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Archivo para sábado, 28 de enero de 2012

Álvaro Orduz León

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con la muerte de Álvaro Orduz León, a los 89 años de edad, desapare­ce un abanderado de la publicidad en Colombia. En la década de los años treinta estableció en Bogotá una de las primeras agencias de este ramo, que cumpliría exitoso recorrido de 60 años, hasta enero de 1997, cuando en carta a El Espectador, periódico con el que tuvo estrecha relación, anunció al público su retiro para gozar de merecido descanso. Descanso que sólo se prolongó por po­co tiempo, con el agravante de haberse visto afectado durante los dos años finales por serias limitaciones físi­cas, aunque gozando de admirable lu­cidez mental.

Además de publicista, tuvo bri­llante desempeño en otras activida­des: fue escritor, poeta, pintor, crítico de arte, orador, y en todas ellas deja huella por su vasta erudición y su cla­ro talento. En el campo del arte es au­tor del vigoroso estudio crítico que lleva por título El arte asesinado, obra publicada dos décadas atrás, que produjo fuertes polémicas y elo­giosos comentarios.

Su pasión era el arte. Su casa es un museo privado de pintura, y su fami­lia queda depositaria de formidables óleos que él trabajaba con infinita delectación y riguroso profesionalismo. En el mismo campo del arte hay que señalar su refinado gusto por la poe­sía, no sólo como lector y catador de las mejores obras universales, sino como realizador discreto de su propia inspiración.

Finalizando 1999 nos regaló a sus amigos el hermoso poemario de su autoría Mis hojas de otoño, donde recoge el encanto y la filosofía de sus años do­rados. En 1992 obtuvo en Méjico un premio internacional por su soneto La cruz y la rosa, dedicado a don Quijote, obra que para gloria de Colombia quedó esculpida en la plazo­leta del Instituto de la Nutrición, en Ciudad de Méjico.

Poseía, además, el arte de la orato­ria. En los foros intelectuales su voz era privilegiada para transmitir emociones en el torrente de sus ideas. Antes de morir, presintiendo sin dud­a el desenlace final, a varios de sus amigos nos hizo destinatarios de un casete grabado con su propia voz que recoge varios de sus textos selectos; entre ellos, el dedicado a la casa donde nació Bolívar y sus últimos días en Santa Marta.

En abril de 2000 nos reunimos un grupo de amigos alrededor de Álvaro Orduz León, convocados por sus hijas, en gratísima tertulia que se convertiría en la despedida final. De ese grupo hacía parte Pedro Felipe Valencia, el hidalgo de Popayán, muerto cuatro meses después. La parca impredecible se lleva así de fá­cil a los amigos. Queda, empero, en el caso de Álvaro y de Pedro Felipe, la sa­tisfacción de saber que cumplieron su parábola vital con absoluta fidelidad a los mejores cánones sociales y hogareños.

En cercanías de la Semana Santa de 2000 recibí de Álvaro preciosa carta donde me envía su soneto Acto de fe, donde patentiza su fe cristiana cuando se sentía codeándose con la muerte:

Dadme, Señor, la fuerza de tu muerte

para sufrir paciente mi agonía;

aparta a los demonios de mi vía

que sólo junto a Ti me siento fuerte.

Como a Dimas, mi Dios, dadme la suerte

de morir en tu santa compañía,

pidiéndote perdón con valentía

y al pie de mi alma, hasta el final, tenerte.

Ser feliz es sentir que tu presencia

ocupe la totalidad de mi existen­cia.

Me sobra lo demás…: el mundo en­tero.

Con sus riquezas, ciencias y ale­gría

todo eso y más, sin duda, cambia­ría

por la fe elemental del carbonero.

El Espectador, Bogotá, 5-I-2001.
Revista Manizales, febrero/2001.

 

 

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La cultura del centavo

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De acuerdo con el proyecto de ley presentado por el ministro de Hacienda,  un automóvil que hoy vale veinte millones de pesos pasará a valer veinte mil pesos. Una casa de cincuenta millones de pesos se comprará por cincuenta mil pesos. Con ochocientos pesos, una familia de escasos recursos –donde tres de sus miembros ganen el salario mínimo– atenderá el costo de la canasta familiar. Un almuerzo popular se conseguirá por tres pesos y el boleto en Transmilenio, por ocho centavos.

¡Alto! Este arte de magia no ca­be en Colombia, donde el poder adquisitivo de la moneda es cada vez más apabullante, y menos con gobierno tan alcabalero como el actual, que no halla qué más impuesto decretar. Esta fórmula de ilusionismo se desvanece al contemplar el mismo proyecto en el que el salario mínimo bajará de $260.000 a $260, y así todos los activos. Es decir, con una moneda tan desvalorizada como la nuestra, el ministro de las finanzas se ha armado de tijeras para quitar tres dígitos a los ingresos y los egresos, con lo cual quedaremos en el mismo estado precario de antes.

