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Archivo para lunes, 11 de octubre de 2010

Monumento al pie

lunes, 11 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

De los órganos humanos tal vez sea el pie el que menos honores recibe. Y esto puede explicarse por varias razones: por ser la extremidad inferior, algo así como el hermano menor de la familia; por ser  un miembro maloliente, al que se le mantiene escondido con cierto sentido de vergüenza; por su aspecto rastrero, que lo asimila a la pezuña o zarpa de algunos animales; y, en fin, por pertenecer a una región oscura, deforme, humillada, subterránea, plagada de ojos de gallo, juanetes, dedos chatos, uñas enlutadas, sudor y mugre.

Las mujeres, que todo lo cuidan y nada les sobra, no se rinden a las incomodidades del calzado y poco les importa, con tal de lograr unos centímetros de esbeltez y supremacía, exponerse a la dictadura de los callos, los juanetes, las uñas encarnadas y los pies helados. Sobre esto último piensan que el hielo de sus piececitos está compensado con otras calorías de sus divinas reconditeces. Ellas, por razones que saltan a la vista, no cambiarían los tacones altos, por más tensiones y dolores que se deriven del estiramiento de huesos y tendones.

Si el pie es un tirano, también es un amigo. Si es romo, también es centinela. Si es sucio, también es femenino. Yo le levantaría un monumento, al que acudirían caravanas presurosas de quienes carecen de él, para admirar y añorar este tesoro que la naturaleza les cobró. A mi obra vendrían además los cojos, los atletas, los chapines, las bailarinas, los futbolistas, los ciclistas, los trapecistas, los corredores de bolsa, los raponeros (ágiles como gacelas), los trotamundos y, en fin, la humanidad entera.

Es una idea que, por ejemplo, podría realizar el maestro Rodrigo Arenas Betancourt, con esa fuerza telúrica que lo caracteriza. Conseguiría él desprender al hombre de su gleba retardataria y volverlo más aéreo y menos rastrero, más higiénico y menos infeccioso.

El pie es el puntal con que el hombre se sostiene sobre la tierra, recorre el mundo a sus anchas, se defiende de fieras y enemigos (palabras sinónimas), se aleja de los acreedores y las culebras (siguen las equivalencias), y en síntesis, lo utiliza como medio de locomoción, de defensa y armonía. Aquí el término armonía resulta menos evidente en el hombre que en la mujer, y por eso entro a explicar por qué el pie es atributo de belleza, de sensualidad y pecado, pero en nuestras dulces Evas, ya que a los hombres el Creador sólo nos dotó de un mecanismo de trabajo, fuerte y áspero, mugroso y ordinario, atlético en ocasiones y siempre rastrero.

Hay diferencias notables entre el pie del hombre y el pie de la mujer. Dejemos para el varón definiciones como las siguientes: “”Pie de atleta” (o sea, la infección ocasionada por un hongo), “Pie de cabra”, “Pie de gato”, “Pie equino”, “Pie de becerro”, “Pie de gallina”, “Pie de burro”… Y para la mujer, que no sólo nos gana en los pies, sino también en las pantorrillas, las caderas, el rostro y otras regiones de oculto magnetismo, asignémosle alusiones como las de “Pie de paloma”, “Pie de liebre”, “Pie de durazno”, “Pie de reina””…  A la mujer le son propias frases como “A pie juntillas” o “En pie de guerra”, según sea su actitud de no prestarse al ataque del adversario o estar dispuesta para el combate, entendido éste en sentido amoroso, que por lo general también es bélico.

Si los pies de las damas son una posesión estética y sensual, que suele conducir a lo sexual, y los pies del hombre son apenas un rústico instrumento de trabajo y por lo general de vergüenza, bien clara está la desigualdad de los sexos. El machismo se rebela ante tales desproporciones. Pero conformémonos los hombres con esta inferioridad, que por algo el Creador nos hizo atletas. Aunque existan desigualdades de sexo, tanto hombres como mujeres “meten la pata”, y aquí se prueba que, entendida la expresión en lenguaje malicioso, nadie está exento de pecar. Por lo pronto rindámosle sincero homenaje a la mujer por ser más resistidora que nosotros en el dolor de la vanidad, como se desprende de sus tacones altos y el porte airoso, señuelo que nos conduce a los atónitos varones a buscar el placer pies arriba.

