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Reportaje de Alfredo Iriarte

lunes, 11 de octubre de 2010

Revista Magazín al Día
Bogotá, 30 de marzo de 1982

Sala de citas
Por: Alfredo Iriarte

“Hubo una ocasión en que las vacas sagradas de Manizales
dieron leche adulterada”, narra Gustavo Páez Escobar

La coincidencia en una misma persona del intelectual y el banquero es un raro y feliz azar. Pidiendo perdón anticipado por las injustas omisiones en que pueda incurrir, pienso en Germán Botero de los Ríos, en Eduardo Nieto Calderón y en mi banquero de cabecera, Roberto Villar Gaviria, quien después del árido ajetreo de balances, listados, remesas y sobregiros, se dedica con “Bodoque” Caro, su hermano Bernardo y otros amigos, a ejecutar las más exquisitas y refinadas producciones de la música renacentista y medieval.

Pues resulta que otro de esos extraños ejemplares que se destacan en medio de aquella fauna de filisteos sin entrañas está en Armenia, capital del Quindío, es gerente del Banco Popular y se llama Gustavo Páez Escobar, ampliamente conocido por su estupenda columna de El Espectador.

A los 17 años de edad, Gustavo ya tenía que ganarse la vida como empleado de la burocracia oficial. Ya por entonces, en una piecita de alquiler donde vivía en Tunja, escribió en la mesa de noche y a la luz de una esperma, su novela Destinos cruzados, que sólo vino a publicar en 1971. Desde entonces, su producción intelectual no ha parado. Vino luego otra novela, Alborada en penumbra, Alas de papel, una antología de escritos, El sapo burlón, colección de cuentos, y Caminos, que es una selección de ensayos.

Gustavo hace en este reportaje unas semblanzas apasionantes de gentes que han pasado por su vida y que han sido objeto de su admiración y afecto. Curiosamente, estas semblanzas son un péndulo que va desde la izquierda más encarnizada hasta la derecha total.

Hace muchos años el joven banquero Gustavo Páez recibió la misión de trasladarse al extremo Sur, exactamente a Puerto Leguízamo. Allí conoció al médico y escritor Tulio Bayer, cuya indómita rebeldía iba a dar para mucha crónica y mucha historia en las décadas de los cincuentas y sesentas. En las infinitas veladas de la manigua, estos dos intelectuales hicieron una honda amistad que aún persiste.

Poco después, durante el gobierno del general Rojas Pinilla, el gobernador Sierra Ochoa, de Caldas, nombró a Bayer secretario de Salud del departamento. Poco tardó Tulio en comprobar que las más intocables vacas sagradas de Manizales se daban alegremente a la nada loable tarea de vender a la ciudadanía leche adulterada. El secretario se valió de la ayuda de intrépidos estudiantes, creó retenes en las entradas de la ciudad y sorprendió in fraganti a los adulteradores, a quienes sancionó sin contemplaciones. Desde luego, la revancha de los aristocráticos lactotraficantes no se hizo esperar. Pagaron malhechores para que saquearan el apartamento de Bayer y lo amenazaron y acosaron hasta que lo obligaron a salir de Manizales.

Después de muchas peripecias amargas, Bayer fue nombrado en Bogotá director científico de Laboratorios CUP. Al poco tiempo, este implacable sabueso de iniquidades y corruptelas empezó a descubrir toda suerte de negociados y atentados contra la salud de los usuarios. Obviamente, no tardaron en despedirlo.

A raíz del despido de CUP, Bayer padeció físicas hambres. En esas deplorables condiciones, logró colocarse en cierta agencia de noticias como traductor de cables con un estipendio misérrimo. Al terminar la jornada del primer día, el gerente lo invitó a un sandwich. Bayer, que tenía una hambruna acumulada de semanas y que además mide dos metros, se engulló una cena de cerveza, sopa, seco y postre. El gerente pagó la cuenta pero al día siguiente lo despidió por glotón. Luego vinieron más penurias, la rebeldía final, la cárcel y el exilio en París, donde, según me cuenta Gustavo, vive cómodamente pero con una incurable nostalgia del “olor de la guayaba” y añorando aquellos tiempos juveniles de Manizales en que acabó de manera fulminante con una peligrosa invasión de ratas pagando un peso a todo portador de una rata muerta.

Como contraste con la vida azarosa y quijotesca de Tulio Bayer, me cuenta Gustavo que hay un hermano suyo que vive en la opulencia y con quien Tulio sostuvo una querella mortal cuando descubrió que los obreros de una fábrica de baldosas de su hermanito oligarca se estaban envenenando los pulmones con el polvillo letal que resultaba de la elaboración de las cerámicas.

