra en ascenso. Fui a presenciar la entrega del galardón, con la mala suerte de que la sala programada se destinó a última hora a la firma de libros de Coelho, el escritor brasileño de moda.

Mientras éste atendía a los simpatizantes que buscaban su autógrafo, la colombiana había sido desplazada a un recinto inadecuado de la Cámara de Comercio. Esos son los atropellos causados por la propaganda exagerada que se ha montado alrededor de Coelho, cuya novela El alquimista, que le abrió las puertas de la fama, ha permitido que otros libros suyos de poca calidad se hayan vuelto éxitos de librería. ¡Artificios de la publicidad!

En la ceremonia académica de Guiomar Cuesta fue presentada su última obra, Jaramaga, en la que  recoge una nueva variante de su poesía, que se adentra en los mitos primigenios de la naturaleza y de la raza indígena para exaltar los valores de la vida y el amor.

En otro rincón silencioso de la Feria, en la grata compañía de Otto Morales Benítez y de sus dos nietas (las hijas de Olimpo), Vicente Pérez Silva hizo la presentación del libro de Carlos Bastidas Padilla, de enorme utilidad para estudiantes y los amigos del idioma: Cómo puntuar en castellano. Obra erudita y amena, acorde con las últimas normas de la Real Academia Española.

Vicente Pérez Silva, acucioso investigador de literatura e historia, personaje indefectible en toda feria del libro, puso en circulación el folleto Ventura y desventura de un educador. Se trata de la denuncia sobre el hurto literario que hizo Evangelista Quintana, considerado el autor de la famosa Alegría de leer, al maestro de escuela Manuel Agustín Ordóñez, oriundo de Nariño. Pérez Silva presenta documentos contundentes para demostrar este insólito delito cometido hace setenta años, en aquel país que se suponía de rectas  costumbres.

Llegados al pabellón del Instituto Caro y Cuervo, Morales Benítez se solazó con la salida de dos nuevos títulos de la obra que le publica la entidad: Señales de Indoamérica y Creación y crítica literaria en Colombia.

Los índices de uno de estos textos abarcan 200 páginas, el mismo espacio que necesito para la biografía que acabo de terminar, luego de un año de escritura y varios más de investigación, sobre la poetisa Laura Victoria, residente en Méjico hace más de 60 años.

Para finalizar este recorrido alegre por la Feria, colmado de encantos, sorpresas y colorido, he de decir que mis personajes de este año, inmersos en el alma de los libros, fueron las nietas de Otto. El abuelo magnánimo les decía a cada rato: «Compren lo que quieran». Y ellas, vanidosas, como nietas de escritor ilustre y ejemplar, le hacían caso. Al final de la tarde, el par de niñas eufóricas salieron cargadas con su remesa de libros fantásticos, como una esperanza del futuro.

El Espectador, Bogotá, 23-V-2001

 

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El alcalde alcabalero

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Cuando el bolsillo de los colombianos no resiste un impuesto más, y el país entero pasa por una de las crisis económicas más perturbadoras que se hayan conocido en mucho tiempo, en Bogotá nos resulta un Alcalde alcabalero, alejado de la reali­dad social, que pretende implantar nuevas y des­medidas cargas tributarias que provocan, con justa razón, perplejidad y angustia.

Nadie entiende esta actitud obsesiva que, de­soyendo clamores y con el argumento de que las arcas están estrechas y el progreso de la ciudad no se puede detener, camina en contravía de la opinión pública, quereclama del burgo­maestre mesura y reflexión.

Una de las medidas más drásticas del paquete tributario es el alza exagerada del impuesto pre­dial, hasta topes que doblan las tarifas actuales.

Lo que debería suceder, en sana lógica, es dis­minuir, o por lo menos congelar, este gravamen ya de por sí gravoso, en momentos en que la finca raíz registra desde años atrás alarmante de­terioro que ha lesionado en forma grave la indus­tria de la construcción, con efectos desastrosos sobre el desempleo que vive el país.

Primero hay que contemplar la justicia de las normas y la capacidad económica de los ciudada­nos. Y vienen otras cargas, ya planteadas en el pasado, y derrotadas.

Una de ellas, la de los peajes en las entradas de la ciudad. Las carreteras de Colombia se llena­ron de peajes desesperantes por todas partes, hasta el punto de que se paga mucho más por este concepto que por combustible. Como el sistema es productivo, y por lo tanto tentador, se busca ahora incrementar los ingresos distritales me­diante fórmulas antipáticas para la ciudadanía, taponando las puertas de la capital.