El Espectador, Bogotá, enero 5 de 1984.

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El final silencioso de Consigna

lunes, 11 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Desde hace varios años, ya retirado Jorge Mario Eastman de la vida pública, su actividad principal ha girado alrededor de la revista Consigna, fundada por él en enero de 1976 y que ha llegado a la edición número 488, con más de 50.000 páginas escritas.

La revista se fundó con el propósito de intervenir en la contienda presidencial que enfrentó, con serias fisuras en el liberalismo, a Carlos Lleras Restrepo y Julio César Turbay Ayala, y que concluyó con la victoria de éste en 1978. Consigna, convertida  en una bandera airosa del turbayismo, desplegó, tanto en sus orígenes como en los períodos siguientes, aguerridas acciones proselitistas. Los temas eran tratados con  seriedad y altura, con tesis claras y al mismo tiempo beligerantes, no contaminadas por la intolerancia o el rencor, y marcaron derroteros definidos dentro de los intereses políticos que se defendían.

Hoy, 30 años después, cuando ha corrido mucha agua bajo los puentes de la historia, su fundador y director reconoce que la publicación no fue imparcial en las  primeras etapas. Despojada de la encarnadura partidista, marcha ahora, y desde buen  tiempo atrás, por la línea académica.

Durante las ausencias temporales de Jorge Mario Eastman debido a su ejercicio en posiciones oficiales, fue remplazado en la dirección por una lujosa nómina de personalidades: Carlos Lemos Simmonds, Hernando Reyes Duarte, César Gaviria Trujillo,  Darío Ortiz Vidales y Jaime Mejía Duque, nombres a los que se agrega el de Juan B. Fernández como codirector permanente. Tres épocas se distinguen en este itinerario batallador: la primera, movida por el fragor político; la segunda, regida por “una orientación en la que primaron los intereses superiores y la agilidad periodística”; y la actual, caracterizada por la inquietud académica.

En la administración Turbay, Jorge Mario Eastman ocupó el Ministerio de Gobierno y fue nombrado ministro delegatario con funciones presidenciales. Fue el ministro consentido de Turbay, y su carrera, a lo largo de los años en que incursionó en el campo oficial, le hizo ganar otras distinciones: ministro de Trabajo, embajador en Estados Unidos, Perú y Chile, cónsul en Hamburgo y Tokio, presidente de la Cámara de Representantes.

El hombre de provincia había saltado, con éxito evidente y para sorpresa general, de la jefatura de Planeación de Pereira al escenario nacional. A los 45 años de edad, parecía un meteoro en la vida pública del país. A Fernando Garavito –Juan Mosca– le manifiesta en reportaje de la revista Cromos (septiembre de 1980): “Comencé a hacer política un día después de mi primera comunión”. Iba directo para la Presidencia de la República, y allá hubiera llegado si el juego de la política, a veces traicionera e indescifrable, no se interpone en su andar vertiginoso.

La campaña de López Michelsen como aspirante a la reelección presidencial en los comicios de 1982 provocó una fuerte división en el Partido Liberal. El país se polarizó entre quienes apoyaban el segundo gobierno de López –entre ellos, Jorge Mario Eastman– y quienes seguían a Belisario Betancur. La candidatura disidente de Luis Carlos Galán acrecentaba más aún la efervescencia nacional.

Klim, crítico demoledor del gobierno de López (1974-1978), lanzaba desde su columna de El Espectador, con su temible humor incisivo, certeros dardos contra la reelección. Otro personaje que combatía ese propósito era Lleras Restrepo, contra quien Jorge Mario Eastman escribió el libro Radiografía de un indoctrinario.

Y a Klim lo retó a un duelo por sus acerbas críticas. Duelo intelectual, y no físico –por ventura–, que dio lugar a un encuentro pacífico entre el político y el periodista (o mejor, entre el par de periodistas), donde en términos amistosos discutieron sus diferencias, afirmaron sus puntos de vista y desde entonces se volvieron amigos cordiales.

