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Corrida de toros

jueves, 7 de abril de 2011

Por: Gustavo Páez Escobar

Hace varios años asistí, por primera vez, a una corrida de toros. Era una tarde espléndida, llena de colorido y emoción. La plaza delirante se estremecía de bote en bote. Y yo, que siempre había rehusado el espectáculo por no sé qué oculta repulsión, aquella tarde me sentí contagiado, casi que arrebatado, del éxtasis colectivo. ¡Poder de las multitudes!

Aunque yo diría –y que esto quede muy claro, porque a las cosas hay que darles su exacta dimensión–, que el espectáculo no podía ser sino fascinante, maravilloso, si a mi lado se hallaba la dama con quien meses más tarde subiría las gradas del altar, como aquel domingo había ascendido, entre curioso, enamorado y valiente, los pel­daños del circo. En esto sucede lo de las películas: que no importa que sean malas, si la compañía es buena.

No he vuelto desde entonces a una plaza de toros. Y conste, para evitar equívocos, que mi mujer comparte igual actitud. La fiesta no me apasiona precisamente por “brava”. Tampoco me agradan las riñas de gallos. Ambos espectáculos me hacen recordar el circo romano. Y es que en la fiesta brava, con todo su esplendor y su colorido, con sus barras delirantes y sus mujeres bonitas, existe –y perdónenme los fanáticos– un fondo de tris­teza y de violencia.

Pero seamos sinceros. Si se le quitara su final trágico, inhumano, absurdo, del sacrificio del po­bre bruto, resultaría sensacional. No es justo que el noble animal, que ha divertido, que ha emocionado, que ha enardecido las multitudes, termine siendo el rey de burlas. Se dirá acaso que sin ese desenlace, la fiesta no sería fiesta. En honor de los aficionados, respeto la opinión; pero no la comparto, por no ser aficionado. ¡Vuelvo a pedir perdones!

Han pasado varios años desde aquel lejano domingo. De entonces a hoy el mundo ha evolucionado, y la técni­ca nos sorprende y nos asusta. Recuerdo con cuánta di­ficultad, con cuánto esfuerzo vital y económico pude hacerme aquel día a los dos gloriosos boletos que final­mente me permitieron lucir la novia, engalanada con precioso vestido azul marino, ante no pocos envidiosos y nada menos que en sitio de privilegio y en asiento nu­merado; esto último, por si las moscas.

Hoy, en plena era espacial, ocho años después, nos reunimos mi mujer y yo, ya rodeados de nuestros tres pequeños retoños, ante el cuadrante del televisor, a pre­senciar la «corrida del siglo». Se transmitía dizque vía satélite, desde España, la capital de la tauromaquia. ¡El progreso de las comunicaciones! Ya no era menester, co­mo ocho años antes, enfrentarse al fanatismo de las gentes, ni perder el zapato, la paciencia, y hasta la propia novia, en medio de la multitud abigarrada y frenética. Ahora, con sólo oprimir un botón, podía presenciarse la fiesta en medio del sosiego del hogar.

La tentación del programa pudo más que la renuncia a los toros. Tratán­dose de semejante acontecimiento, pecaríamos de ignorantes y desactualizados si al día siguiente, y du­rante no sé cuánto tiempo, no lográbamos mantener un diálogo afortunado con nuestras amistades. No se re­quería en esta ocasión, por otra parte, ningún esfuerzo vital ni económico, así que la pantalla se fue iluminando prodigiosamente, mientras el comienzo de la fiesta apa­recía soberbio y fascinante.

Salió el primer toro. Era un ejemplar de raza, bravío, enorme, desafiante. Su sola presencia sacudió el entusias­mo general. ¡Qué señorío, qué arrogancia! Sus ancas lus­trosas parecían dar más brillo a la pantalla. Criado y amaestrado para la lidia, no podía esperarse de él sino bravura. «Su Majestad», El Viti, le hizo los primeros pa­ses; y el público se estremeció; y cada nuevo lance pro­vocaba más y más delirio. Al animal le hervía la sangre. Al torero lo tentaba la fama. Acaso éste, en su fuero hu­mano, se condoliera de la muerte de su rival, pero su vida también estaba en juego. A él también le hervía la sangre; y sabía que para triunfar tenía que matar.

Yo ignoraba que los toros tuvieran nombre. Este se llamaba «Doctor». Se enfrentaban, pues, dos personajes con títulos de nobleza. Pero «Su Majestad» era más que «Doctor». Al escuchar el nombre del toro, mi mujer y yo nos miramos. También a nuestro pequeño hijo lo lla­mábamos familiar y cariñosamente «Doctor». O mejor: «Doctorcito», en honor a sus tempranos cuatro meses y como inocente homenaje a la vivacidad e inteligencia con que Dios nos lo trajo al mundo. Nuestro «Doctorcito» también estaba presente en la faena, reclinado en su co­che y entretenido con el movimiento de la pantalla, pero ajeno a la fatalidad de su tocayo.

La fiesta brava, bravísima, continuaba trenzada con arrojo y denuedo. La lucha era a muerte. Implacable. Mas era desigual. Las banderillas provocaban más bríos, mayor pujanza en el animal.Pero lo herían, lo martiri­zaban. «Su Majestad» desembozó la espada. Esta brilló en el aire. El público quedó en suspenso, contuvo la res­piración. La estocada fue certera. Se hundió en la cerviz hasta la empuñadura.

El público, fuera de sí, ex­plotó frenéticamente. La monumental plaza se estremeció en el colmo del delirio. «Su Majestad», sudoroso pero triunfante, recorrió el ruedo ante la vibrante emoción de millones de espectadores del mundo entero. El animal tambaleó, enturbió el ojo y fue doblándose dolorosamente sobre su esbelta anatomía.

«Doctor» había perdido, pero había hecho una buena faena. Acaso, así, su sacrificio se ennoblecía. Involunta­riamente recordé el reportaje de ese mismo día, de Ga­briel García Márquez, a propósito de su doctorado honoris causa que le habían otorgado en los Estados Unidos. Sus amigos, los choferes de Barranquilla, le grita­ban días antes al verlo pasar por las calles: «Adiós, doctor  Gabito». Y éste comentaba: «¿Ves cómo maman gallo? Son como yo: no creen en los doctores».

Asocié ideas. Tenía delante de mí a tres doctores: García Márquez, que se reía de sí mismo; el toro, doblegado por el infortunio; y mi «Doctorcito», una esperanza al mundo, que recostado en su coche se entretenía inocentemente con el movimiento de la pantalla, mientras a su tocayo le llegaba la hora del arrastre.

El Espectador, Magazín Dominical, Bogotá, 27-VI-1971.
Revista Ventanilla, Banco Popular, junio 1974.

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Comentario del director del Magazín al publicar este artículo: “Una pieza de humor por Gustavo Páez Escobar, de Armenia, de quien supimos era banquero de prestigio en el Quindío por el informe pasado de Euclides Jaramillo Arango. También sabemos que es un ameno escritor por el presente escrito”.

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