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Las guerrillas del Llano

martes, 19 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Uno de los testimonios más representativos y veraces de la violencia política que azotó al país en los años cincuenta del siglo pasado lo presenta Eduardo Franco Isaza en su libro Las guerrillas del Llano.

La primera edición de dicha obra apareció en Caracas en 1955, y en Colombia circuló en forma clandestina debido al clima de represión y censura que se vivía entonces. La segunda edición es de la Librería Colombiana, de Bogotá, en 1959, con prólogo de Juan Lozano y Lozano; la tercera, de Hombre Nuevo, de Medellín, en 1968; la cuarta, del Círculo de Lectores de Colombia, en 1988; la quinta –que logré conseguir hace poco, luego de buscar el libro durante largos años– la efectuó Planeta Colombiana en 1994.

El autor, nacido en Sogamoso en 1920 y miembro de una prestigiosa familia, fue uno de los principales dirigentes guerrilleros del movimiento liberal que surgió en el Llano  para combatir el régimen conservador que se había encarnizado contra su partido. Eduardo Franco Isaza vivió, entre los años 1947 y 1953, dentro de la guerrilla que él mismo ayudó a organizar junto con otros tenedores de tierra en las sabanas de Casanare, todas las peripecias, angustias y horrores que representó aquella contienda histórica, una de las más demoledoras de Colombia.

Esta rebelión campesina estaba orientada desde Bogotá por el doctor Carlos Lleras Restrepo, presidente del Partido Liberal, quien en asocio de otros copartidarios suyos realizaba colectas para financiar los gastos inherentes a dicho conflicto armado, que no eran pocos ni fáciles de sostener. Mientras tanto, los guerrilleros luchaban casi con las uñas –sin armas suficientes y en precarias condiciones de alimentación y salubridad– para contrarrestar los ataques del adversario que se replegaban en el amplio territorio bajo el ímpetu de los “chulavitas”, denominación proveniente de una vereda del municipio boyacense de Boavita, que se hizo célebre por salir de allí las hordas asesinas que causaron en el país innumerables estragos.

Los “chulavitas” les dieron encarnación a los “pájaros” y unos y otros pasaron a la historia con la connotación de matones. Los cuerpos armados del régimen conservador exhalaban por los poros sangre chulavita, y a ellos se enfrentaban con arrojo, como centauros, los 1habitantes del Llano, acaudillados, entre otros, por Guadalupe Salcedo Unda, Eliseo Velásquez, Eduardo Franco Isaza, Rosendo Colmenares, Tulio Bautista, Dumar Aljure, Antonio Villamarín, Eduardo Fonseca. Eran dos poderosas fuerzas de choque y destrucción que se disputaban el dominio de las pampas y los montes para destruir al enemigo.

En esta guerra a muerte, que no solo estaba declarada en los Llanos Orientales, sino en el país entero, Colombia se desangraba en una pavorosa ola de criminalidad. El nervio de tal conflagración eran los odios políticos entre liberales y conservadores. Odios atávicos que comenzaron desde el propio nacimiento de la República con la rivalidad entre Bolívar y Santander, continuaron con las guerras del siglo XIX y llegaron a las entrañas del siglo XX. Colombia siempre ha estado en guerra.

Dice Augusto Trujillo Muñoz en su reciente libro De la Escuela Republicana a la Escuela del Tolima: “Tanto a nivel nacional como en las distintas regiones del país el lenguaje de la oposición conservadora era vehemente y, a menudo, agresivo. También lo había sido el del liberalismo frente a la hegemonía conservadora durante los años veinte. Quizá eso ayudó a incubar el fenómeno de la violencia de la mitad del siglo”.

Esta última lucha fratricida, pintada por Franco Isaza con realismo y lenguaje vehemente, donde a veces campea el alma poética de la llanura en medio del fragor de las balas, dejó en la comarca llanera alrededor de doscientos mil muertos, y en Colombia, alrededor de trescientos mil. Los combates se extendían desde Villavicencio hasta Arauca y desde el río Meta hasta el Vichada, en una extensión de 200.000 kilómetros cuadrados de llanuras, montañas y selvas.