La derrota de López Michelsen frente al triunfo de Belisario Betancur selló una época turbulenta. El país entró en un nuevo capítulo, y Jorge Mario Eastman se retiró de la escena. Se fue para la diplomacia, y se frustró su aspiración presidencial. De la diplomacia final –como embajador de Chile– regresó, ya en forma definitiva, a sus lares en Consigna.

Queda por decir que este inquieto político e intelectual ha sido siempre hombre de cultura. Hombre de pensamiento y acción. En las páginas de su revista quedan sustanciosos análisis sobre la vida colombiana. Promovió numerosos foros y tertulias sobre diversos asuntos. Creó una serie bibliográfica dentro de la cual se publicaron doce libros. Como presidente de la Cámara puso en marcha la colección Pensadores políticos, e invitó a los poetas a continuos recitales en el Capitolio Nacional.

Esta crónica me lleva a deplorar la noticia de que Consigna ha llegado a su final al cumplir 30 años de vida. Vengo a enterarme de este hecho sorpresivo en la grata tertulia que junto con el distinguido caldense Augusto León Restrepo, ex director de La Patria, tuvimos en días pasados con Jorge Mario Eastman. Éste tomó la dolorosa decisión al considerar que su misión estaba cumplida, y teniendo en cuenta, por otra parte, que los elevados costos de impresión y la lucha por conseguir la base publicitaria excedían sus buenas intenciones.

En los dos números finales, los 487 y 488, se recoge una serie de reportajes y temas diversos de la mayor importancia, entresacados del largo tiraje cumplido por esta respetable tribuna del pensamiento, digna de ponderación. Números con los que Jorge Mario Eastman se despide de sus lectores, en forma impensada, pues al hacer la selección de dicho material no había previsto la clausura de su álter ego. Quizá, pienso yo, se trate sólo de un receso impuesto por la fatiga derivada de un extenso recorrido. Ojalá que así sea.

El Espectador, Bogotá, 24 de marzo de 2007.
Eje 21, Manizales, 8 de abril de 2022.
El Quindiano, Armenia, 9 de abril de 2022.

Carta a los lectores
(8 de abril de 2022)

Recupero, como homenaje al estadista e intelectual Jorge Mario Eastman, el artículo que escribí hace quince años al llegar a su final la revista Consigna, su alter ego, que dirigió durante tres décadas. Después del cierre de la revista, sufrió la muerte de su esposa y de su suegro, hechos que mucho lo afectaron. En los últimos tres años, su salud entró en progresivo deterioro, y desde hace un mes se volvió crítica. Fue muy poderoso en la vida nacional. Además, gran promotor de cultura. Deplorable la noticia de su fallecimiento. Gustavo Páez Escobar

Comentarios

Nota estupenda sobre el recién fallecido doctor Jorge Mario Eastman, fulgurante figura nacional. Gabriel Echeverri González, Armenia.

Excelente nota sobre Jorge Mario Eastman, sobre su trasegar político y sobre una carrera frustrada hacia una posible presidencia. Ameno texto que representa una radiografía finamente contada de una parte de la historia reciente de nuestra patria. Armando Rodríguez Jaramillo, Armenia.

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Entrevistas y reportajes

lunes, 11 de octubre de 2010 Comments off
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Reportaje de Alfredo Iriarte

lunes, 11 de octubre de 2010 Comments off

Revista Magazín al Día
Bogotá, 30 de marzo de 1982

Sala de citas
Por: Alfredo Iriarte

“Hubo una ocasión en que las vacas sagradas de Manizales
dieron leche adulterada”, narra Gustavo Páez Escobar

La coincidencia en una misma persona del intelectual y el banquero es un raro y feliz azar. Pidiendo perdón anticipado por las injustas omisiones en que pueda incurrir, pienso en Germán Botero de los Ríos, en Eduardo Nieto Calderón y en mi banquero de cabecera, Roberto Villar Gaviria, quien después del árido ajetreo de balances, listados, remesas y sobregiros, se dedica con “Bodoque” Caro, su hermano Bernardo y otros amigos, a ejecutar las más exquisitas y refinadas producciones de la música renacentista y medieval.