De nuevo se acude al recurso atractivo del alumbrado público, idea que no tuvo éxito en la pasada administración. También se proyecta aumentar el impuesto de industria y comercio y crear un gravamen de plusvalía.

Hay la sensación de que, como el alcalde Peñalosa supo para qué son los fondos públicos –y gas­tó en obras elocuentes, hoy ponderadas por to­dos, los dineros que le dejó su antecesor, es decir, el mismo Mockus–, este busca llenar de nuevo las arcas para demostrar el rendimiento que en esta materia no tuvo en el pasado.

Entre tanto, como lo analiza el columnista Pe­dro Medellín Torres, han transcurrido tres me­ses sin que el ilustre catedrático, nuestro Alcalde alcabalero, comience a gobernar.

El Espectador, Bogotá, 24-IV-2001.

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Los rasguños de Osuna

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

El periódico El Tiempo se inventó un año sabático para explicar la salida de Héctor Osuna de la revista Semana. Para el descanso le asignó el oficio ideal: la pintura. Sin embargo, el caricaturista da otra versión de los hechos en carta enviada a la revista:

«El propietario y el novel director del semanario saben muy bien que no me voy porque tenga nuevos proyectos y que fueron muy otras las circunstancias en que se produjo mi desvinculación como colaborador de Semana, las cuales pasa­ron por el no va más de la columna ‘personalísima’ de Lorenzo Madrigal, lo que forzó mi retiro, y siguieron con nuevas condiciones, sorpresivas e inaceptables, que ni siquiera consideré».

Quienes conocemos a Héctor Osuna sabemos que es hombre de una sola pieza. De carácter altivo e inquebrantable. A lo largo de su labor periodística, que acaba de pasar la barrera de los 40 años, lo que más ha defendido ha sido la libertad de expresión.

Vale la pe­na aclarar que El Espectador nunca le coartó la libertad para censurar u opinar, por más que en muchas ocasiones no siguiera el pensamiento editorial del periódico. Sin el requisito de la independencia conceptual es imposible que Osuna, o Lorenzo Madrigal, permanezca en algún medio de comunicación.

Osuna ha sido siempre caricaturista político, cam­po en que ha esgrimido con bizarría y porte de gladiador romano armas contundentes para el cabal desempeño de su oficio: irreverencia, firmeza de las verdades, claridad de los conceptos, arremetida contra lo divino y lo intocable. La caricatura exige estar en línea de oposición para que conserve su real espíritu contra los desmanes del poder y los desvíos de la moral pública. No se puede ser buen caricaturista cuando se es complaciente o débil con los gobernantes.

«El golpe debe ir a la mandíbula», recomienda Don Wright, ganador del Premio Pulitzer. «Un caricaturista reverente no se llama caricaturista sino jefe de relaciones públicas», agrega Daniel Samper.

Con estas reglas, que jamás han desmayado en la confección de sus figuras de combate, Osuna hizo célebres la perrita Lara, en el gobierno de López Michelsen; los caballos de Usaquén, en el de Turbay; sor Palacio, en el de Belisario. Cuando esta monja culta y obesa (hija de Botero) fue retirada de los salones palaciegos, la sustituyó en el gobierno de Bar­co sister Alice of the Saints –religiosa gringa y santista–, y hasta ahí llegaron las monjas.

No hay que aguzar demasiado el cerebro para de­ducir que la salida de Osuna de la revista Semana obedeció a presiones políticas. La razón es clara: co­mo sus trazos y comentarios herían determinados intereses que el semanario no quería lastimar, y el autor no estaba dispuesto a modificar su tradicional conducta crítica, la publicación debía tomar medi­das. Por lo tanto,  al colaborador se le fijaron nuevas pautas, y como él no podía aceptarlas, se fue. Luego la revista publicó una galana nota de despedida, que para el “homenajeado” contenía una oculta píldora amarga, nota que éste interpreta co­mo «la descarnada separación de cuerpos a la que se llegó en la nueva etapa santista».

Ahora Osuna se ha quedado sin puesto, circuns­tancia que eleva a 21 por ciento el índice de desempleo del país. Queda fácil pensar que al maestro le han llegado varias propuestas atractivas, pero el meollo está en que pocas resultan coherentes frente a su concepción filosófica de la caricatura y la ética profesional. Aquí no se trata de dinero sino de principios, y éstos no tienen precio.