La crueldad chulavita llegaba hasta los límites de la demencia. No solo se mataba, sino que se mataba con sevicia. El siguiente relato, que sitúa Franco Isaza en Puerto López, pinta la maldad diabólica que se aposentaba en las almas sanguinarias: “Un día un sargento conduce a cinco ciudadanos a la cantina del popular turco Chalela. Los hace beber hasta la embriaguez, él también se anima con unas cuantas copas. Al final los hombres mareados quedan dormidos sobre el mostrador y las mesas, entonces el sargento desenfunda su revólver y los despacha uno por uno con un tiro en la cabeza, les aligera los bolsillos de dinero y se larga en un avión de guerra”.

Los llaneros buscaban despejar su territorio de esta gente advenediza y bárbara. Y estos, a su turno, incitados por la peor pasión partidista de que se tenga noticia en la historia colombiana, no podían comportarse como mansas palomas. El terrorismo se apoderó de las tierras y de las almas. En la capital del país, los dos partidos libraban, desde la cumbre de sus mandos desquiciados, inútiles tentativas por conseguir la paz de la nación. Lejos de lograrlo, ardían las rotativas de El Espectador y El Tiempo y las llamas llegaban hasta las residencias de Alfonso López Pumarejo y Carlos Lleras Restrepo.

Con la caída de la dictadura civil de Laureano Gómez y el inicio de la dictadura militar de Rojas Pinilla, se sintió un respiro en el Llano. Vino la invitación a que los guerrilleros abandonaran las armas, y a cambio se les ofreció la amnistía. Esto sonaba bien, por supuesto. La mayoría de los líderes rebeldes, creyendo en la buena fe del armisticio, se aprestó a firmar la paz, para regresar a sus hatos. En sentido contrario, Eduardo Franco Isaza, que pedía garantías para dar este paso, se opuso a la rendición incondicional.

A la postre, se quedó solo. Fue el único que no se entregó al general Rojas Pinilla, y se asiló en Venezuela. En ausencia, un juicio de guerra lo condenó a 24 años de cárcel. En Caracas escribió el libro a que se refiere esta nota. Allí, casado con una hija del jefe liberal Plinio Mendoza Neira, ejerció el periodismo durante varios años. Hoy, de 87 años de edad y residente en Bogotá, ya el país no lo recuerda. Dice él que luchó con coraje por la libertad del Llano y por la paz de los colombianos. Desde luego, hay que creerle. Se trata, sin duda, de un personaje legendario de aquellos episodios de sangre y violencia que concluyeron, en apariencia, hace medio siglo.

Eduardo Franco Isaza se queja en su libro del abandono en que los jerarcas del liberalismo dejaron a la guerrilla llanera, que ellos mismos habían empujado a la revolución. En el momento del naufragio del partido y de la angustia nacional que sufrió Colombia durante aquellas calendas, las figuras más importantes de la colectividad se ausentaron de la escena: Alfonso López Pumarejo se residenció en Londres; Eduardo Santos, en París; Alberto Lleras, en Estados Unidos; y otros se acomodaron en el exilio: Plinio Mendoza Neira, Alberto Jaramillo Sánchez, Julio Ortiz Márquez, Germán Zea Hernández… En esta crítica lo acompaña el autor del prólogo, Juan Lozano y Lozano, alta cifra del liberalismo.

El comandante general de las guerrillas del Llano, Guadalupe Salcedo, que creyó en la palabra oficial e hizo entrega solemne de las armas –con foto histórica que le dio la vuelta al mundo–, terminó traicionado. El 6 de junio de 1957, cuando se hallaba en la zona industrial de Bogotá, agentes de la policía lo cercaron y le ofrecieron respetarle la vida si se rendía. Con las manos en alto, murió acribillado por varios disparos. Hoy es una leyenda de la violencia de los Llanos Orientales.

Con la muerte de Guadalupe Salcedo hace medio siglo se cerraba un capítulo atroz de la vida colombiana, y comenzaba otra guerra, la que ha llegado a nuestros días: la del secuestro y el narcotráfico. La diferencia entre ambas es que la anterior no perpetraba secuestros y tenía otros ideales. Pero toda guerra es abominable. Así lo expresa Eduardo Franco Isaza en su libro: “La guerra siempre es desastre, muerte, destrucción, dolor. Ningún hombre normal quiere la guerra”.

El Espectador, Bogotá, 25 de enero de 2008.
Revista Susurros, Lyon (Francia), No. 18, mayo de 2008.