Pues resulta que otro de esos extraños ejemplares que se destacan en medio de aquella fauna de filisteos sin entrañas está en Armenia, capital del Quindío, es gerente del Banco Popular y se llama Gustavo Páez Escobar, ampliamente conocido por su estupenda columna de El Espectador.

A los 17 años de edad, Gustavo ya tenía que ganarse la vida como empleado de la burocracia oficial. Ya por entonces, en una piecita de alquiler donde vivía en Tunja, escribió en la mesa de noche y a la luz de una esperma, su novela Destinos cruzados, que sólo vino a publicar en 1971. Desde entonces, su producción intelectual no ha parado. Vino luego otra novela, Alborada en penumbra, Alas de papel, una antología de escritos, El sapo burlón, colección de cuentos, y Caminos, que es una selección de ensayos.

Gustavo hace en este reportaje unas semblanzas apasionantes de gentes que han pasado por su vida y que han sido objeto de su admiración y afecto. Curiosamente, estas semblanzas son un péndulo que va desde la izquierda más encarnizada hasta la derecha total.

Hace muchos años el joven banquero Gustavo Páez recibió la misión de trasladarse al extremo Sur, exactamente a Puerto Leguízamo. Allí conoció al médico y escritor Tulio Bayer, cuya indómita rebeldía iba a dar para mucha crónica y mucha historia en las décadas de los cincuentas y sesentas. En las infinitas veladas de la manigua, estos dos intelectuales hicieron una honda amistad que aún persiste.

Poco después, durante el gobierno del general Rojas Pinilla, el gobernador Sierra Ochoa, de Caldas, nombró a Bayer secretario de Salud del departamento. Poco tardó Tulio en comprobar que las más intocables vacas sagradas de Manizales se daban alegremente a la nada loable tarea de vender a la ciudadanía leche adulterada. El secretario se valió de la ayuda de intrépidos estudiantes, creó retenes en las entradas de la ciudad y sorprendió in fraganti a los adulteradores, a quienes sancionó sin contemplaciones. Desde luego, la revancha de los aristocráticos lactotraficantes no se hizo esperar. Pagaron malhechores para que saquearan el apartamento de Bayer y lo amenazaron y acosaron hasta que lo obligaron a salir de Manizales.

Después de muchas peripecias amargas, Bayer fue nombrado en Bogotá director científico de Laboratorios CUP. Al poco tiempo, este implacable sabueso de iniquidades y corruptelas empezó a descubrir toda suerte de negociados y atentados contra la salud de los usuarios. Obviamente, no tardaron en despedirlo.

A raíz del despido de CUP, Bayer padeció físicas hambres. En esas deplorables condiciones, logró colocarse en cierta agencia de noticias como traductor de cables con un estipendio misérrimo. Al terminar la jornada del primer día, el gerente lo invitó a un sandwich. Bayer, que tenía una hambruna acumulada de semanas y que además mide dos metros, se engulló una cena de cerveza, sopa, seco y postre. El gerente pagó la cuenta pero al día siguiente lo despidió por glotón. Luego vinieron más penurias, la rebeldía final, la cárcel y el exilio en París, donde, según me cuenta Gustavo, vive cómodamente pero con una incurable nostalgia del “olor de la guayaba” y añorando aquellos tiempos juveniles de Manizales en que acabó de manera fulminante con una peligrosa invasión de ratas pagando un peso a todo portador de una rata muerta.

Como contraste con la vida azarosa y quijotesca de Tulio Bayer, me cuenta Gustavo que hay un hermano suyo que vive en la opulencia y con quien Tulio sostuvo una querella mortal cuando descubrió que los obreros de una fábrica de baldosas de su hermanito oligarca se estaban envenenando los pulmones con el polvillo letal que resultaba de la elaboración de las cerámicas.

“Eduardo Caballero Calderón
fue el libertador de Tipacoque”

Saliendo de la izquierda, el péndulo de las semblanzas que traza Gustavo pasa brevemente por el centro para detenerse en la figura hidalga de Eduardo Caballero Calderón, a quien Páez, que es boyacense de Soatá, y por ende vecino de Tipacoque, conoció dentro del marco de sus tradicionales dominios. “Eduardo Caballero Calderón fue el emancipador de Tipacoque”, me dice Gustavo. Y la afirmación es exacta si se tiene en cuenta que Tipacoque fue corregimiento de Soatá hasta que Eduardo logró que lo hicieran municipio. Soatá es archigodo y Tipacoque liberal y en tiempos pasados no fueron pocos los muertos y contusos que resultaron de esta acre rivalidad.