Sin embargo, de esta fórmula salen varias ventajas: 1) dejaremos de portar tantos billetes y monedas en los bolsillos, dinero que, por insignificante que sea, nos ex­pone a un secuestro; 2) las calcula­doras de ocho dígitos volverán a ser útiles; 3) aprenderemos a ma­nejar decimales, ejercicio que ya no dominamos por culpa del tec­nicismo; 4) los choferes de buses y taxis no se quedarán con las vuel­tas; 5) para no darle gusto al mi­nistro con su acariciado tanto por mil (una de las prácticas más noci­vas para el país por los perjuicios que causa a los bancos y al ahorro nacional), no llevaremos más pla­ta al sistema bancario; 6) volvere­mos a consentir como antaño, cuando en verdad teníamos soli­dez económica, las monedas devaluadas que hoy no reciben ni los pordioseros.

Lo más importante del proyecto es regresar a la cultura del centavo. El envilecimiento actual de la mo­neda no permite sopesar los billetes de baja denominación. Y los de alta, como el de $50.000 que se anuncia, pierden eficacia en breve tiempo. Como el dinero vale tan poco —y prueba de ello son los tres ceros que pretende cercenar de un tajo el ministro—, lo botamos o lo derrochamos. Pero qué difícil con­seguirlo en este país de desemplea­dos e improductividad.

Los gringos sí apre­cian el valor de su moneda. En Or­lando, cuando paseaba yo en el automóvil de un ami­go, observaba que él consultaba siempre el precio de la gasolina en diferentes estaciones y escogía la que le ofreciera tres o cuatro centa­vos menos. Esto mismo ocurría en las compras en los supermercados. Así, de centavo en centavo, mi ami­go protegía su propio bolsillo y de paso me daba una regla elemental de economía hogareña.

Estados Unidos tiene una eco­nomía fuerte porque ha enseñado a manejar los cen­tavos, que allí sí valen. No como en Colombia, donde se vuelven ripio. No ignoran los norteamerica­nos que los centavos son los que ha­cen los capitales, y por eso, los cuidan. Eso mismo ocurre en los países adelantados del mundo.

Si la fórmula de comprar por veinte mil pesos el carro de los veinte millones fuera cierta, habríamos encontrado el tesoro de Alí Baba. Pero no: como se trata de simple ficción, seguiremos tan pobres como antes. Lo ideal es buscar las herramientas para poner a producir al país y repartir con justicia los bienes sociales. Ojalá de este proyecto saliera una enseñanza: la de volver al sentido e la sensatez y el equilibrio monetario.

El Espectador, Bogotá, 1-XII-2000.

 

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La historia en anécdotas

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Fascinante libro de anécdotas históricas, sacadas de largas y reflexivas  lecturas, ha editado Vicente Pérez Silva con el sello de Editorial Planeta. Más de cien episodios curiosos y de profundo ingenio se agrupan en estas páginas amenas que recorren distintas épocas de la historia colombiana en los campos de la política, las armas, la literatura y la religión, destacando memorables sucesos de la vida nacional e imprimiendo colorido al carácter de los protagonistas.

EI genio penetrante de Bolívar se dibuja en un encuentro con el coronel Wilson, perteneciente a la Legión Británica, hombre apuesto que se jacta de dejar boquiabiertas a las más lindas muj­eres. Dice que por donde él pasa no queda una doncella. «Yo he visto a una virgen al lado suyo», le dice Bolívar. Engreído, el militar lo reta a que revele su nombre, y Bo­lívar le res­ponde: «Su es­pada».

Las anéc­dotas del ge­neral Maza son innume­rables. Algu­na vez lo re­prende Bolívar por los escánda­los que protagoniza en el ejército y le dice que ya no lo puede tolerar más. «Ni yo a su Excelencia», con­testa Maza. «¿Apostamos a que un día de estos lo fusilo?», se enar­dece Bolívar. A lo cual responde Maza con sangre fría: «No me con­viene el negocio; su Excelencia tal vez me gane la apuesta».

Entre don Miguel Antonio Ca­ro y el general Rafael Reyes se producían continuas discrepan­cias. Un día llega un caballero a visitar a don Miguel Antonio y con imprudencia se dedica a alabar a Reyes, en quien pondera su asom­brosa actividad, apuntando que trabaja veinticuatro horas al día. Y don Miguel Antonio anota: «En­tonces, ¿a qué horas piensa?».