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Trágico cronopio navideño

martes, 19 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

En El Tiempo de este 19 de diciembre, Jotamario Arbeláez presagiaba la muerte inminente del periodista y escritor Ignacio Ramírez Pinzón, víctima de un cáncer voraz que lo destrozaba poco a poco, desde diez años atrás, en medio de terribles dolores. Cuando la nota sobrecogedora de Jotamario apareció en el periódico, Ignacio ya estaba muerto: murió a la madrugada de ese mismo día.

El “cronopio mayor”, como se le conocía, demostró durante su cruel enfermedad un valor inaudito, hasta el punto de considerar a la muerte como su compañera habitual, casi amorosa, con la que aprendió a codearse como si se tratara de su mejor aliada en las horas de angustia que envolvieron su existencia en los últimos años.

Reacio a los médicos y a los fármacos, prefería resistir el sufrimiento con fortaleza espartana, y hasta se burlaba de quienes se compadecían de su postración progresiva. Sólo cuando las fuerzas lo abandonaron por completo y el cerebro dejó de producir ideas, se sintió derrotado por la vida. Y entregó sus blasones.

Se dolía de no ser ya capaz de vigorizar el alma de su revista Cronopios, lo que era tanto como entenebrecer su ilusión, ahogar su propia alma soñadora. En sus instantes supremos de soledad e impotencia, se acordaría de Cortázar, su ídolo, a quien le había pedido prestado el nombre de batalla con el que se identificaba con el mundo, nombre que, de tanto enaltecerlo, pasó a ser de su propiedad.

La palabra cronopio –inventada por Cortázar dentro de una visión fantástica– se volvió título de honor que sólo podía dispensarse a los grandes amigos, a los nobles amigos, y adquirió para ellos los sinónimos de personas “ingenuas, idealistas, desordenadas, sensibles y poco convencionales”, es decir, quijotes en el ancho sentido del término. Eso era Ignacio Ramírez Pinzón: un quijote de las letras, de la amistad y el altruismo, no sujeto a cánones ociosos ni a jerarquías acartonadas. Con esa insignia ganó todas las batallas, incluso la de la muerte, porque se volvió eterno.

Su obra literaria, conformada por siete libros –en los géneros de la narrativa, la crítica de arte, las entrevistas a literatos y las narraciones infantiles–, se divide en dos conceptos: lo que es su propia creación, y el interés que dedicó a estimular la obra de los demás. En este último terreno, su generosidad fue definitiva para que muchos escritores iniciales perseveraran en sus afanes, y edificante para que los experimentados hallaran la palabra de aliento y el justo reconocimiento que no se obtienen en los círculos del privilegio. Cronopios queda como el mejor legado de este mecenazgo.

Conservo con gran aprecio su libro Hombres de palabra, escrito en asocio de Olga Cristina Turriago, donde recogieron una serie de entrevistas con escritores colombianos residentes en el país y en el exterior, obra que se convierte en valioso material de consulta para apreciar –dentro del universo intelectual que se extiende por todo el mundo– los estilos, los temperamentos, las maneras de pensar y los diferentes enfoques, antagonismos, tendencias, odios y amores que se originan en este campo siempre controvertido, alrededor de treinta figuras de nuestras letras. Como dolorosa ironía, dicho libro lo recibí de sus autores como regalo de la Navidad de 1989. Hoy, 18 años después,  la fiesta navideña se empaña con la despedida final del amigo ilustre.

Como homenaje a su memoria, rescato a continuación la maravillosa página titulada El año nuevo de la paloma, que Ignacio publicó en Cronopios como inicio del 2007, y donde la libertad de una paloma que había llegado a su residencia en las postrimerías del año viejo, simboliza el tránsito de su alma y de su cuerpo dolientes hacia el reposo eterno.

* * * * *

El año nuevo de la paloma

Por Ignacio Ramírez, director de Cronopios

He pasado la media noche del año viejo al año nuevo acariciando a una paloma blanca. Está en el garaje de mi casa, en un sótano sin aire, merodeado por los gatos vagabundos y lleno de la contaminación de los automóviles que duermen aquí sus metálicos sueños, sus pesadillas maquinales.

¿Cómo llega una paloma blanca a un garaje recóndito?

El celador del edificio del frente dice que cerca de las diez de la noche del 29 de diciembre vio como si un ángel gigantesco se empequeñeciera en el aire de las tinieblas y llegara disfrazado de novia diminuta a husmear en los árboles.

