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Carretera al mar

domingo, 17 de octubre de 2010 Comments off

Por: Gustavo Páez Escobar

Como una “curiosidad bibliográfica” calificó López Michelsen la novela Carretera al mar, del médico Tulio Bayer. La obra fue publicada en 1960 por Iqueima, editorial de Clemente Airó que tuvo notable desempeño, junto con su revista Espiral, como promotoras del mundo literario colombiano de mitad del siglo XX.

Por aquella época, López Michelsen se hallaba exiliado en Méjico y allí estableció relaciones con el empresario Alfonso Rojas Priego, con quien en 1956 se vinculó como productor asociado del largometraje Llamas contra el viento (versión libre del poema Canción de la vida profunda, de Barba Jacob). La afición del estadista por el cine volvió a manifestarse años después, durante su gobierno, al crear e impulsar la Compañía de Fomento Cinematográfico (Focine).

Cuando residía en Méjico, se interesó por llevar al cine la novela de Bayer, con quien simpatizaba por haber sido uno de los iniciales adherentes del MRL., y cuya obra fue catalogada como muestra elocuente de la violencia política que azotó al país en los años cincuenta. Sin embargo, el proyecto cinematográfico no se llevó a cabo.

El escenario de Carretera al mar es la zona que abarca los municipios antioqueños de Dabeiba y Anorí, muy conocida por el novelista por haber cumplido allí su año de medicina rural. El país vivía entonces la peor época de violencia partidista, flagelo que diezmaba pequeños pueblos, como los dos citados, donde liberales y conservadores se habían declarado una guerra a muerte que nadie detenía.

En esa región le correspondió a Bayer, como médico, sociólogo, escritor y futuro revolucionario, presenciar el desenfreno atroz de la barbarie fratricida que durante largo tiempo mantuvo aterrorizado al pueblo colombiano. Hasta tal grado llegaba el odio entre hermanos, que en muchos lugares de Colombia existía una competencia demencial sobre cuál partido ponía más muertos del bando contrario.

Cuando el joven galeno llegó a prestar sus servicios en Anorí, el boticario, que manejaba el poder político y económico del pueblo, lo llevó a su farmacia y le mostró los medicamentos que tenía en existencia –algunos obsoletos–, con la oferta de generosa comisión sobre cada fórmula que recetara de esas marcas. Por ese resquicio, al nuevo médico le llegó la ola de corrupción que reinaba en el vecindario bajo el mando del gamonal y sus secuaces.

Ahí comenzó la batalla del personaje de la novela contra la inmoralidad pública. El actor de la vida real no es otro que el propio Bayer, que se rebelará contra los abusos, los atropellos y la sinrazón que saldrán a su paso por todas partes. Luego empezaron a surgir en Anorí los sucesos de la violencia cotidiana que mantenía amedrentada a la población. Ampliado el panorama al territorio nacional, Colombia entera se debatía bajo el imperio de los odios, las venganzas y las corruptelas. El país se llenó de chusmas, de uno y otro partido, y se perdió el sentido de la vida.

Un significativo rasgo de la solidaridad del médico con la desgracia de los pobres lo constituye el ataúd comunitario que inventó en Anorí, hecho que representa no solo un episodio de novela, sino que pertenece a la realidad alucinante. Al descubrir que el municipio otorgaba una suma para costear la caja funeraria de los pobres de solemnidad, propuso a las autoridades que él mandaría fabricar por su cuenta un ataúd de calidad para prestar el servicio de velación a esas personas, las que serían luego enterradas sin ataúd. Así sucedió. A cambio, el municipio le entregaba en cada caso el respectivo auxilio, con el que compraba leche para los niños desnutridos que atendía en el hospital.

En su libro autobiográfico Carta abierta a un analfabeto político, narra las peripecias por las que pasó para conseguir publicar su novela. Dicha obra la comenzó a escribir en Puerto Leguízamo (me consta), donde trabajaba como médico del puesto de salud –antes de pasar a la dirección científica de Laboratorios CUP–, y la concluyó en Puerto Carreño, en diciembre de 1959, donde ejercía el mismo cargo oficial.

Pero el ministerio no le giraba los sueldos. Sin dinero, viajó a Bogotá con los manuscritos debajo del brazo y el alma alborotada. Tocó en muchas puertas, y en ninguna apareció el editor. ¿Cuántos escritores pueden darse ese lujo? A la postre, contrató con Iqueima, por cinco mil pesos, la impresión de dos mil ejemplares. El contado inicial le llegó, en forma providencial, de manos de sus tías las monjas.

Cuando tuve conocimiento de la novela, mi amigo estaba internado en el monte, al frente de un movimiento sedicioso. Vino después su año de cárcel y su destierro de Colombia. Mis esfuerzos fueron vanos para localizar la obra en las librerías. Nadie me daba razón de ella. Hasta que un golpe de fortuna me informó, en 1982 (22 años después de la edición del libro), que Vicente Pérez Silva –custodio de rarezas bibliográficas– lo tenía en su poder. Él me obsequió la fotocopia encuadernada que reposa con honores en mi biblioteca, cuya relectura me ha inspirado la presente crónica. ¡Así de misteriosa es la suerte de los libros!

