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La nueva Bucaramanga

martes, 1 de noviembre de 2011

Salpicón

Por: Gustavo Páez Escobar

Siempre es grato volver a Buca­ramanga. El espíritu hospitalario tan propio de los santandereanos se aprecia con mayor intensidad en esta gran urbe, la quinta del país por población, empeñada en seguir creciendo sobre bases seguras de planeación. Poco a poco Buca­ramanga traspasó los límites de la aldea que fue hasta hace unos 15 años, para entrar en la órbita de la ciudad populosa que avanza a ritmo vertiginoso.

Es sitio que no se detiene y que vive en permanente plan de trans­formación. Sobresale como centro amable y pintoresco, dotado de todas las comodidades de la vida moderna y sin los sofocos de las metrópolis descuadernadas. Es el tipo ideal de la ciudad humana, o sea, aquella donde la persona conserva aún su identidad y no ha in­gresado en las corrientes urbanas de los seres amorfos.

Hay rasgos sobresalientes que distinguen a la Ciudad de los Par­ques. El principal es su civismo. La gente piensa aquí en función de orden, de aseo, de colaboración comunitaria. Las reglas de tránsito son ejempla­res. Los buses sólo paran en los lu­gares demarcados y los taxistas no cobran un centavo más de la tarifa permitida. Los agentes de circula­ción, que gozan de la fama de inso­bornables, imprimen disciplina y fluidez al movimiento de las vías. Las calles se mantienen limpias y las fachadas de las residencias, remo­zadas.

Las autoridades, temerosas de que el gigantismo haga desbordar las leyes de la convivencia, tienen fijadas pautas certeras de crecimiento. Los polos de desarrollo, estratégica­mente calculados, permiten una expansión armónica del perímetro urbano. Existe el claro concepto de que la ciudad debe alcanzar para todos y por eso primero se estruc­turan los servicios públicos y después se levantan nuevos barrios.

Sectores de mayor exigencia ur­banística y económica, como el que se halla en los alrededores del Club Campestre, están impulsando una ciudad nueva, enmarcada dentro de los lineamientos de la moderna ar­quitectura. Y como centro que es en permanente evolución, ha confor­mado una dinámica zona metropoli­tana. Girón, Floridablanca y Piedecuesta son partes integrantes de esta marcha arrolladora del progreso.

El Hotel Chicamocha, que se programó sobre todo para atraer el turismo venezolano en la bonanza petrolera, mantiene alta ocu­pación y presta confortables servi­cios. Hay temporadas en las que sus 200 habitaciones quedan copadas por el turismo nacional que se desplaza a la Costa Atlántica y por la realización de continuos congresos. La ciudad cuenta además con una de las redes hoteleras más eficientes del país.

Las comidas típicas santandereanas se convierten en otro de los halagos —peligroso para los apetitos des­bordados— que seducen al visitante. Es la mejor comida de Colombia por su exquisitez y su abundancia.

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Los parques, sitios históricos, museos, casas de cultura —la mayor de ellas, la Biblioteca Gabriel Turbay—, universidades y diversidad de atractivos turísticos resultan el complemento necesario para que la urbe, activada por el civismo de sus pobladores y el liderazgo de sus dirigentes, se destaque en la nación como verdad inconfundible del desarrollo colombiano.

El Espectador, Bogotá, 7-VII-1987.

 

 

 

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