—Yo la vi entre las ramas y parece que despertó a los pájaros que estaban durmiendo, porque hubo alboroto y agitar de plumas de todos los colores. Inclusive revoloteó cerca de los venados de luces decembrinas que adornan los edificios de esta calle.

Otros vigilantes salieron sorprendidos por la desfachatez de la paloma. Ninguno entendía qué hacía a aquellas horas esta alocada aventurera emplumada alterando las leyes de la luna y las estrellas, donde las palomas son constelaciones y no aves terrestres como esta quizás sea.

Hemos llegado a pensar que puede tratarse de un artilugio escapado del sueño de un ser cósmico. Una entelequia sideral.

Yo al principio creí que hablaban de un pichón de albatros, una inusual nevada tropical así de grande. Acaso una hostia voladora.

Alfonso, mi compañero de la portería del edificio donde paso mis insomnios y escribo mis Cronopios, me contó que la pajarita blanca se perdió cuando tuvo que abrir la puerta para que entrara un carro cuyo dueño llegaba de una fiesta.

Y no se supo más. Pero cuando yo activé la señal de mi llegada y parqueé mi carro en su lugar de hábito, se apareció ante mí, batió sus alas y vino a picotear mis pies que ya casi no son capaces con sus pasos de regreso.

Me miró con sus ojazos negros y me saludó con un inaudible y diminuto arrurrú que yo sentí como si fuera una canción de mar, un instrumento de misterio, gaviota en tierra, farallón de plumas albas.

Alfonso fue por una casita que aquí guardan los residentes para cuando hacen viajes largos con sus mascotas. Le trajo arroz tan blanco como su plumaje y encendió la luz eléctrica que pareció alumbrarle el corazón del baile porque se dedicó a dar vueltas y más vueltas como suelen hacer los pájaros trompos cuando las pájaras trompas les agitan las pitas.

Yo pasé mis dedos por las plumas de su cabeza y por primera vez en esta vida dura sentí lo que significa ser materia blanda.

Estaba preocupado por las enfermedades, por las deudas, por el drama imprevisto de mi hermana mayor que está entre la espada y la pared de la vida y de la muerte, como yo —aunque parece que su muerte será corta y la mía larga—.

La palomita me alegró la vida. Vino a buscarme. Sé que es mía. Y sé que es mensajera porque traía tres lacitos de cintas de colores atados en una de sus patas.

Entiendo que como todos busca su libertad, pero no quiere irse. Yo le digo que ahí está el cielo del día y de la noche, que siga su camino, que aproveche que aún puede trasegar y vaya en nombre mío por los senderos que comienzan en la aurora y retozan todo el día y descansan o cantan toda la noche. Abro la puerta… ¡Y nada! Ahí está mi palomita blanca a la que transitoriamente bauticé Albertina Rafaela porque por supuesto me trae remembranzas de aquella loca parienta lejana suya que se equivocó buscando el norte y llegó al sur, la que confundió el trigo con el agua, el mar con el cielo y la noche con la mañana.

Si no fuera por la amenaza de los gatos noctívagos la adoptaría y le convertiría su casa de madera en un palaciego palomar digno de su ostensible estirpe de reina aventurera. Y le sembraría un jardín repleto de margaritas blancas.

Si no fuera por los gases de los carros saldría a buscarle el aire a donde fuera. Lo traería del Amazonas o de la Cochinchina y hasta de la Patagonia si fuera necesario. Volaría por ella con alas de cartón, desataría a la tierra de su cordón umbilical y lo pondría a elevarse como una cometa con un mensaje que dijera déjenme vivir en paz y prometo recuperar la risa.

Pero me da mucho miedo que corra el riesgo de morir envenenada o apabullada por la violencia, como mueren hoy en día los seres humanos… ¡Mejor morir volando que corriendo!

Por eso, porque quiero salvarle la vida para que regrese al viento y riegue la noticia de que yo quiero irme con ella, esta mañana le escribí al periodista Gustavo Gómez, de Caracol, suplicándole que anuncie por su emisora que busco con urgencia a un colombófilo que me instruya sobre cómo puedo desequivocar a una paloma equivocada («que las estrellas eran rocío / que el calor, la nevada, //… que tu falda era tu blusa, / que tu corazón su casa»)…

Pero hay algún intríngulis entre Albertina Rafaela y yo: Gustavo me respondió por correo electrónico que hoy por ser año viejo la mayor parte de la programación está pregrabada y en consecuencia él no podría estar al frente de la operación Paloma blanca, y aunque dijo que había pasado mi comunicación a sus compañeros, parecen andar despalomados pues ninguno de ellos atendió el arrurrú de la emergencia.