Tulio Bayer es un hábil narrador de violencia. Su Carretera al mar, ahora olvidada, merece sitio destacado en la literatura testimonial de aquellos tiempos horrendos. Esa carretera de penetración por la selva húmeda, por la selva agresiva, hasta llegar al mar, está plagada de violencia. Con ella soñaron muchos colombianos. Se hizo con sangre inocente. En la novela aparecen los primeros signos de la sensibilidad social del escritor, la que determinó su rebeldía y le acarreó tremendos descalabros. A pesar de todo, él nunca desistió de su lucha y afrontó todas las adversidades, hasta su muerte solitaria en París, hace 25 años.

El Espectador, Bogotá, 16 de noviembre de 2007.

* * *

Comentarios:

Carretera al mar me recuerda a nuestro querido Tulio. Abrazos grandes, Eduardo García Aguilar, París.

He leído con placer intelectual el artículo sobre Carretera al mar y me ha recordado aquellos tiempos de la violencia política que yo también viví en Cali cuando era redactor de El País, en el Valle, predio del famoso Cóndor, protagonista de otra novela de la violencia: la de Álvarez Gardeazábal. Alguna vez escribí sobre la novela de la violencia y di a conocer a otro autor desconocido que vale la pena que tú lo resucites a la literatura de hoy como hiciste con Tulio Bayer. Me refiero a Luis Castellanos Tapias, autor santandereano de la novela El alzamiento. Tu artículo me hace recordar a Clemente Airó, de quien fui amigo. Creo que contigo y Eduardo Durán estamos resucitando a los viejos valores de las letras, de la historia y de la política del medio siglo XX. Ramiro Lagos, Greensbore (Estados Unidos).

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Ecología

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Caminos ecológicos

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Por: Gustavo Páez Escobar

Andrés Hurtado García, el encantador de tarántulas, es un ser excepcional. Un quijote desconcertante. Viajero infatigable de todos los continentes, no  conoce el reposo. Su alegría está en los caminos abiertos, los de Colombia y los de todos los países. Su patria, por más que ame tanto a su tierra colombiana, es el universo entero. En todas las navidades y años nuevos, provisto de su morral, su carpa y su máquina de retratar paisajes, huye del mundanal ruido para hundirse en la contemplación de la naturaleza.

Nadie le contará a uno dónde se encuentra, porque él sólo dice que se va a recorrer mundo. La mañana lo sorprende vagando por el llano o escalando la cordillera, mientras bebe los néctares del rocío, y no es extraño que ese mismo día pernocte a cientos de kilómetros de allí, en cualquier rancho perdido al borde de los ríos o en alguna playa silenciosa.

Se siente extranjero en las ciudades y se duele en lo más hondo de su alma ecológica cuando tiene que regresar a la mal llamada civilización, la de los centros metropolitanos. Sabe que la única civilización es la de la naturaleza pura, la del campo raso y los cielos incontaminados, y que la barbarie reside en las ciudades. Por eso es amigo de las aves, las serpientes y las arañas.

Es tanta su identidad con al tierra y el reino animal, que de todas partes lo llaman, aquí y en el exterior, a que dicte conferencias en las mejores universidades y exhiba su valioso arsenal fotográfico. Cuando uno conoce el número de diapositivas que posee, se queda lelo: ¡dos millones! ¿Cuándo ha podido tomar dos millones de fotografías este hermano marista a quien se supone entregado en el Colegio Champagnat a su misión educadora, y que además es conferencista, autor de libros y columnista de periódicos y revistas?

Se lo pregunto, y él me contesta: “Tengo los pies graduados en caminos y el alma matriculada en largas felicidades”. Andrés Hurtado García, oriundo de Armenia, nació con sed de horizontes. Como buen paisa, tiene alma andariega. Le gusta la aventura, la emoción del viaje, el azar de los caminos. Es el colombiano que más conoce a Colombia. Y de tanto querer la naturaleza, ha hecho de ella su credo, su pasión, su razón de ser. La naturaleza es su amada íntima –en el secreto de su vocación religiosa– que halla en todas partes, le da satisfacciones, le hace confidencias y le guarda eterna fidelidad.

En su columna de El Tiempo lo vemos con su pluma en ristre contra los depredadores del medio ambiente; contra el monstruo de la civilización urbana que día a día, entre las tufaradas de las industrias, el humo de los automotores y la exhalación de las basuras, hace irrespirable la atmósfera; contra los que no entienden que es preciso proteger la capa de ozono para conservar la vida. Es el gran adalid de la causa ecológica, y parece que clamara en el desierto. No se cansa de repetir que el hombre se está envenenando por no cuidar los bienes naturales, por tumbar los árboles, por erosionar las montañas, por contaminar los ríos.

Con el trabajo Mis pies olorosos a caminos, convertido hoy en libro, Andrés Hurtado García fue declarado fuera de concurso en el Primer Premio Nacional de Periodismo Ecológico, patrocinado por la firma Varela S.A. Ojalá todos los colombianos leyeran, como yo he tenido la suerte de leerlo, este hermoso himno a la naturaleza –con nervio de aventura novelesca y acento poético– que enciende el amor por la patria colombiana, su gente y sus tesoros inapreciables.

El Espectador, Bogotá, 17 de junio de 1995.

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