En una de sus giras proselitistas por el país, le preguntan a Al­zate Avendaño por qué se hace acompañar siempre de su esposa Yolanda, quien debe sufrir las in­comodidades de hospedaje en po­blaciones lejanas. Alzate explica: «Es que yo, cuando viajo, llevo to­do lo que necesito, para no tener que estar molestando a los ami­gos».

El mismo Alzate escribe un editorial para La Patria de Manizales y sus amigos Fernando Londoño y Francisco José Ocampo lo acosan para que termine, porque el jefe de armada manifiesta que es lo único que falta para editar el periódico. Cuando concluye el editorial, Alzate, sudoroso, incre­pa a sus compañeros: «Lo que pa­sa es que ustedes son como las hembras de los conejos que hacen la gestación de su cría rápida­mente. Yo, en cambio, soy como las señoras que requieren nueve meses para dar a luz una cría racional».

Un parlamentario arremete contra Guillermo León Valencia por haberse ufanado de su ances­tro hidalgo y le advierte que no es menos que él, porque también desciende de próceres. Ante lo cual, Valencia responde: «Sí, su señoría, lo que ocurre es que usted ha descendido demasiado».

Entra una señora a la clínica del eminente médico y académico Luis López de Mesa y le pide que le formule algún remedio para una hinchazón en la ‘rodilla de la pierna’. «Eso es pleonasmo», le re­plica el médico, cogiéndose la cabe­za a dos manos. Y la paciente le pre­gunta: «¿Esa enfermedad será muy grave, doctor?».

Un conocido poeta solicita a uno de sus amigos que le presente a la bella muchacha que lo ha impresionado. Hecha la presentación, la dama, enterada de que se trata de su nuevo admi­rador, le dice: “Yo ya lo cono­cía a usted como papel quemado». Y el poeta le replica: «¿Papel quemado? No, soy papel carbón y saco copias».

El Espectador, Bogotá, 19-XI-2000.

 

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El lenguaje de las urnas

sábado, 28 de enero de 2012 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Una de las principales lecciones que dejan los pasados comicios es la que señala el deterioro de los partidos tradicionales. Es un desgaste corro­sivo que ha tenido lugar en las últi­mas décadas como consecuencia de los vicios y corrupciones que se han dejado infiltrar en las costumbres del país y que repercuten, con efectos desastrosos, en la vida de los parti­dos.

Estas instituciones eran semille­ros de ideas que irrigaban atrayentes principios y propendían, con emi­nente sentido social, al bien comunitario. Con orgullo y decisión, los ciudadanos se matriculaban en una u otra colectividad según sus personales coincidencias, y a veces por tradición de familia, con el pro­grama elegido.

Esto no excluía las pasiones y fa­natismos, inevitables en la confron­tación de ideas, pero de todos mo­dos había organización y disciplina partidista. Y sobre todo, había líde­res que eran los motivadores del en­tusiasmo popular. Ambos partidos emulaban en ideas sociales, y los go­biernos ejecutaban los programas trazados desde la respectiva casa po­lítica. Hoy, todo esto ha desapareci­do.

Con el paso del tiempo avanzaron vicios nefandos que fueron carco­miendo el sano sentido de hacer polí­tica. La ambición, el ansia de riqueza y poder, la politiquería, el clientelismo, la inmoralidad y tanto pecado que se apoderó de los dirigentes, die­ron al traste con las filosofías de gru­po.

Este mal produce los mismos de­sastres que la roya en los campos cafeteros. Por eso, los partidos, que son las mayores víctimas –a la vez que los mayores culpables– de la di­solución y la falta de creencias impe­rantes en nuestros días, son hoy en­tidades moribundas que se quedaron sin dolientes.

¿Acaso no se ve patética la repulsa nacional que han mostrado las ur­nas hacia ambos partidos? Al ciuda­dano de estas calendas no le importa ser conservador ni liberal, ni lo atraen las manidas prédicas secta­rias, ni lo seducen los jefes de uno u otro bando. Lo que sí sabe, a ciencia cierta, es que el país va mal y él, peor. Mal desde hace mucho tiempo. Y co­mo así marchan las cosas –sin dinero para los colegios y el mercado, ni oportunidad de empleo, ni derecho a vivienda y otros menesteres de la vi­da elemental– perdió la fe en los polí­ticos.

Los grandes perdedores de estas elecciones han sido, sin duda, los dos partidos. Aquí no entra en conside­ración quién puso más votos o ganó más posiciones, porque de todas ma­neras el descalabro general es evi­dente. El pueblo, escéptico y deso­rientado, se cansó de los mismos.