Por eso he bajado al garaje en esta media noche entre el año viejo y el año nuevo. La paloma se levantó y vino a acompañarme en esta soledad tan sola.

Esta vez picoteó la palma de mi mano y aunque yo nunca lloro porque gasté todas mis lágrimas cuando fui joven y vivía siempre enamorado, hoy he sentido húmedos los ojos al besar las plumas de la cabeza de esta niña bonita emplumada y coqueta, compañera blanca. Pero no era llanto sino rocío nocturno tan común y corriente en las pupilas de los hombres que encuentran palomas blancas en los parqueaderos subterráneos.

Toda la noche soñé con la libertad, que no es la jaula abierta sino el picoteo de la lejanía.

(Ella se durmió en la orilla.
Yo, en la cumbre de una rama).

El Espectador, Bogotá, 21 de diciembre de 2007.

* * *

Comentarios:

(Correo dirigido a Óscar Domínguez). Esta carta de Ricardo Bada me llegó esta mañana mientras me secaba copiosas lágrimas, salidas de un corazón tan endurecido como los de nuestros gobernantes y motivadas por la nota más bella, más emotiva, más del fondo del alma como la publicada hoy en El Espectador sobre nuestro querido Nacho. Te saludo en la orfandad en que quedamos sin nuestro papá Cronopio. No conozco al señor Gustavo Páez Escobar pero sería un gran honor conocer a esa persona generosa que intuyó muy certeramente la grandeza del alma de Ignacio Ramírez. Hernando Jiménez.

Muy certeros sus comentarios sobre las dos caras de Nacho: el hombre de palabra y el que se ocupaba de la palabra de los demás. Nacho me contó otra historia que no tuvo tiempo de escribir: el de una paloma mensajera que año y medio después de emprender el vuelo, regresó “a pie” a su palomar, herida y todo. Estoy consultando colombófilos para que me expliquen semejante fenómeno. Por allá se le enviaré cuando la redondee. Oscar Domínguez.

Muchas, muchas gracias por tan hermoso texto sobre Ignacio. Él te lo hubiera agradecido desde lo más profundo de su ser y tú bien lo sabes. Yo, en su nombre, te lo vuelvo a agradecer. No solo es bello, también proviene de una persona muy especial como tú. Olga Cristina Zurriago Montoya, Bogotá.

Me conmovió profundamente la página a la ploma, y claro, él decidió que su alma se fuera con ella, porque encontró en su cercanía no solo la suavidad de sus plumas, sino, quizás, el afecto a que se refiere y a la soledad infinita que acompañaba con su revista, y como bien dices tú, Ignacio no ha muerto, porque tenemos sus palabras y la blancura de su alma con rostro de paloma. Inés Blanco, Bogotá.

Emilio Robledo Uribe

martes, 19 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Con motivo de sus cien años de vida, el maestro Emilio Robledo Uribe ha sido objeto de múltiples y entrañables tributos de admiración y afecto por parte de organismos oficiales, de instituciones universitarias y académicas y del amplio círculo de sus familiares y amigos.

Ha sido la suya una existencia de pleno y jubiloso desarrollo en los campos del derecho, la cátedra universitaria, la academia y las humanidades, y de entrega total a su familia y al cultivo de sus convicciones filosóficas y religiosas. Su maestría como tratadista le ha hecho ganar prestigio en las ciencias jurídicas, siendo de destacar el texto “nstrumentos negociables, convertido en venero de estudio y consulta de miles de estudiantes y abogados.

Su labor docente en prestigiosas universidades ha dejado huella indeleble en las juventudes estudiosas. Grandes figuras de la vida pública del país, que han recibido sus sabias enseñanzas a lo largo de varias generaciones, hoy lo recuerdan como el maestro por excelencia que no se conformó con irradiar conocimientos teóricos, sino que hizo de su cátedra una brújula de la ética, la dignidad, la altura de las ideas y la solidaridad humana. Combinaba sus clases con los ingredientes de la gracia y la profundidad.