“Eduardo Caballero Calderón
fue el libertador de Tipacoque”

Saliendo de la izquierda, el péndulo de las semblanzas que traza Gustavo pasa brevemente por el centro para detenerse en la figura hidalga de Eduardo Caballero Calderón, a quien Páez, que es boyacense de Soatá, y por ende vecino de Tipacoque, conoció dentro del marco de sus tradicionales dominios. “Eduardo Caballero Calderón fue el emancipador de Tipacoque”, me dice Gustavo. Y la afirmación es exacta si se tiene en cuenta que Tipacoque fue corregimiento de Soatá hasta que Eduardo logró que lo hicieran municipio. Soatá es archigodo y Tipacoque liberal y en tiempos pasados no fueron pocos los muertos y contusos que resultaron de esta acre rivalidad.

El siguiente personaje que retrata Gustavo al pasar el péndulo a la derecha ya murió. Se trata de otro personaje incorruptible. De una rectitud moral procera. Se trata del boyacense Eduardo Torres Quintero.

En la rica personalidad de Torres Quintero se daban unos contrastes y unas características sorprendentes (*). Era un laureanista idólatra. Paupérrimo y padre de once hijos. Hombre de una vasta cultura, madrugador y laborioso, no obstante que era a la vez adicto al aguardiente y a las cartas y mujeriego irreductible. Bajito y canijo, lo llamaban “el burro” por su notable fealdad, no obstante lo cual, vivió siempre rodeado del respeto unánime de la ciudadanía por su talento luminoso, su probidad ejemplar y su honda calidad humana. Era áspero y taciturno pero poseía un corazón de monja. Una vez, siendo contralor del departamento, estaba embebido en el dictado de una resolución feroz en la cual castigaba con todo el rigor algún prevaricato o concusión. Estando en ello, alcanzó a ver por la ventana a una niña que lloraba sin consuelo porque se le había roto una botella de leche. Enseguida suspendió el dictado, llamó al portero, le dio la plata y le ordenó que sin tardanza le repusiera la botella a la niña.

Lógicamente, Torres Quintero era de una lealtad rabiosa a sus creencias políticas. Cuando Rojas Pinilla subió al poder, Torres, como todos los laureanistas, cayó en desgracia y en el ostracismo burocrático. Ello no obstó para que, sin temor alguno, levantara tribuna laureanista en los cafés de Tunja cuando se tomaba sus aguardientes, pero a pesar de todo ello, dada su prestancia social y familiar, sus amigos lograron que fuera nombrado personero de Tunja. A la sazón, los acuciosos burócratas rojistas andaban repartiendo retratos del Supremo por todas las oficinas públicas. A Torres le llegó el suyo. Lo echó a un rincón y conservó en su sitio el de su derrocado jefe con una ostensible leyenda que decía: “Laureano Gómez, Presidente constitucional de Colombia”. Un día que estaba ausente de su despacho, unos empleados lambones y medrosos por la suerte de sus míseros destinos, retiraron la efigie de Laureano y colocaron la de Rojas. Torres regresó y se encolerizó. Llamó a los burócratas, los cubrió de insultos y los amenazó con pedir una investigación por hurto de bienes del Estado. Les dio un plazo de diez minutos para devolver el retrato perdido y salió a tomarse un tinto. Cuando volvió, de nuevo Laureano presidía el recinto y Gurropín había regresado al rincón. No le duró mucho el disfrute del triunfo. Al día siguiente estaba destituido.

Este coloquio termina con el grato sabor que deja la hermosa evocación que hace Gustavo Páez Escobar de tres varones esencialmente disímiles pero identificados por el común denominador de una rectitud insobornable y unas virtudes morales de esas que ya en este país no podría localizar ni Diógenes con su linterna mítica.


(*) Aclaración de Gustavo Páez Escobar. En mi charla con Alfredo Iriarte, sin micrófono de por medio, le describí algunas características de Torres Quintero y él las tradujo a su manera. Ciertos términos empleados por el entrevistador, que suenan peyorativos, corresponden a su propio léxico y yo no los pronuncié ni los di a entender. Por lo tanto, me veo en el caso de rectificar estas expresiones: paupérrimo (la situación económica de Eduardo Torres Quintero no era holgada, y tampoco de suma pobreza); adicto al aguardiente (sus bebidas predilectas eran el brandy y el whisky); bajito y canijo (era delgado y de mediana estatura, nunca “canijo”); mujeriego irreductible (su alma romántica y poética lo convertía en ferviente admirador de la gracia femenina); áspero y taciturno (sobra el término “áspero”: por el contrario, era uno de los seres más amables y bondadosos que yo haya conocido).

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