El siguiente personaje que retrata Gustavo al pasar el péndulo a la derecha ya murió. Se trata de otro personaje incorruptible. De una rectitud moral procera. Se trata del boyacense Eduardo Torres Quintero.

En la rica personalidad de Torres Quintero se daban unos contrastes y unas características sorprendentes (*). Era un laureanista idólatra. Paupérrimo y padre de once hijos. Hombre de una vasta cultura, madrugador y laborioso, no obstante que era a la vez adicto al aguardiente y a las cartas y mujeriego irreductible. Bajito y canijo, lo llamaban “el burro” por su notable fealdad, no obstante lo cual, vivió siempre rodeado del respeto unánime de la ciudadanía por su talento luminoso, su probidad ejemplar y su honda calidad humana. Era áspero y taciturno pero poseía un corazón de monja. Una vez, siendo contralor del departamento, estaba embebido en el dictado de una resolución feroz en la cual castigaba con todo el rigor algún prevaricato o concusión. Estando en ello, alcanzó a ver por la ventana a una niña que lloraba sin consuelo porque se le había roto una botella de leche. Enseguida suspendió el dictado, llamó al portero, le dio la plata y le ordenó que sin tardanza le repusiera la botella a la niña.

Lógicamente, Torres Quintero era de una lealtad rabiosa a sus creencias políticas. Cuando Rojas Pinilla subió al poder, Torres, como todos los laureanistas, cayó en desgracia y en el ostracismo burocrático. Ello no obstó para que, sin temor alguno, levantara tribuna laureanista en los cafés de Tunja cuando se tomaba sus aguardientes, pero a pesar de todo ello, dada su prestancia social y familiar, sus amigos lograron que fuera nombrado personero de Tunja. A la sazón, los acuciosos burócratas rojistas andaban repartiendo retratos del Supremo por todas las oficinas públicas. A Torres le llegó el suyo. Lo echó a un rincón y conservó en su sitio el de su derrocado jefe con una ostensible leyenda que decía: “Laureano Gómez, Presidente constitucional de Colombia”. Un día que estaba ausente de su despacho, unos empleados lambones y medrosos por la suerte de sus míseros destinos, retiraron la efigie de Laureano y colocaron la de Rojas. Torres regresó y se encolerizó. Llamó a los burócratas, los cubrió de insultos y los amenazó con pedir una investigación por hurto de bienes del Estado. Les dio un plazo de diez minutos para devolver el retrato perdido y salió a tomarse un tinto. Cuando volvió, de nuevo Laureano presidía el recinto y Gurropín había regresado al rincón. No le duró mucho el disfrute del triunfo. Al día siguiente estaba destituido.

Este coloquio termina con el grato sabor que deja la hermosa evocación que hace Gustavo Páez Escobar de tres varones esencialmente disímiles pero identificados por el común denominador de una rectitud insobornable y unas virtudes morales de esas que ya en este país no podría localizar ni Diógenes con su linterna mítica.


(*) Aclaración de Gustavo Páez Escobar. En mi charla con Alfredo Iriarte, sin micrófono de por medio, le describí algunas características de Torres Quintero y él las tradujo a su manera. Ciertos términos empleados por el entrevistador, que suenan peyorativos, corresponden a su propio léxico y yo no los pronuncié ni los di a entender. Por lo tanto, me veo en el caso de rectificar estas expresiones: paupérrimo (la situación económica de Eduardo Torres Quintero no era holgada, y tampoco de suma pobreza); adicto al aguardiente (sus bebidas predilectas eran el brandy y el whisky); bajito y canijo (era delgado y de mediana estatura, nunca “canijo”); mujeriego irreductible (su alma romántica y poética lo convertía en ferviente admirador de la gracia femenina); áspero y taciturno (sobra el término “áspero”: por el contrario, era uno de los seres más amables y bondadosos que yo haya conocido).