Entre sus discípulos aprovechados recuerda al presidente Alfonso López Michelsen, de quien en reportaje reciente dice que era dado a las travesuras, travesuras por supuesto ingeniosas –como todas las suyas–, y en quien siempre reconoció aguda inteligencia. Formador de juventudes y de futuras celebridades, Emilio Robledo tuvo el don de la intuición al descubrir e incentivar muchos talentos ocultos.

Nació en Manizales en noviembre de 1907 y es hijo de Emilio Robledo Correa, oriundo de Salamina, eminente médico, profesor universitario, ministro, académico, parlamentario, escritor y poeta. Ambos cultivaron las artes de la poesía y las letras en general, y tienen características comunes, entre ellas la de la longevidad, ya que el padre alcanzó la cima de los 87 años.

Robledo Uribe fue el único constituyente que se opuso a la reelección del general Rojas Pinilla, hecho que lo hizo distinguir en aquellos tiempos difíciles. Más tarde, en la Junta Militar de 1957, se desempeñó con lujo como miembro de la Comisión Paritaria de Reajuste Institucional, que reactivó la vida democrática del país.

En estos días, el gobernador de Caldas se hizo presente en Bogotá, en la Fundación Santillana, para rendir honores a Robledo Uribe con motivo de su centenario de vida. Allí vimos a personalidades representativas de la región rodeando al hijo ilustre de Manizales, quien dio muestras de estupenda lucidez y vivo espíritu hacia los valores familiares y sociales, al igual que de alto optimismo hacia la suerte de Colombia en esta época de conflictos.

De igual manera, la Academia Colombiana de Jurisprudencia, de la que es miembro de número y miembro honorario, exaltó sus virtudes en homenaje de días pasados. Como parte de ese tributo, la entidad ha recogido en cinco volúmenes su obra intelectual, que se convierte en rico tesoro universitario.

Su yerno, el ex ministro Jorge Mario Eastman, que parece una prolongación de esa estirpe privilegiada, enalteció con sentidas y justas palabras la trayectoria humana, jurídica y literaria del gran colombiano y caldense que nos da ejemplo de sabiduría, recto juicio y hondo sentido cristiano y patriótico, en medio de esta sociedad tan necesitada de derroteros morales, espirituales y éticos.

El Espectador, Bogotá, 17 de diciembre de 2007.

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En tierra derecha

martes, 19 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

No conocía yo en Colombia (y creo que no existe) una novela que se desarrolle en el terreno de la hípica. Esa novela acaba de publicarse y tiene como escenario el viejo Hipódromo de Techo, que tanta figuración tuvo a mediados del siglo pasado, y que cerró sus puertas, luego de una progresiva etapa de decadencia, en la década del 80. La obra, escrita en Miami, tiene dos autores: Alfredo Arango y Guillermo “el Mago” Dávila. La publicó en Bogotá Rodríguez Quito Editores.

La primera curiosidad que asaltará al lector de estas líneas es saber por qué figuran dos autores, hecho muy escaso en la novelística. (En mis lecturas, sólo recuerdo el binomio conformado por Dominique Lapierre y Larry Collins, quienes se  conocieron cuando prestaban el servicio militar y más tarde se unieron para investigar temas históricos, lo que les permitió producir varios renombrados best sellers: Arde París, O llevarás luto por mí, Oh, Jerusalén, Esta noche, la libertad, El quinto jinete). El caso de la novela colombiana es el siguiente:

Alfredo Arango, abogado, profesor, periodista y escritor, que se fue a vivir a Estados Unidos hace 25 años, siempre tuvo en mente escribir una novela sobre las carreras de caballos, aguijoneado por sus propias emociones como aficionado en el hipódromo bogotano. La idea le daba vueltas en la cabeza, pero le faltaba mayor información sobre el mundo interno que se mueve en este deporte.

Hasta que de repente conoció a la persona precisa: Guillermo Dávila, compatriota que pasaba vacaciones en Miami y que en los viejos tiempos, tan añorados por Arango, había sido periodista hípico, publicista y linotipista, y por añadidura, mago. Conocerlo y proponerle que escribieran la novela a cuatro manos fue la fórmula inmediata para rescatar en un libro las historias ocultas en el estadio clausurado dos décadas atrás.

Sin embargo, Dávila objetó el hecho de no ser escritor. Ante lo cual, Arango le propuso que su participación consistiría en aportar recuerdos y experiencias como narrador hípico de aquella época memorable, cuota tan valiosa como el mismo arte de la escritura. Para eso, el viejo periodista debía desencamar las crónicas suyas que dormían cubiertas por la pátina del tiempo.