Por no compartir la compra de El Espectador por parte del Grupo Bavaria –pulpo empresarial, según el carica­turista, que sólo buscaba concentración de poder–, en noviembre de 1997 se retiró del diario luego de 38 años de solidaridad con los Cano. El Tiempo le pre­guntó entonces si quedaba alguna puerta abierta pa­ra su posible regreso, y él contestó: «Pues inmediata, no. El Espectador seguirá siendo mi casa en tanto vuelva a ser lo que fue. Si, en una hipótesis imposible, volviera a ser El Espectador, sería fácil mi regre­so».

En días pasados el doctor Carlos Lleras de la Fuente lo invitó a volver a casa. Está pendiente la respuesta de Osuna. Como los hechos demuestran que el «pulpo» financiero ha concedido libertad al doctor Lle­ras de la Fuente para el manejo editorial del diario (circunstancia sin la cual él no hubiera aceptado la Dirección), y por otra parte el combativo y caracterizado Director –a la manera de Lorenzo Madrigal– ha recuperado el es­pacio para la crítica vigorosa e independiente de otras épocas, cabría esperar el regreso del hijo pródigo.

El Espectador, Bogotá, 24-III-2001

 

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El Quindío en Bogotá

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Los bogotanos que pasan por la Autopista Norte con calle 86 tie­nen ocasión  de admirar un hermoso paraje sembrado de flo­res y árboles, que representa al departamento del Quindío. Allí están sus doce municipios ence­rrados en un exuberante jardín tropical, como es en realidad esta región de tierras espléndidas y paisajes embrujados.

El edén, trasplantado del Quindío al corazón de Bogotá, lo sembró hace muchos años un se­ñor que acaba de morir. No se conformó con sembrarlo, sino que lo cuidaba y embellecía, lo mimaba y le dedicaba sus mejores horas y sus mayores esfuerzos. No todos los transeúntes tenían por qué conocer el nombre de este buen se­ñor que quiso regalarle a Bogotá un pedazo de su propia tierra quindiana. Se llamaba John Vélez Uribe y lo hemos dejado en tierra bogotana, la que él más quiso luego de abandonar sus lares nati­vos.

Este ejemplo de civismo, de amor por Bogotá, no sólo fue aplaudido por el vecindario donde habitaba este jardinero insólito, si­no premiado por las autoridades con un justo reconocimiento. La labor de John Vélez al frente del jardín, fuera de desinteresada, le exigía gastos que sufragaba con su propio peculio. En eso consiste el civismo: en dar de sí más de lo que se puede recibir; en enseñarle a la gente a cuidar los espacios pú­blicos; en pregonar que la ciudad es de todos, y en el caso presente, en mantener una obra ecológica que fomenta el ornato de la capi­tal.

El amor de este quindiano por las plantas era ancestral. Lo lle­vaba en la sangre como un impe­rativo de la raza quindiana, tan pegada a la naturaleza y a las obras estéticas. El Quin­dío es un jardín. John Vélez vivió siempre entre viveros. De ellos se nutría su espíritu para componer canciones y escribir crónicas. (Un libro suyo, El humor de los míos, recoge la picaresca parroquial de su terruño con la chispa genial con que el autor condimentó la vida).

Como en esta Bogotá del ce­mento, la apatía y las estrecheces no podía tener su propio vivero, se lo inventó al frente de su residen­cia, en un espacio descuidado por las autoridades y digno de mejor suerte, el que, llenado de plan­tas y flores, le dio colorido al sec­tor. Y fijó allí el letrero que siem­pre ponía en sus jardines: «Si quieres ser feliz un día, embriága­te. Si quieres ser feliz un mes, cá­sate. Y si quieres ser feliz toda la vida, siembra un jardín».

Su vocación era servirle a la co­munidad, no importaba dónde vi­viera. A los pocos días de residir en un nuevo sitio, los vecinos sabían que había llegado un filán­tropo. Su espíritu servicial se ofrecía lo mismo hacia las perso­nas que hacia las entidades. A todos se prodigaba con generosi­dad y simpatía. Gozaba de la vida y nunca conoció la tristeza. Como fino humorista, siempre tenía el gracejo a flor de labio. Se reía de la vida porque aprendió a no tomar­se en serio y a restarle seriedad a la gente solemne. El chiste y la bufonada, de buena estirpe como él, le hacían ganar adeptos. El mundo de las flores le permitía ver la comedia humana con el co­lor de la alegría.