La palabra enamorada

lunes, 11 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

(Prólogo del libro Nostalgia de la luz)

Toda la obra poética de Inés Blanco, compuesta hoy por seis libros, converge a un solo concepto: el amor. La escritora ha hecho del amor –vivido o idealizado– un soplo mágico que explora las intimidades del alma y traduce en bellas palabras el caudal de las emociones, para su propio placer estético y el gozo de sus lectores. Desde que en 1993 inició su carrera literaria con la obra Paso a paso, hasta los días actuales, cuando entran en circulación los títulos Nostalgia de la luz y Los ojos de la noche, su producción ha sido un himno constante al amor.

Sobre el amor todo está dicho, pero su lenguaje nunca se agota. Jamás se agotará, porque el alma, la gran dispensadora del amor, nunca muere. La persona envejece, pero el amor, para quienes saben protegerlo y consentirlo, permanece joven a pesar de las arrugas del tiempo. Los poetas han empleado todas las palabras imaginables para expresar el idioma del corazón, y no obstante las infinitas creaciones y obras maestras que han salido de todos los idiomas, la mina de la emotividad continúa inextinguible.

Inés Blanco, que desde la edad adolescente ya incursionaba en los predios de la poesía, ha sabido afinar su inspiración en la búsqueda minuciosa de los vocablos y las imágenes que transmiten sus emociones. Prima en su obra la brevedad de la palabra, en armonioso enlace musical con la metáfora y el ritmo. Ha escogido el verso libre como un recurso –muy propio de su estilo– para elaborar con donaire las  ideas e imprimirle modulación al poema. La sola brevedad no sería suficiente para cumplir dicho propósito si no estuviera movida por la magia de la elocuencia.

Con la economía expresiva del lenguaje, que se manifiesta en su escritura desde el primer libro, se ha hecho maestra en el arte de la síntesis, quizá el mayor atributo de la poesía. Muchos poetas sacrifican a veces la fluidez y la claridad en aras de los cánones impuestos por la métrica. Creo que Inés Blanco es una buena discípula de Luis Vidales, quien en 1926, con su perdurable obra Suenan timbres, rompió los moldes tradicionales de la poesía y estableció el verso libre como un canal apropiado de comunicación, escuela que desde entonces ha conquistado numerosos adeptos.

De todos modos, sea cualquiera la pauta que se utilice para hacer poesía, si esta no tiene ritmo, embrujo y melodía y carece además de fuerza para conmover el espíritu e irradiar la belleza, deja de ser poesía. Debe anotarse, por otra parte, que si el poema no brota del corazón, su autor marcha en contravía de lo que debe ser la obra de arte. La alquimia poética, que es como un sortilegio preparado por dioses ocultos,  debe conducir al encantamiento. Si logra este objetivo, el poeta está salvado.

Leyendo el poemario Nostalgia de la luz, que Inés Blanco pone hoy en circulación luego de cinco años de silencio editorial, encuentro, para mi personal deleite, que las premisas anteriores están cumplidas. El canto al amor que brota de estas páginas etéreas es el mismo, aunque con diferentes matices, que ha marcado sus libros anteriores. El amor en su obra es persistente, delicado y diáfano. La transparencia de la palabra enamorada ilumina todas las entretelas del sentimiento humano, que van desde el placer hasta el dolor, desde la alegría hasta la pesadumbre, desde el deseo hasta la soledad. Libro hecho de presencias y ausencias, de silencios y nostalgias, de sueños y quimeras, de evocaciones y esperanzas. Ese es el amor.

Amor también son el padre, o la madre, o los hijos, o la flor que siente la cercanía del poeta, o el ave que revolotea por su entorno. Y amor es la patria, esta patria lacerada y cubierta de dolor y lágrimas, que hiere la sensibilidad de la escritora y estremece el alma nacional.

Cuando se degustan los breves cantos de Inés Blanco, se escucha como un sutil movimiento de alas que pasa sobre amantes invisibles para eternizar el sentido romántico de la vida. El amor intemporal, que puede ser también el amor inmaterial, y que los poetas saben glorificar en sus poesías sin tiempo, hacen posible hoy la Nostalgia de la luz y Los ojos de la noche, dos poemarios unidos por el mismo sentimiento.

Bogotá, 8 de junio de 2007.

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