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El fin del silencio

lunes, 4 de abril de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Regla fundamental para leer un libro con provecho y juicio sereno es hacer abstracción de la simpatía o antipatía que despierte el nombre del autor en el ánimo del lector. El libro vale por sí mismo. Si se llega a él con prejuicio, se cierra la puerta del disfrute y de la  independencia mental.

No he entendido algunas voces que, en señal de protesta por la demanda que Íngrid Betancourt intentó entablar contra el Estado, anunciaron que no leerían el libro No hay silencio que no termine, donde ella narra su vida de cautiverio en poder de las Farc. Por el contrario, la mejor manera de enterarnos de los métodos de tortura empleados por el grupo guerrillero es leyendo esta obra de espeluznante patetismo.

Libro conmovedor, de la primera a la última página. A medida que avanzaba en las 710 páginas que contiene el relato (formado por capítulos breves y frases ágiles), cada vez me convencía más de la gran capacidad de narradora –con talento de novelista e impresionante poder de reflexión y análisis– que Íngrid Betancourt pone en evidencia en su obra magistral. El libro le salió del alma, y por eso está escrito con alto grado de realismo, espontaneidad y sinceridad, e incluso de nobleza frente a los vejámenes de que fue víctima.

Le puso como condición a la editorial que ella lo escribiría sola, sin necesidad de un asesor profesional. Durante largo tiempo se refugió en un sitio solitario,  donde aislada de interferencias se impuso un régimen riguroso de disciplinas. Serenó el espíritu para poder pensar. Al frente le quedaba la nieve, buscada por ella misma como cortina mágica para alejar el verde de la naturaleza que le recordaría a la selva, para de esa manera purificar el alma y hacer fluir el pensamiento.

Paso a paso y valiéndose de su portentosa memoria e imaginación, en el libro recorre trochas, ríos, campamentos, lugares atroces y nauseabundos. Abre para el país la verdad que se esconde en las profundidades de las selvas vírgenes convertidas en cárceles infamantes, donde a merced del oprobio, la humillación y los actos de fuerza, los prisioneros pierden la dignidad humana y son tratados peor que animales. Leyendo estas páginas, pensaba yo en los campos nazis de concentración y en el diario de Ana Frank.

El alma poética que existe en Íngrid Betancourt dibuja los paisajes de la jungla con fascinantes pinceladas que por momentos alejan al lector del horizonte de crueldad que allí se vive, y hasta le crean la ficción de hallarse en la selva embrujada de La vorágine. La propia descripción de las culebras, las fieras, los cocodrilos, las tarántulas e infinidad de alimañas salvajes está hecha con mano maestra. Tal vez la autora está fugada de la literatura. Cambiar hoy la política por la literatura sería un destino ideal.

Es inaudito que las fieras humanas que han mantenido en prisión a tantos colombianos inocentes, y se han ensañado con el suplicio hasta límites impensables, no recapaciten en que deben frenar su odio contra la sociedad. Quizá los testimonios de quienes salen a la libertad formen al fin en ellos la conciencia de que por las armas y el tráfico de drogas nada conseguirán, fuera del repudio de los colombianos.

Íngrid no solo ha escrito un libro asombroso, que se lee como una novela, sino la memoria exacta de uno de los capítulos más aberrantes de la violencia colombiana. Como en las novelas, se pinta la condición humana, con las envidias, intrigas, rencores, avaricias, peleas, egoísmos que son comunes en cualquier parte, y con mayor razón en estos grupos de presos sometidos a toda clase de presiones y salvajismos.

Me impresionó el hecho de que, no obstante la barbarie con que fue maltratada, Íngrid conservó siempre la dignidad inculcada por su padre, y su esencia femenina. Su obsesión por la libertad, que varias veces la llevó a intentar la fuga, y que nunca dejó decaer, le hizo recuperar la vida.

De hecho, era una muerta viviente. Alcanza en la historia el carácter de heroína. Se salvó con fe y religiosidad. Y escribió su testimonio estremecedor.

El Espectador, Bogotá, 19 de octubre de 2010.
Eje 21, Manizales, 20 de octubre de 2010.
La Crónica del Quindío, Armenia, 23 de octubre de w2010.

* * *

Comentarios:

Tiene usted razón: es un magnífico libro. Su estilo es magnífico, ágil, reflexivo. Ojalá Íngrid continuara una carrera literaria. Elías Mejía, Calarcá.

Hay razón en apartar todo juicio que tenga uno contra el autor para poder disfrutar, entender y sacar provecho de lo que  él nos quiere hacer ver. Mauricio Guerrero, Miami.

Es un gran libro y ella, considero, es una gran mujer. Infortunadamente y como suele suceder, por alguna actuación -que podemos compartir o no, o lo que es más, entender o no-, la gran prensa, los grandes medios, se hacen voceros de no sé quién y estigmatizan de tal modo que el rebaño termina repitiendo sin que medie reflexión alguna. Así han destruido o anulado a tantos. María Cristina Laverde Toscano, Bogotá.

La columna es una reivindicación de la que al final el autor llama sin tapujos: una heroína. Yo no he leído su libro, pero por este comentario, será digno de leerse, a pesar del odio injusto que se ha desencadenado contra Íngrid Betancourt. Ramiro Lagos, Greensbore (USA).

En Cartagena estuve leyendo el libro que escribió Juan Carlos Lecompte, el segundo marido de Ingrid Betancourt, sobre sus sentimientos para con ella y su tristeza cuando se sintió desplazado, y eso junto con otras noticias en la prensa hace que uno se quede sin saber qué pensar sobre Íngrid. Hace poco estuvo ella en Holanda, y al escucharla hablar por televisión, vi que habla con esmero, matiz, pensando lo que dice, y por ello estaba pensando en comprar su libro. Esta columna dio el empujón que hacía falta y lo compré hoy. Loretta van Iterson, Ámsterdam (Holanda).

Después de leer este interesante análisis sobre la obra de IÍgrid, es necesario leerla. En el pasado conocí una presentación que ella hizo sobre un libro de Javier Huérfano, y me impactó la belleza de ese texto completamente poético. Esperanza Jaramillo, Calarcá.

Comparto completamente la conclusión de esta columna, que Íngrid debería contemplar: “Cambiar hoy la política por la literatura sería un destino ideal”. Luz Adriana Rojas, Bogotá.

Leí el 19 de septiembre en El País Semanal el interesante reportaje que Héctor Abad Faciolince le hizo a Íngrid sobre No hay silencio que no termine, y tú complementas estupendamente esas opiniones. Y me pareció muy oportuno, necesario en mi caso, que nos recordaras que uno tiene que hacer abstracción de la simpatía o antipatía que le produce el escritor. Y si alguien me ha motivado a comprar y leer ese libro eres tú sin duda. Diana López de Zumaya, Ciudad de Méjico.

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