Tal vez su única tristeza fue abandonar su jardín bogotano y despedirse de los suyos, cuando le llegó la hora de la partida. Sonrió y murió en paz. Su obra, ejemplar para la ciudad y sus ha­bitantes, es un pequeño espacio en la calle 86, sembrado de vida y es­píritu quindiano, frente al cual los caminantes extrañarán a estos John Vélez que tanta falta les ha­cen a las ciudades.

El Espectador, Bogotá, 9-II-2001.

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Ejemplo paisa

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Dos días duró cerrado en Mede­llín el Parque Comercial El Tesoro luego del atentado dinamitero que buscaba aniquilarlo. Los efec­tos del carro bomba, cuando se presentaba enorme congestión de público, causaron la muerte a una persona e hirieron a más de cincuenta, aparte de destruir 180 vehículos y 30 locales comerciales, con daños calculados en $ 2.000 millones. Esta acción criminal sólo pueden concebirla mentes desequilibradas.

En medio de la chatarra y los escombros, el alcalde de Medellín, Luis Pérez Gutiérrez, le­vantaba su voz adolorida para in­vitar a la población a luchar con­tra los terroristas: «No nos podemos dejar asustar. Nos tene­mos que unir para rechazarlos». La respuesta fue inmediata: los 170 locales y los 2.800 empleados que conforman la fuerza material y humana del centro comercial le dijeron un no rotundo a la violen­cia y en dos días abrieron sus puertas.

Esta actitud valerosa demues­tra los deseos de la raza paisa de no dejarse dominar por el miedo y se­guir adelante. Medellín y Antioquia fueron lugares azotados por una de las peores épocas de terror de la historia colombiana, y toda­vía se recuerdan los días y noches tenebrosos, hace apenas diez años,  en que el sicariato se adueñó de las calles y de la tranquilidad pública bajo el imperio de las balas y las explosiones de la dinamita.

Fue aquélla una época de abso­luta intimidación ciudadana, donde la gente se recogía en sus vi­viendas al terminar la tarde y no se podía transitar de noche. Me­dellín, en horas nocturnas, pare­cía un fantasma, y lo digo porque lo viví. La masacre ciega de aquellos días se saciaba en cual­quier transeúnte, y con mayor preferencia en los policías, sobre quienes se había ofrecido un precio para eliminarlos.

Ahora, con el atentado de El Tesoro, los habitantes han vuelto a rememorar aquella épo­ca de perplejidad y pánico. Han vuelto a escuchar el estallido de la dinamita y están dispuestos a no permitir el regreso de la barbarie. La locura y sevicia de los delin­cuentes buscan desestabilizar el país con toda clase de tropelías. ¿No es acaso diabólico el acto de pretender destruir, sin saber por qué, uno de los mejores centros comerciales de la ciudad, del que depende la subsistencia de nu­merosas familias?

Un aviso colocado en los perió­dicos es la mayor muestra de va­lor ciudadano y de sentimiento patriótico que recoge el clamor de toda la urbe: «Las hojas sólo caen en otoño y nosotros estamos en la ciudad de la eterna primavera. Los antioqueños llevamos en el corazón la esperanza de alcanzar la paz y ése es un tesoro que nadie nos puede quitar».

Edificante ejemplo para toda Colombia. No es sólo Medellín la que está bajo la mira de los asesi­nos: es el país entero. Aquí se per­dió el sentido de la vida y se carece de protección para la actividad económica. El Estado es inoperante para garantizar la paz de los ciudadanos, y la ley para casti­gar el delito. La masacre cotidia­na que se ha enseñoreado de vi­das y bienes no permite un minuto de sosiego.

Ver los noticieros o leer los dia­rios es otra tortura. Todos se preguntan: ¿Hasta cuándo? La desesperanza es hoy el mayor sig­no perturbador del país. La gente no cree en las autoridades, por­que los hechos no lo permiten.

Pero se presentan mensajes estimulantes como éste de los an­tioqueños, que hacen renacer la esperanza. Seguir adelante, co­mo ellos, es no dejarse amedrentar, para encontrar algún día el tesoro de la paz.

El Espectador, Bogotá, 23-I-2001.

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