Y ha buscado otras salidas. Los verdaderos ganadores son los grupos cívi­cos y las alianzas estratégicas. En esto se apoya la lección de Mockus, líder ‘visionario’ que consigue aglutinar alrededor de sus pos­tulados – progresistas y li­bres de mañas y cartas ocultas– grandes núcleos de descontentos que creen en su palabra apolítica. Y esperan soluciones.

La misma lección, repetida en muchos lugares del país, debe poner a pensar a los dirigentes que es nece­sario recomponer la casa para poder competir. Hay que remendar la polí­tica. A la democracia le hacen falta las agrupaciones partidistas como campos ideológicos y guías de la opi­nión pública. Necesita verdaderos partidos, no rótulos de ficción. Y que no sea vana la última frase de Bolí­var: «Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.

El Espectador, Bogotá, 3-XI-2000.

El mariscal

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Por: Gustavo Páez Escobar

Horacio Gómez Aristizábal y Jorge Mario Eastman han puesto en circulación dos libros en homenaje a Gilberto Alzate Avendaño con ocasión de los 40 años de su muerte. La formación de Alzate Avendaño estaba en el humanismo, y con ese carácter se desempeñó en la vida pública, en el periodismo y en las letras. En 1936 ocupa el cargo de secretario general del Partido Conservador. En 1946 es elegido senador de la República, y cuatro años después es presidente del Senado. En 1951 se le postula como designado a la Presidencia, ofrecimiento que no acepta.

Es un rebelde dentro de su partido y con ese espíritu combate el gobierno hegemónico de Laureano Gómez. Por eso apoya el golpe militar del 13 de junio de 1953. Después será embajador en España. Cuando el dictador Rojas Pinilla abusa del poder, se opone a su reelección por parte de la Constituyente.

Forma una alianza con Mariano Ospina Pérez y se matricula en el Unionismo, movimiento que produce la derrota de Laureano Gómez. Alzate –al igual que otro combatiente de la orilla contraria: Carlos Lleras Restrepo, con quien se caracteriza por las batallas que ambos acometen en distinto terreno– siempre sale fortalecido de sus fracasos.

En 1960 es elegido representante a la Cámara. Su nombre tie­ne amplia audiencia nacional. Es la figura más descollante del mo­mento para pelear la candidatura presidencial (1962-1966) en con­tra de Guillermo León Valencia. La muerte súbita lo sorprende en su mejor estado físico y mental, cuando apenas ha cumplido 50 años de vida. Cabe recordar la fra­se que él mismo se endilgó: «Yo soy un barco que se hunde con las luces encendidas».

Su temprana muerte represen­tó para el país enorme frustra­ción, lo mismo que ha significado la de otros líderes que encarnaron en su momento grandes esperan­zas nacionales: Gabriel Turbay, Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán, Álvaro Gómez Hurtado… Gladiador de ideas, dueño de estilo mordaz y refulgente, vigoro­so tribuno que sobresalía por su ímpetu rebelde y creador, era una personalidad absorbente y arro­lladora.

Nació para ser capitán de multi­tudes. Con su gesto enérgico y su verbo lacerante –que solía tocar los predios de la irreverencia con lenguaje cáustico y florido– fue protagonista de sonados debates que estremecían a la opinión pública y creaban alrededor de su nombre fuertes núcleos de solida­ridad. Su categoría mental le per­mitía fabricar geniales chispazos matizados de vivacidad y fulgor. A la par que político de casta era le­trado de exigentes rigores y no descansaba –en la elaboración de sus escritos– en la búsqueda del término preciso y de la oración clásica.

Sus fúlgidos editoriales como director de La Patria y de Diario de Colombia señalaban horizontes claros y fijaban firmes derroteros para el rumbo del país. Era opositor contumaz de statu quo y esto explica su disentimiento de los jefes de su colectividad, al no estar de acuerdo con la férrea y excluyente disciplina conservadora que por aquellos días se implantó. Pocos espíritus tan altivos, admirables e independientes como el suyo.

El alzatismo nació como un sello de rebeldía intelectual y conquistó numerosos adeptos. Alzate era el francotirador de la inteligencia que no les daba tregua a sus adversarios, ni él mismo se permitía reposo. Amante de la literatura, de la buena mesa y de los gustos refinados, era diletante de la vida y filósofo del poder. Y se reía de sí mismo: «Yo no soy en el fondo sino un gordo benévolo”.

Los autores de los libros citados, conservador el uno y liberal el otro, han querido traer a los nuevos tiempos la figura legendaria –tocada de genialidad– del conductor extraordinario que buena falta le haría a la Colombia de hoy, sumida en el caos y carente de auténticos líderes.

El Espectador, Bogotá, 20-X-2000.

 

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