Ya en Bogotá, Dávila se dio a la tarea de revolver carpetas olvidadas en busca de las páginas más significativas de su oficio, las que poco a poco remitía a su interlocutor en Miami. Por el correo electrónico, que permite en la era moderna la comunicación al instante, el par de amigos estableció un coloquio dinámico gracias al cual las historias y los personajes se iban encarnando en la vida novelada que les imprimía el escritor lejano. Así se gestó y vio la luz la novela En tierra derecha.

García Márquez, en su libro de memorias Vivir para contarla, recuerda a Guillermo Dávila por los días en que los dos se conocieron en Cartagena hace medio siglo. En uno de aquellos amaneceres bohemios frente al mar, Dávila, que hacía parte del grupo de “tipógrafos cultos”, como los llama Gabo, le contó el proyecto que tenía de hacer el periódico más pequeño del mundo, de 24 por 24 –media cuartilla–, que repartiría gratis a la hora de cierre del comercio local.

A García Márquez le sonó la idea y se comprometió a escribir el periódico, tarea que cumplía en una hora, a las once de la mañana. Luego, en dos horas, Dávila –que ya era mago fabuloso–, lo armaba, lo imprimía y lo ponía en circulación. Lo llamaron Comprimido y tuvo vida ardorosa, pero efímera: tres números en tres días. Si no lo cierran, se quiebran. Desde entonces, el socio literario de Arango llevaba en la sangre la fiebre editorial, y en la presente ocasión hizo también uso de la magia para incorporarse en una novela sugestiva y de larga proyección.

Alfredo Arango es autor de otras dos novelas, dos libros de cuentos y frecuentes artículos en periódicos y revistas. Recién graduado de abogado ejerció la judicatura en Colombia y en tal carácter conoció de cerca la problemática social del país. En  Miami escribe una columna donde ventila casos enigmáticos dentro del ambiente judicial o policíaco, para que el lector los descifre y los resuelva.

Aunque la novela en comentario no tiene el exacto carácter policíaco, se urden en ella situaciones de intriga, suspenso y tensión bajo el influjo febril, a veces turbulento, de los intereses que giran alrededor del dinero. El hecho de que se jueguen grandes sumas en esta ruleta de la suerte –muy parecida a las mesas de los casinos–, permite que se desencadenen ambiciones, maniobras y lances ocultos que pasan inadvertidos para el común de los apostadores.

El dios dinero incita en el hombre el ansia de poder y riqueza, que en ocasiones se vuelve perversa y desenfrenada. A los hipódromos se va a ganar. Bajo esa atmósfera, no faltan las mentes siniestras que compran en secreto la voluntad de los jinetes y acuden a diversas tretas para desviar a su favor la brújula de la fortuna. En el mundo revuelto de las apuestas hípicas, que la novela presenta con veracidad y dramatismo, se teje toda una urdimbre en torno al sexo, la tragedia amorosa, la trampa, la corrupción, el comercio de la conciencia. Quizá, por eso, el Hipódromo de Techo conoció hace veinte años su derrumbe inevitable.

La novela rescata la imagen hoy difusa de la hípica nacional e incorpora personas reales vinculadas al llamado “deporte de reyes”. Hay exceso de personajes, muchos de los cuales surgen y desaparecen sin mayor significado: podría pensarse que de esta manera se representa el torbellino de las multitudes amorfas que colman los estadios. En cambio, perduran hasta el final del libro figuras estelares que le dan encanto a la narración, como el caballo Perseguido, símbolo de ternura y nobleza, y Margarita, heroína del sacrificio.

El Espectador, Bogotá, 5 de diciembre de 2007.

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Comentarios:

Me alegra tanto que te haya gustado la novela, que hayas tomado el tiempo para leerla y escribir sobre ella. Das en tus comentarios información muy valiosa acerca del proceder de escritura a cuatro manos y bastantes datos sobre nosotros los autores. Alfredo Arango, Miami.

Cada vez que escribes me entero de algo nuevo, ignorado por mis casi cincuenta años de estar fuera del patio literario colombiano. Nunca me imaginé que hubiese alguien que escribiera una novela sobre algo relacionado con el hipódromo como marco de referencia. Ramiro Lagos, Greensbore (Estados Unidos).

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